
Por
Anónimo
Nochevieja de morbo.
Aquel fin de año era el más aburrido de mi vida. Había cumplido 18 años 3 días antes y allí estaba con mi amiga, un año mayor, en el pub al que solíamos ir todos los findes. Normalmente no dejan entrar a menores de edad, pero yo conocía al dueño desde hace tiempo y habían estado haciendo la vista gorda conmigo antes de cumplir 18. Ahora ya daba igual, claro.
Nunca me gustó llevar vestido largo de noche ni nada por el estilo, así que solía siempre ir con mi rollo de vaqueros ajustados de cintura baja y un top de tirantes cortito con algo de pedrería que dejaba ver mi ombligo con su piercing. Tengo un vientre muy planito en el que se marcan un poco los abdominales, aunque nunca voy al gimnasio ni hago ejercicio. Unos buenos tacones altos me ayudaban a rozar el 1,80 de estatura. Llevaba mi pelo natural suelto, largo y liso, de un color castaño claro, aunque casi rubio en verano. Siempre fui muy delgadita y espigada. Algo que me costó las burlas de mis compañeros de clase en el colegio y me llamaban espárrago y cosas así. Cuando cumplí los 14 años las cosas cambiaron y los chicos, sobre todo de cursos más avanzados, empezaron a fijarse mucho más en mí, aunque mis pechos nunca fueron nada del otro mundo (solo tengo una 85), estoy muy orgullosa del resto. Nunca engordo, por más que coma. Cosas del metabolismo según el médico, así que siempre estoy delgadita. Muchos y muchas dicen que demasiado y los más cabrones y envidiosas me han llamado anoréxica.
Mi amiga estaba en la pista de baile, con su novio, mientras yo apuraba mi segundo ron cola, aburridísima, con un codo en la barra y cara de «por favor, sacadme de aquí». Aún no había entrado la ley antitabaco, así que entonces aún se podía fumar en estos sitios. Encendí un cigarrillo. De pronto me doy cuenta de que un hombre sentado frente a mí, a unos pocos metros, no ha dejado de mirarme en un buen rato. Los hombres normalmente me miran, me he acostumbrado, pero este tenía algo especial. Sin duda era mayor, aunque no sabría decir. Quizá entre 30 y 35; pero no era eso lo que me llamó la atención. Fue su mirada. Tenía unos ojos grandes y oscuros, que no disimulaban, un pelo con algo de canas que llegaba para tapar sus orejas y unos labios gruesos. Llevaba un traje con corbata muy elegante. Era un tipo realmente atractivo.
Jugamos con las miradas. Nos encontramos un par de veces y sonreimos un poco. Él decidió acercarse al cabo de un momento. No pierde el tiempo y me dice que lleva obervándome 20 minutos y que quiere hacerme el amor. Tal cual. Sin tapujos. Yo me quedé perpleja, sin saber qué decir, porque nunca nadie había sido tan directo conmigo. Su voz era grave y ronca pero muy muy sensual. No le hizo falta hablar más alto porque estaba a unos 20 centímetros de mí. Debía medir aldededor de 1,80.
Por supuesto lo rechacé de primeras, aunque ese tío había conseguido ponerme a cien con esa entrada en escena. Estuvimos hablando un buen rato. Con el rabillo del ojo iba controlando a mi amiga en la pista de baile, aunque a medida que profundizábamos en nuestra charla me iba olvidando de ella.
El tiempo pasaba y me contó que estaba casado y tenía 2 hijos, aunque su matrimonio no pasaba por el mejor de los momentos. No es que nadara en dinero, pero sí tenía una posición acomodada. Contaba con una pequeña empresa con oficinas en el centro de la ciudad y varios empleados a su cargo. Traté de adivinar su edad varias veces, pero no acerté. Yo fui sincera y le dije la verdad. Según tomábamos confianza, él aprovechaba para rozar con disimulo mis brazos desnudos o incluso posar ligeramente su mano en mis piernas cruzadas sobre el taburete. Mi situación, por el contrario, era bastante peor que la suya. Pertenecíamos a mundos completamente distintos. Había terminado el instituto, pero mi madre, con quien vivía, no tenía recursos para mandarme a la universidad a estudiar. Ella limpiaba habitaciones de hotel y dificilmente nos podia mantener a las dos en un piso alquilado. Yo me sacaba mis extras currando a veces de camarera en otro bar o haciendo de azafata de congresos o promotora de bebidas.
Empezamos a gustarnos bastante y con el calentón que teníamos los dos y supongo que el alcohol también ayudaría, comenzó el magreo. Primero con unos besazos con lengua increibles. Él sentado en el taburete de la barra con sus piernas abiertas y yo de pie con mis muslos pegados a su entrepierna. Sus manos iban recorriendo mi espalda suavemente desde los hombros hasta mi culo. Se detenía a la altura de mi cintura y aprovechaba para meter sus manos por debajo de mi top, acariciando mi vientre con una mano y mi columna vertebral hasta que se perdía bajo el sujetador, con la otra.
Mientras tanto, sus besos empezaron a bajar por mi cuello hasta mi clavícula. Comencé a jadear un poco y noté que él tenía una empalmada bastante considerable. Lo cogí de la mano y me lo llevé al centro de la pista de baile. Allí empecé a bailar de manera provocativa rozando mi culo con su evidente bulto que iba en aumento. Él me pasaba la mano por mi vientre y notaba como mis abdominales se contraían. La otra mano trató un par de veces agarrar mis pechos, pero se la aparté. Con mi trasero sobre su pene erecto en los pantalones y su boca cerca de mi oido me dijo que me deseaba con locura y que quería penetrarme. Aumenté el ritmo del juego y él acabó corriéndose allí mismo, bajo su ropa. Eran casi las 4 de la mañana y el pub aquella nochevieja estaba lleno. Nos convertimos en el espectáculo del bar y comenzaron a silbarnos e incluso a hacernos palmas. Mi amiga estaba comiéndose la boca con otro tipo que no era su novio en el otro extremo del local, pegados a la pared. Él me agarró del brazo y decidimos irnos de allí, después de que se encargara de la cuenta.
Me propuso ir a su oficina del centro que no quedaba muy lejos y había un sofá cama. Era Navidad y estaban todos de vacaciones. No volverían a trabajar hasta después de Reyes, así que acepté. Pillamos un taxi hasta allí. Durante el trayecto me susurró al oido que necesitaba hacerme el amor cuanto antes. Su mano derecha se deslizaba por mi entrepierna y me decía que podía sentir mi calor ahí. No se equivocaba, yo estaba muy muy excitada y también necesitaba que me lo hiciera. Fue cuando me confesó que tenía 45 años. Hablamos de nuestra diferencia de edad. Yo 3 días antes aún era menor. Él me encantaba. No era como los niñatos con los que me había acostado otras veces. Ni siquiera como el novio que tuve entre los 14 y los 17, que era 3 años mayor que yo. Ese hombre tenía algo especial que me mataba de morbo y esa noche quería tenerlo dentro de mi.
Le pregunté si alguna vez había sido infiel a su mujer y me confesó que nunca lo había sido. Le creí. Podía notar su sinceridad, e incluso algo de inocencia. Aquel hombre decía la verdad. Todo eso no hacía más que añadir más morbo al asunto, lo que lo convirtió en una mezcla explosiva. Pagó al taxista la carrera y nos dirigimos al portal del edificio donde se encontraban las oficinas. Es el centro de la ciudad y aquello estaba desierto. En realidad, allí todo eran oficinas y no habría nadie que nos molestara. Antes de llegar a la puerta me agarró por la cintura y volvió a comerme la boca contra la pared. Sus manos volvieron a mis pechos, pero esta vez lo dejé hacer. Era evidente lo que los dos deseábamos con locura, pero aún estábamos en la calle, así que le dije que abriera la puerta rápido. Entramos. Subimos unas escaleras y junto al ascensor ya no pudo aguantar más y me lo hizo. Casi me arranca de las piernas los vaqueros, que iban muy ceñidos. Se quitó la chaqueta y la camisa y pude ver su torso. Era fuerte y un poco de barriguita, pero no obeso; con algo de vello. Aquel hombre de verdad estaba a punto de hacerme el amor. Yo le desabroché el cinturón y los pantalones, que cayeron pesadamente al suelo. Ví su empalmada bajo su ropa interior. Los calzoncillos estaban empapados de su corrida en la pista de baile. Se los bajé también y allí estaba una polla preciosa, no excesivamente larga, pero de un buen grosor, durísima, con su capullo rojizo y muy mojado.
Volvimos a comernos la boca en un besazo increíble y nuestros cuerpos se fundieron en uno. Él sólo tuvo que pegarse a mí y su polla encontró sola el camino hacia mi coño. Yo solo me abrí para hacer que fuera más fácil. Puso sus manos en mi culo y me levantó del suelo apoyándome sobre la pared. Hice pinza con mis piernas para sentirlo más adentro. Comenzó a moverse rápidamente y no tardé en empezar a gemir. Aquel hombre de 45 años estaba follándome de una manera brutal. Mi placer iba en aumento a medida que sus sacudidas continuaban. Llevábamos deseándolo toda la noche. Cada penetración era más profunda. Entre gemidos me decía que nunca había deseado a una mujer de esta manera. Noté como mis fluidos bajaban por mi entrepierna y se mezclaban con su sudor en sus muslos.
Fue un orgasmo increíble. Jamás había sentido algo así. Los dos nos corrimos a la vez y noté cómo su semen se derramó dentro de mi vagina en varias oleadas. A la vez, nuestras lenguas estaban acariciandose en la boca, sintiendo cada espasmo de aquel maravilloso polvo. Me tuvo penetrada un momento, mientras sentíamos nuestros cuerpos callados, calientes, jadeantes, sudorosos y unidos.
Recogimos nuestras ropas y ascendimos hasta la oficina, en la quinta planta. Era sobria, sin mucho adorno, pero tenía cierto estilo. El suelo tenía una moqueta azul bastante limpia. Desnudos, colocamos el sofá cama, lo agarré del brazo y lo tumbé boca arriba. Lo observé un momento. Estaba buenísimo. Jamás en la vida un hombre me había puesto así. Era puro deseo, morbo… Me senté a horcajadas sobre él, aunque dejé un hueco entre mi clitoris y su ahora flácido pene. Me apoyaba únicamente sobre mis rodillas. Sus manos empezaron a acariciar mi cuerpo. Interior de mis muslos, caderas, culo, los huesos que sobresalen de mi pelvis, mi vientre. Yo decido no tocarlo. Aparto sus manos y comienzo a bailar sobre mis rodillas, sensualmente. Me dijo que le encantaba mi vientre y como se me marcaban los abdominales. Deseaba que su mujer tuviera un cuerpo fibroso como el mío. Empecé a bajar sobre su pene, que ahora descansaba deshinchado sobre su bajo vientre. Los labios de mi clitoris rozaban aquella magnífica polla en toda su longitud con creciente intensidad. De nuevo, los líquidos vaginales surgieron y pronto estaba empapada otra vez. Su respiración fue acelerándose y su pene creciendo hasta que estuvo durísimo.
Continué con mi juego un poco más, acariciándonos con mi clítoris. Llegaba hasta su glande y me lo introducía, pero solo llegaba hasta ahí. Él me pedía más, pero yo estaba dispuesta a hacerlo sufrir. Le dije que tendría que suplicarme que me la metiera, cosa que hizo acto seguido. Sin pensármelo dos veces, aquella polla volvió a estar dentro de mi, encajando de manera perfecta, como si nuestros sexos estuvieran hechos el uno para el otro. Los dos nos quedamos alucinados. Quise quedarme así un momento, para sentirlo. Este hombre me estaba volviendo loca por él. Me movía cada vez un poco más, sintiendo cada centímetro de él, cada vena, cada poco de líquido que segregaba aquel miembro. Estábamos tocando el cielo, haciéndonos el amor y sintiendo cosas que jamás, él en sus 45 años ni yo en mis escasos 18 habíamos sentido nunca. Juntamos las palmas de nuestras manos y entrelazamos nuestros dedos mientras nos mirábamos con deseo a los ojos. Mis movimientos de cadera eran cada vez más rítmicos y más acentuados. Sentía que iba a tener otro orgasmo de un momento a otro. Y efectivamente, lo tuve. Aún más brutal que el que había tenido en el portal. Un grito ahogado se me escapó. Los fluidos de mi vagina mojaban su pene, sus muslos, su vientre y el colchón del sofá cama. Tuve varios espasmos y mi cuerpo se contrajo dos o tres veces. Después, me derrumbé sobre él y volvimos a besarnos mientras seguía dentro de mi. Erecto. Hablamos sobre aquello. Ninguno de los dos nos lo creíamos. Me confesó que aunque me pareciera una locura, se estaba enamorando de mí. Yo también lo admití. Nos deseábamos y nos amábamos, y nuestros cuerpos encajaban a la perfección en todo aquello. No nos importó no usar ningún tipo de protección o anticonceptivo. Queríamos sentirnos al máximo, con todas las consecuencias. Le pregunté qué pasaba con su mujer y su familia y me respondió que no podía pensar en ello y que no le importaba nada.
Sin salir de mi, me agarró y me volteó sobre el sofá cama, colocándose en la famosa postura del misionero. Me dijo que no pararía de hacerme el amor. Eso me excitó de una manera brutal y busqué su boca y su lengua de nuevo. Comenzó a penetrarme otra vez y una oleada de inmenso placer nos invadió. Primero despacio, y a medida que el placer aumentaba, más rápido. Los dos gemíamos con locura. Volví a correrme de manera increíble y ya no pude evitar gritar. Al oirme, noté como él también se corría abundantemente dentro de mi. Muchísimo. Sentí como explotó y aquello hizo que mi orgasmo se alargara con el suyo aún más. Apreté mi cuerpo contra él y él hizo lo propio, hasta ser uno.
Aquella noche no paró de hacerme el amor. Una y otra vez. Cuando me levantaba a beber agua, cuando otra vez me asomé a la ventana… su pene estuvo más tiempo dentro de mi que fuera. Pero no fue solo una noche. Esa nochevieja fue solo la primera. Las siguientes dos noches estuvimos allí también encerrados. Pedíamos comida al chino de la esquina y seguía haciéndomelo. Su mujer llamaba al movil, preocupada. Él se inventó una excusa absurda, hasta que decidió apagarlo. Sólo quería estar dentro de mi. Y yo sólo quería tenerlo dentro de mi.
Con el tiempo me di cuenta de que estaba embarazada. De algún modo supe que aquel primer polvo en el portal de la oficina fue el que me dejó preñada. Desde aquellas tres noches no había podido quitármelo de la cabeza, pero decidí no llamarlo. Aguanté un tiempo, por su familia y por respetar su intimidad, pero aquello no podía continuar. No podía tener aquel hijo. Aún no se me notaba la barriguita, pero era un marrón, para él y para mí. A pesar de todo, yo estaba enamorada de aquel hombre. Lo amaba.
Tras varios intentos, al fin conseguí contactar con él. Le expliqué la situación y coincidió en que el embarazo no podía continuar, así que me llevó a una clínica privada para practicarme un aborto. Aunque antes de eso, volvió a llevarme a su oficina y a hacerme el amor… varias veces. Volvimos a amarnos por última vez. Después me dijo que no había dejado de pensar en mi y que estaba muy enamorado, pero que nuestras vidas pertenecían a mundos muy distintos y que él había elegido seguir con la suya y que yo debería seguir con la mía.
No volví a verlo. Lloré, me deprimí… lo superé y decidí escribirlo. Nunca me arrepentiré de aquellos tres días. Fueron los mejores de mi vida.
2 respuestas
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