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Sacandole provecho a Tinder premium
La lluvia acariciaba los vidrios de mi departamento en Palermo mientras observaba el perfil de Gabriel en mi pantalla. Un boliviano de treinta y dos años, residente en Buenos Aires desde hacía una década, con unas manos de albañil que prometían historias escritas en yeso y sudor. Su bio en Tinder era sencilla: «Trabajo duro y juego más duro todavía». Nos habíamos escrito durante exactamente seis días y diecisiete horas, el tiempo suficiente para saber que ambos buscábamos lo mismo sin la pantalla de por medio.
Quedamos en encontrarnos directamente en mi edificio. Una transgresión calculada para alguien que usualmente exige cenas de por medio. A las nueve en punto, el portero anunció su llegada. Al abrir la puerta, su presencia llenó el marco con una energía terrenal que contrastaba con la fina decoración de mi hogar. Medía casi un metro noventa, con hombros anchos y una sonrisa que delataba dientes perfectamente alineados, un detalle inesperado que desmontó mis prejuicios en un instante.
«Lucía», dijo con una voz más grave de lo que recordaba de nuestros audios, cargada con ese acento arrastrado que mezclaba la cadencia paceña con el ritmo porteño. Asentí, invitándolo a pasar con un gesto que esperaba fuera más seguro de lo que me sentía.
Su mirada recorrió el living con curiosidad, deteniéndose en los libros de arquitectura apilados sobre la mesa de diseño italiano. «Nunca había estado en un lugar como este», admitió sin rastro de vergüenza, y esa honestidad me provocó un estremecimiento inesperado.
Serví un Malbec que había descorchado horas antes, mis dedos temblorosos al llenar las copas. Él tomó el suyo con esa mano callosa que había imaginado tantas veces sobre mi piel. «¿Siempre invitas a desconocidos a tu casa?», preguntó, y el desafío en sus ojos encendió algo en mí.
«Solo a los que prometen valer la pena», respondí, dejando que mi vestido de seda se abriera levemente al cruzar las piernas.
La conversación fluyó entre sorbos de vino y confesiones calculadas. Hablamos de sus trabajos en construcciones de alta gama, de mis proyectos corporativos, de la extraña simetría entre quien levanta paredes y quien diseña los espacios que las contienen. Pero bajo las palabras civilizadas, la tensión crecía como una enredadera en primavera.
Fue él quien rompió el juego. Al inclinarse para tomar su copa, su mano rozó mi rodilla y se quedó allí, caliente a través de la fina tela. «Ya hablamos suficiente, ¿no creés?», murmuró, y su dedo comenzó a trazar círculos lentos hacia mi muslo.
Cualquier otra noche, con cualquier otro hombre, habría exigido más tiempo, más cortesía. Pero esa noche, con Gabriel, asentí y me levanté, llevándolo de la mano hacia mi habitación.
La luz tenue de la lámpara de pie iluminaba la cama como un escenario. Lo detuve ante mí, desabrochando su camisa con una precisión que contrastaba con el temblor de mis dedos. Su torso era un mapa de músculos definidos por el trabajo físico, cicatrices blancas que serpenteaban entre vellos oscuros. Al inclinarme para lamer uno de sus pezones, salió un gruñido de su garganta que vibró en mis labios.
«Quiero ver vos también», ordenó, girándome para descerrar el vestido con una urgencia que hizo saltar uno de los botones de perla. La tela cayó a mis pies como agua, dejándome en apenas la seda negra de mi ropa interior.
Sus ojos se oscurecieron al recorrer mi cuerpo. «Dios, Lucía», respiró, «sos más linda que en las fotos». Sus manos, ásperas como lija fina, me levantaron como si pesara nada y me depositaron sobre la cama.
Lo que siguió fue una conquista lenta y deliberada. Su boca encontró primero mis labios, luego mi cuello, descendiendo hasta mis pechos con una devoción que me hizo arquear la espalda. Chupó mis pezones hasta enrojecerlos, mordisqueando el contorno con esos dientes perfectos que ahora descubría eran tan afilados como prometían.
Al bajar, arrancó mi tanga con los dientes, rasgando la seda sin ceremonia. El sonido desgarrador me provocó un gemido involuntario. «Te gusta que sea bruto, ¿no, che?», preguntó contra mi muslo interno, y mi hipocresía de mujer elegante se desvaneció en un suspiro.
«Sí», jadeé, «me gusta».
Su lengua encontró mi clítoris con la precisión de quien conoce terrenos más ásperos que el cuerpo de una mujer. No fue el lamido educado de mis amantes porteños, sino una exploración salvaje que me hizo gritar en tres idiomas. Sus dedos, dos de ellos, se enterraron en mí con una fuerza que debería haber dolido pero solo alimentó mi lubricación.
«Morena», gruñó contra mi sexo, «estás chorreando como una fuente». La vulgaridad en su boca sonó a poesía.
Cuando no pude aguantar más, lo jalé hacia arriba por el cabello. «Te quiero adentro», ordené, y él sonrió con esa soberbia que solo los hombres seguros pueden permitirse.
El condón apareció en sus manos como por arte de magia. Mientras se lo colocaba, yo me embriagaba del espectáculo de su verga erecta, gruesa y venosa, curvada ligeramente hacia arriba como una promesa. Me penetró de un solo empuje, llenándome con una intensidad que me hizo ver estrellas detrás de los párpados.
El ritmo que estableció era implacable. Cada embestida me elevaba sobre las sábanas de algodón egipcio, sus caderas golpeando las mías con un sonido húmedo que era la partitura de nuestro encuentro. Mis piernas se enredaron alrededor de su cintura, mis tacones clavándose en sus nalgas para atraerlo más profundamente.
«Acá», jadeé, guiando sus manos hacia mis nalgas, «agarrame más fuerte». Obedeció, sus dedos hundiéndose en mi carne hasta seguramente dejar marcas que encontraría al día siguiente.
Cambiamos de posiciones con una fluidez que parecía coreografiada. Me puso a cuatro patas, entrando por detrás con una angulación que rozaba ese punto interior que me volvía loca. Una de sus manos se enredó en mi cabello, tirando hacia atrás hasta arquear mi espalda, mientras la otra me masajeaba el clítoris en círculos firmes.
«Gritá», ordenó, «quiero que los vecinos sepan cómo te coge un bolita». La palabra, usualmente despectiva, en su boca sonó a triunfo.
Y grité. Grité cuando el orgasmo me sacudió como un terremoto, contracciones internas que parecían extraerle cada gota de su propio placer. Él se vino con un gemido ronco, mordiendo mi hombro para silenciarse, su cuerpo convulsionando sobre el mío.
Después, yacimos entrelazados en el silencio, nuestra respiración agitada sincronizándose gradualmente. La lluvia había cesado, dejando el aroma limpio de la ciudad nocturna filtrándose por la ventana entreabierta.
Gabriel se levantó primero, su silueta recortada contra la luz de la luna llena. Observé cómo se movía por la habitación con esa soltura animal, recogiendo la ropa esparcida sin rastro de vergüenza o incomodidad.
«Tengo que irme», dijo mientras se vestía, «tengo trabajo a las seis». Asentí, sabiendo que esta vez no había lugar para promesas de desayuno o planes futuros.
Al entregarle su chaqueta, nuestras manos se encontraron por última vez. «Fue… intenso», offerí, buscando palabras para encapsular lo que aún resonaba en mi cuerpo.
Él sonrió, ese mismo gesto seguro que me había atraído desde la pantalla del teléfono. «Sos una diosa, Lucía. Cualquier hombre sería un boludo por no reconocerlo».
La puerta se cerró tras él, dejándome sola con el aroma de sexo y lluvia. Me recosté en las sábanas arrugadas, sintiendo el eco de sus manos en mi piel, el sabor de su boca aún en mis labios. Afuera, Buenos Aires seguía su ritmo implacable, indiferente a nuestro pequeño encuentro entre fronteras borradas.
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