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octubre 28, 2025

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La culpa y el deseo

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El avión aterrizó en Maturín con ese ruido característico que mezcla turbinas y nostalgia. Ocho años. Ocho años sin pisar la tierra que me vio nacer, sin respirar ese aire caliente y húmedo que te pega a la piel como un abrazo pesado. Todo había cambiado, y a la vez, todo seguía igual. Los mismos comercios con nombres distintos, las mismas calles con más baches. Mi mujer se había quedado en España, con sus razones y sus rutinas, con esa cama que cada vez sentía más grande y más fría a mi lado.

Llegar a la casa de mis padres fue un aluvión de recuerdos. El olor a comida familiar, el jardín que mi papá insiste en mantener contra viento y marea, las fotos en la pared donde mi sonrisa era más joven, más ingenua. Me recibieron con lágrimas y abrazos que me faltaban el aire. Después de la cena, mientras ayudaba a mi mamá a lavar los platos, me soltó la bomba sin preámbulos. «Ah, hijito, se me olvidaba decirte. Tenemos a una muchacha rentando la habitación del fondo. Es muy seria, muy trabajadora. Se llama Daniela.»

Asentí, sin darle mucha importancia. Con la situación del país, no me extrañaba que mis padres alquilaran una habitación. Me fui a la que fue mi cuarto, ahora convertido en un lugar de visitas, y me desplomé en la cama, vencido por el jet lag y la emoción.

La mañana siguiente fue un caos de visitas a familiares y viejos amigos. Bajé a desayunar y ahí estaba ella, sentada a la mesa de la cocina, con un vaso de jugo de guayaba y una arepa en la mano. Llevaba una bata simple, y su pelo liso y negro caía sobre sus hombros. Nos miramos, y por un segundo, el tiempo se detuvo. Su rostro me era vagamente familiar, como una canción que no logras ubicar.

«Buenos días,» dijo ella, con una voz suave.

«Buenos días,» respondí, buscando en los archivos de mi memoria.

Fue mi mamá quien rompió el hielo, entrando con el café. «Daniela, este es mi hijo, el que te conté que vive en España. Hijo, esta es Daniela, la que nos alquila la habitación.»

«Mucho gusto,» dije, extendiendo la mano.

Ella la tomó, y su contacto fue breve pero cálido. «El gusto es mío. De hecho… nos conocemos. Hace mucho tiempo. Trabajé como asistente contable en la empresa donde tú estabas, hace como… diez años.»

¡Carajo! De repente, todo encajó. La chica tímida de dieciocho años que llevaba los cafés y organizaba los archivos. La que se sonrojaba cuando le hablaba. Ahora tenía veintiocho, y aunque no era una belleza impactante, había una dulzura en sus facciones, una serenidad en sus ojos castaños que la hacía muy agradable a la vista. Era delgada, casi frágil, con pocas curvas, pero había una elegancia natural en su modo de moverse.

Hablamos un poco de esos tiempos, de la gente que aún recordábamos. Fue una conversación corta, amable. Luego, yo salí a recorrer el pueblo, a visitar mis viejos lugares, y la imagen de Daniela se desvaneció entre el torbellino de recuerdos y emociones.

El día pasó entre anécdotas y cervezas con amigos. Regresé a casa de mis padres ya de noche, con el cuerpo cansado pero el alma llena. La casa estaba en silencio, todos se habían acostado. Subí a mi habitación y me quité la ropa, sintiendo el peso del día. Justo antes de entrar al baño a cepillarme los dientes, escuché un sonido proveniente de la habitación de Daniela. Un golpe seco, seguido de un suspiro de frustración.

Tocé su puerta suavemente. «¿Daniela? ¿Todo bien?»

La puerta se abrió unos centímetros. Ella apareció detrás de ella, con un pantalón corto de dormir y una camiseta holgada. Se veía preocupada. «Ay, disculpa. Es este televisor… no sé qué le pasa, se ve todo distorsionado. Y yo que quería ver las noticias antes de dormir…»

«¿Puedo ver?», ofrecí.

Ella asintió y me dejó pasar. Su habitación era sencilla, ordenada, con un par de fotos en la mesita de noche. El televisor, un modelo viejo, mostraba una imagen llena de líneas verdes y parpadeos. Me acerqué y lo examiné. En la esquina inferior derecha de la pantalla, un impacto claro, como un golpe, había agrietado el panel por dentro.

«Se ve que la pantalla está golpeada, Daniela. Por ahí es el daño.»

El rostro se le descompuso. Se le llenaron los ojos de lágrimas repentinas. «No… por favor. Yo no fui, te lo juro. Debe haber sido la señora que limpia, o… no sé. Pero yo lo voy a pagar, no te preocupes. Le digo a tus papás mañana mismo y consigo el dinero.»

Su desesperación era genuina. Se mordió el labio inferior, tratando de contener el llanto, y en ese momento de vulnerabilidad, algo se activó dentro de mí. No era lujuria, al menos no al principio. Era un instinto protector, primitivo, de hombre. De ese que mi mujer, con su independencia férrea, nunca permitió que surgiera.

Puse una mano en su hombro. Estaba temblando. «Tranquila,» le dije, con una calma que ni yo mismo sentía. «No pasa nada. No tienes que pagar nada. Yo me encargo de esto. Mañana lo arreglo. No te preocupes.»

Ella levantó la vista hacia mí. Sus ojos, húmedos y agradecidos, me perforaron. En ellos no solo había alivio, sino algo más, una chispa que reconocí porque, en el fondo, era la misma que llevaba años apagando en mí. La admiración, la sumisión, la necesidad de ser cuidada.

Antes de que pudiera razonar, antes de que el «soy un hombre casado» atravesara mi mente, ella se levantó de puntillas, cerró los ojos y apoyó sus labios en los míos.

Fue un beso suave, inicialmente tímido, pero cargado de una electricidad que me paralizó. Su boca sabía a pasta de dientes con sabor a fresa y a algo inherentemente femenino. No la aparté. No pude. Mis manos, casi por voluntad propia, se posaron en su cintura delgada, sintiendo el calor de su piel a través de la fina tela de la camiseta. Ella gimió contra mis labios, un sonido pequeño y rendido, y eso fue el detonante.

El beso se volvió profundo, urgente. Mi lengua encontró la suya y comenzaron un baile húmedo y desesperado. Mis manos recorrieron su espalda, plana y huesuda, pero increíblemente suave. Ella se aferró a mi cuello, hundiendo los dedos en mi pelo, jadeando. «Hace tanto tiempo que…», murmuró entre beso y beso, sin terminar la frase, pero yo la entendí perfectamente.

La levanté en brazos (no pesaba nada) y la acosté sobre su cama. La luz de la luna entraba por la ventana, bañando su cuerpo en un tono azulado. Me separé un momento para mirarla. Estaba respirando agitadamente, sus pechos pequeños se elevaban y bajaban bajo la camiseta. Había una inocencia y un deseo brutalmente honesto en su mirada que me partió en dos.

«¿Estás segura?», le pregunté, mi voz un ronquido.

Ella asintió, sin decir palabra, y se quitó la camiseta. Debajo, no llevaba nada. Sus senos eran pequeños, con pezones oscuros y erectos, perfectos para caber en mi boca. Bajé y tomé uno entre mis labios, chupándolo, lamiéndolo, sintiendo cómo se ponía aún más duro. Ella arqueó la espalda y soltó un gemido largo, ahogado en la almohada.

Mis manos bajaron por su estómago, plano y liso, hasta el borde de su short. Me lo quitó ella misma, con movimientos nerviosos, y quedó completamente desnuda frente a mí. Su cuerpo era tal como lo había imaginado: delgado, casi adolescente, con un monte de Venus pequeño y bien cuidado. El olor que emanaba de su piel era limpio, a jabón, a recién bañada, pero con un aroma base, cálido, que era puramente suyo, puramente femenino.

Me arrodillé entre sus piernas y las abrí. Su sexo, rosado e hinchado por el deseo, estaba brillante de humedad. Me acerqué y, sin prisa, pasé mi lengua por toda su longitud, desde la entrada de su vagina hasta su clítoris sensible. Ella gritó, una exclamación de sorpresa y placer. Su sabor era limpio, ligeramente salado, adictivo. Era el sabor de la intimidad, de la rendición. Me sumergí en ella, bebiendo sus fluidos, saboreando cada pliegue, cada centímetro de su piel más íntima. Mis dedos se unieron a mi boca, metiéndose dentro de ella, que estaba increíblemente estrecha y caliente. Ella se retorcía, gimiendo sin control, agarrando las sábanas con fuerza. «Por favor… ahí… no pares…», suplicaba.

La hice venir una vez, con mi boca y mis dedos, un orgasmo que la hizo estremecerse violentamente y gritar mi nombre en un susurro ronco. Pero no fue suficiente. Para ninguno de los dos.

Me quité la ropa restante y me posé sobre ella. Mi erección, dura y palpitante después de meses de rutina y desidia conyugal, presionó contra su entrada. La miré a los ojos, buscando un último permiso. Ella me lo dio con la mirada, nublada por el placer y la entrega.

Con un empujón lento pero firme, me introduje en ella. Estaba tan apretada que sentí que me ahogaba en su calor. Un gemido gutural escapó de mis labios. Ella cerró los ojos y su expresión fue de un éxtasis que rayaba en el dolor. Empecé a moverme, con una cadencia pausada al principio, saboreando cada sensación nueva, cada contracción de su interior que me succionaba, me invitaba a profundizar más.

Era diferente a mi mujer. Donde mi esposa era ancho y conocido, Daniela era estrecho, nuevo, prohibido. Donde mi esposa era silencio y rutina, Daniela era gemidos sinceros y uñas clavándose en mi espalda. Agarré sus piernas delgadas y se las puse sobre mis hombros, cambiando el ángulo, y ella gritó, un sonido de placer puro y shock. «¡Sí, ahí! ¡Dios, ahí!»

Empecé a follarla entonces con una fuerza que no usaba desde hacía años. Una furia contenida, una hambre sexual que había estado en huelga. Mis caderas chocaban contra sus nalgas con un sonido húmedo y obsceno. El chirrido de la cama se mezclaba con nuestros jadeos y gemidos. Ella era un torbellino debajo de mí, respondiendo a cada embestida, pidiendo más, siempre más. Sus palabras se volvieron incoherentes, una mezcla de «papi» y «sí» y «más duro».

La cambié de posición, poniéndola a cuatro patas. Desde atrás, la vista era aún más excitante. Mi verga, brillante con sus fluidos, entraba y salía de su cuerpo delgado, y yo podía ver todo. Agarré sus caderas con fuerza y la penetré con una intensidad animal, perdido en el olor a sexo y a su piel limpia. Ya no pensaba en mi mujer, en el matrimonio, en las consecuencias. Solo existía este cuarto, esta mujer, este momento de pura lujuria redentora.

«Me voy a correr,» gruñí, sintiendo la presión insoportable en mis testículos.

«Adentro,» jadeó ella, mirándome por encima del hombro, con los ojos desenfocados. «Por favor, quiero sentirlo.»

Esas palabras fueron mi sentencia. Con un último empujón profundo, me desaté dentro de ella, un torrente caliente que parecía no tener fin, llenándola, marcándola. Gemí, un sonido ronco y primitivo, y caí sobre su espalda, exhausto, pegando mi piel sudorosa a la suya.

Nos quedamos así un largo rato, jadeando, recuperando el aliento. La realidad empezó a filtrarse de nuevo en la habitación. El olor a nuestro sexo, el televisor roto en la esquina, la foto de mis padres en la mesita.

Me separé de ella y me senté al borde de la cama, corriendo las manos por mi cara. Ella se acurrucó en las sábanas, cubriéndose un poco, pero sin vergüenza.

«Tu esposa…», dijo suavemente, sin terminar.

«No hablemos de eso,» corté, con más brusquedad de la que pretendía.

Me vestí en silencio. Ella se quedó mirándome, y en sus ojos no había arrepentimiento, solo una tristeza resignada.

«Mañana arreglo lo del televisor,» dije, ya en la puerta.

Ella asintió. «Gracias.»

Salí de su habitación y me encerré en el baño. Me miré en el espejo. El mismo hombre de siempre, pero con un secreto nuevo grabado en la piel. Un secreto caliente, húmedo y delgado, que sabía a fresa y a culpa, y que, supe en ese instante, no sería el último.

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Una respuesta

  1. cristinar

    Vivo en España, ¿Nos podemos conocer cuando vuelvas?

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