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Anónimo

junio 18, 2025

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Mi primera vez

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El encuentro

Era un día cualquiera en mi último año de preparatoria. A la hora de la salida, el aire se llenaba con el bullicio habitual: risas, charlas y el ronroneo de los autos que llegaban a recoger a los estudiantes. De pronto, un coche se detuvo cerca de la entrada, y de él bajó un chico que capturó mi atención al instante. Con una presencia que destilaba confianza, tenía un carisma que parecía atraer todas las miradas. Llegó con amigos, pero él destacaba sin esfuerzo. Nuestros ojos se encontraron, y por un segundo el mundo se desvaneció. Había algo en su mirada (una mezcla de audacia y curiosidad) que encendió un cosquilleo en mi interior.

Se acercó con paso seguro, una sonrisa juguetona en los labios, y preguntó mi nombre. Su voz, cálida y ligeramente provocadora, me dejó casi sin palabras. Balbuceé mi respuesta, y cuando me pidió mi número de teléfono, se lo di sin pensarlo dos veces. En ese momento, un grupo de chicas salió de la escuela, entre ellas mi «rival» en esos juegos adolescentes de popularidad. Ella y yo éramos las «bonitas» de la escuela, siempre compitiendo en concursos de belleza y en la atención de todos. Subió al auto con él y sus amigos, y se marcharon, dejándome con una mezcla de intriga y celos.

Esa tarde, mi teléfono vibró con un mensaje suyo. Mi primera pregunta fue si ella era su novia, incapaz de contener la curiosidad. «No, solo es una amiga», respondió con naturalidad, y me invitó a una fiesta que organizaba ese fin de semana. Acepté sin dudarlo, con el corazón acelerado por la emoción.

La fiesta

Llegó el día, y él pasó por mí. Desde el momento en que abrió la puerta del auto, se comportó como un caballero, con una mezcla de galantería y seguridad que me cautivó. Era unos cinco años mayor que yo, y su forma de hablar «madura», relajada, con un toque de humor, me envolvió de inmediato. La fiesta era un torbellino de energía: música vibrante, risas y el tintineo de vasos llenaban el aire. Jóvenes de varias escuelas se mezclaban en un ambiente desenfadado. Él, como anfitrión, parecía estar en todas partes, pero sus ojos siempre regresaban a mí.

 

Bailamos bajo luces tenues, nuestras risas tejiendo un hilo invisible entre nosotros. La noche avanzó, y en un momento nos refugiamos en una sala más íntima de la casa, lejos del bullicio. Allí, sin previo aviso, sus labios encontraron los míos. Su beso fue suave al principio, pero pronto se volvió profundo, cargado de una pasión que me hizo olvidar el mundo. Sus manos exploraron mi cintura, descendiendo con una audacia que aceleró mi pulso. Pero yo, aún tímida ante esas sensaciones nuevas, le pedí que se detuviera. Había estado en situaciones similares antes, y siempre terminaba frenando a los chicos, lo que solía provocar enojo. Él, sin embargo, me sorprendió. Con una calma que me desarmó, asintió, me aseguró que todo estaba bien y me ofreció algo de beber. Se sentó a mi lado, y seguimos charlando como si nada hubiera pasado, hasta que le pedí que me llevara a casa.

Al día siguiente, en la escuela, mis amigas me bombardearon con preguntas. Les conté lo mucho que me había gustado, pero mi entusiasmo se derrumbó cuando me llegó el rumor de que, tras dejarme, él había regresado a la fiesta y se le había visto con otra chica, frente a todos. Furiosa, le escribí para reclamarle. Su respuesta fue directa: «Lo siento, No pensé que te molestaría, no tenemos ningún compromiso». Tenía razón, y eso me dolió aún más.

La chispa que no se apagaba

Pasaron los días, y aunque intenté mantener la distancia, seguimos escribiéndonos. Eran mensajes simples, pero cada uno avivaba esa conexión imposible de ignorar. Le confesé que quería volver a verlo, y él me invitó a un café. La cita fue diferente, más íntima. Hablamos durante horas, y en un impulso que ni yo misma entendí, fui yo quien lo besó. Sus labios respondieron con una intensidad que me hizo temblar. Entre besos, me preguntó si quería ir a su casa, la misma donde había sido la fiesta. Acepté, sabiendo perfectamente a qué íbamos.

La casa estaba vacía, envuelta en un silencio que amplificaba cada latido de mi corazón. Subimos a su habitación, y los besos se volvieron más urgentes, más hambrientos. Sus manos guiaron las mías, y cuando las deslizó bajo su ropa, sentí su erección por primera vez. Mi respiración se detuvo. Era… abrumador. En mi corta experiencia, había visto a otros chicos (cuatro, para ser exacta), pero ninguno se comparaba a eso. Aunque el era delgado y no muy alto, su pene era bastante grande, todo en él era imponente, casi intimidante. Mi mano tembló al tocarlo, y una mezcla de asombro y deseo me recorrió. Nunca había sentido algo tan intenso, tan cálido al tacto. Pero mi timidez regresó, y le pedí que parara. Él, con esa calma que ya empezaba a adorar, respetó mi deseo sin cuestionarlo.

Se apartó, pero la tensión entre nosotros era palpable. Se levantó y, con una naturalidad que me dejó sin aliento, se desvistió frente a mí. La penumbra apenas dejaba ver su silueta, pero lo que vi me hizo contener un jadeo. Su cuerpo era perfecto, y él lo sabía. Se acercó de nuevo, levantando mi blusa con suavidad. Cuando intentó desabrochar mi sostén, me resistí por instinto; nunca había estado tan expuesta ante nadie. Pero sus palabras, susurradas con admiración, disolvieron mis inseguridades. «Eres hermosa», dijo, y por primera vez me sentí completamente segura en mi piel. Le pedí que apagara la luz, y la habitación quedó sumida en la oscuridad. Sus manos encontraron mi cuerpo, despojándome de la ropa con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de nuestros deseos. Temblaba, no solo de nervios, sino de una anticipación que me consumía.

Le confesé que nunca lo había hecho antes. Él me besó con suavidad y me aseguró que no haría nada que no quisiera. Sus caricias eran deliciosas, cada roce encendía una chispa que me hacía olvidar mis dudas. Pero cuando intentó ir más allá, mi cuerpo se tensó, rosaba con su pene mi vagina y despacio trataba de meterlo pero mi cuerpo no cedía, el dolor me hizo pedirle que parara. Lo intentamos varias veces, con paciencia, pero no lográbamos avanzar, ni un poco de su pene lograba entrar. Finalmente, le dije que era suficiente. Él no insistió; en cambio, me cubrió de besos, recorriendo mi cuerpo con una devoción que me hizo desear quedarme en ese momento para siempre. Me llevó a casa, y aunque mi mente estaba llena de ideas románticas sobre la «primera vez perfecta y con el hombre perfecto», mi corazón sabía que lo que había vivido con él ya era especial.

La decisión

Nos seguimos escribiendo, y aunque los dos confesamos lo mucho que nos había gustado ese encuentro, yo insistí en que no podíamos seguir así. Quería que mi primera vez fuera con alguien «especial», con un novio, no con alguien que vivía el momento sin promesas. Su respuesta fue honesta, casi brutal: «No estoy en un punto en el que pueda tener una novia. Me gusta disfrutar la vida, y eso es lo que puedo ofrecerte». Intenté poner fin a lo nuestro, esperando que me detuviera y me rogara, que dijera algo para retenerme, en ese tiempo solia conseguir lo que quería de los chicos. Pero él aceptó mi decisión con una madurez que me dejó descolocada. «Lo entiendo», escribió, «y lo siento si no puedo darte lo que buscas». Me dolió, pero su sinceridad me hizo respetarlo aún más.

Aun así, no dejamos de escribirnos. Él adoptó un tono más amistoso, sin coqueteos, lo que me desconcertaba. Un día me habló de otra fiesta, más pequeña, solo con sus amigos cercanos. Le pregunté si podía llevar a una amiga, y aceptó. Cuando llegué, lo vi con otra chica, demasiado cerca para mi gusto. Los celos me quemaron por dentro, pero intenté disimular. Mi amiga notó mi incomodidad y sugirió irnos, pero me negué. No quería darle el poder de afectarme tanto.

En un momento en que lo vi solo, me acerqué y lo besé sin pensarlo. Su abrazo fue cálido, pero sus palabras me frenaron: «Ya hablamos de esto». Le dije que no me importaba, que quería que mi primera vez fuera con él. Para mi sorpresa, él dudó. «No quiero lastimarte», dijo, con una sinceridad que me desarmó. Pero yo insistí, tomándolo de la mano y llevándolo a su habitación.

El momento

Nos desnudamos con una urgencia que contrastaba con la suavidad de sus caricias. Sus labios recorrieron mi cuerpo, deteniéndose en cada curva, susurrando lo mucho que le gustaba. Cada roce era me enchinaba la piel, cada beso una chispa que encendía. Cuando intentó ir más allá, al igual que el intento anterior, aunque mi vagina escurría en fluidos, su pene no lograba entrar el dolor regresó, pero esta vez estaba decidida. Le pedí que continuara, y aunque las lágrimas asomaron a mis ojos, la mezcla de placer y dolor era abrumadora, casi adictiva. Finalmente, logramos cruzar esa barrera, y el mundo pareció detenerse, de golpe casi la mitad de si miembro entro en mi, trataba de contener mis gemidos. Su presencia, imponente y segura, llenaba cada rincón de mi ser. Sus movimientos eran lentos, cuidadosos, y sus manos no dejaban de acariciarme, anclándome a él, con mis piernas lo jalaba para mantenerlo dentro.

No duró mucho; le pedí que parara, y él obedeció al instante. Nos quedamos abrazados, con mi corazón latiendo desbocado contra su pecho. «Me gustas mucho», murmuró, «pero no quiero fallarte». Antes de que pudiera responder, mi amiga entró sin avisar, sorprendida al encontrarnos así. Balbuceó una disculpa y me dijo que tenía que irse. Tenia que irme con ella, aunque una parte de mí quería quedarse. Mientras nos vestíamos, él no dejó de besarme, diciéndome que era la chica que más le había gustado en su vida. Me propuso intentarlo, ser novios, siempre que estuviera dispuesta a «experimentar». No entendí del todo a qué se refería, pero dije que sí, embriagada por el momento.

Al salir, mi amiga no pudo contenerse. «¡Vaya, qué sorpresa!», exclamó con una risa pícara. «¿Cómo lidiaste con eso? ¡Lo tiene bien grande! No pude evitar notarlo cuando entré». Me sonrojé, riendo nerviosa. «Fue mi primera vez», confesé, «y sí, nunca había visto algo así». Esa imagen, tan impactante, seguía grabada en mi mente, un símbolo de la intensidad de ese momento. Al salir, vi a la otra chica aún en la fiesta, y una oleada de inseguridad me golpeó. Sabía que él se quedaría allí, y peor aun, con la calentura que dejo nuestro encuentro, pero me fui con mi amiga, con el corazón dividido entre el deseo y la duda.

El comienzo de algo más

Seguimos escribiéndonos, y aunque la presencia de esa otra chica me inquietaba, él me aseguró que no había nada de qué preocuparme. Descubrí que era cierto: a pesar de las insinuaciones de ella, él se mantuvo fiel a su palabra. Esa noche marcó el inicio de una relación que duró más de siete años, llena de experiencias que atesoro y que, tal vez, algún día contaré.

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