
Por
La marroquí que me robó el aliento
Fue un jueves cualquiera cuando entró por primera vez en mi oficina. Amina. Ni en mis mejores fantasías hubiera imaginado que aquella chavala de ojos almendrados y piel de miel me iba a volver tan loco. Llegaba recién pisando suelo español, con ese aire entre inocente y curioso que tienen las recién llegadas. Necesitaba trabajo, yo necesitaba alguien para el mostrador. Dos semanas después, necesitaba que me montase como un caballo en celo.
El primer día ya me di cuenta de que aquella tía no era como las demás. Llevaba el velo, sí, pero cuando se agachaba a coger algo del suelo, ese culo se marcaba bajo la tela como si me estuviera desafiando. Y Dios, qué culo. Redondo, firme, de esos que piden a gritos que les des unos azotes mientras los follas por detrás.
Todo empezó con miradas. Esas que se alargan un segundo más de lo debido. Luego, los rozamientos «accidentales» cuando pasaba a su lado en el almacén. Hasta que un día, tras cerrar el local, la pillé ajustándose el velo frente al espejo del baño.
¿Te molesta? me preguntó con esa voz dulce que contrastaba con el fuego que le vi en los ojos.
Lo que me molesta es no saber qué hay debajo le solté, más atrevido de lo habitual.
Su risa fue como música. Al día siguiente, vino sin velo.
La primera vez que la llevé a mi apartamento, juraría que temblaba. No de miedo, sino de esas ganas contenidas que explotan cuando por fin se sueltan. La empotré contra la puerta nada más entrar y le devoré la boca como un poseso. Sabía a menta y a algo exótico que no supe identificar.
¿Estás segura? le pregunté, ya con la mano en su cintura.
En respuesta, se llevó mis dedos a su boca y los chupó uno a uno, mirándome fijamente. Eso fue todo el permiso que necesité.
La desnudé lentamente, descubriendo por fin ese cuerpo que me había vuelto loco durante semanas. Pechos pequeños pero perfectos, caderas de escándalo y un trasero que merecía su propio monumento. Pero lo mejor fue cuando, al bajarle las bragas, vi que se había depilado completamente. Como una diosa de mármol.
En mi país, las mujeres decentes no hacen esto susurró mientras yo le acariciaba ese coño ya empapado.
Pues aquí vas a ser mi puta decente le dije antes de meterle dos dedos de golpe.
Su gemido me recorrió como una descarga. La llevé al sofá y me puse a mamársela como si fuera mi última comida. Sabía diferente, más intenso, con un toque especiado que me volvía loco. Cuando sentí que se venía, me aparté.
No tan rápido, princesa le dije mientras me desabrochaba el cinturón.
Su mirada cuando vio mi verga fue priceless. En Marruecos no deben ver muchas como la mía. Se la metí de una vez, hasta el fondo, y juraría que vi los ojos en blanco. Estaba tan estrecha que costaba moverse, pero Dios, qué caliente.
La cogí en misionero primero, mirando cómo se le marcaban las tetas con cada embestida. Luego la puse a cuatro patas esa postura que tanto había fantaseado y ahí fue cuando se transformó. De la tímida marroquí pasó a una furia que empujaba contra mí como si su vida dependiera de ello.
Dime que soy tu puta le ordené dándole una nalgada que dejó mi mano marcada en su piel dorada.
Soy tu puta, tu zorra, lo que quieras gimió, y esa sumisión inesperada me puso aún más duro.
Cuando por fin me vine, fue dentro de ella sí, sin condón, una irresponsabilidad que hoy me estremece y su gemido al sentirlo fue lo más excitante que he oído en mi vida.
Después, mientras fumábamos en la cama, me confesó entre risas que en su país jamás habría hecho algo así.
Pues bienvenida a España, cariño le dije antes de empezar la segunda ronda.
Hoy, meses después, sigue trabajando para mí. Y cuando los clientes no miran, todavía me lanza esas miradas que prometen una cogida épica después del horario laboral. Algunos llamarían a esto acoso laboral. Yo lo llamo beneficio adicional del puesto.
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