Por

Anónimo

noviembre 19, 2013

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ESTOY COMPARTIENDO A MI ESPOSA 1

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Yo siempre fui un hombre sencillo y bueno. De niño nunca pelee ni agredí a nadie: En cuanto al sexo, nunca supe casi nada, pues mis padres eran evangélicos; y cuando llegué a los 25 años, ellos me dijeron simplemente que era la hora de casarme.

En la congregación habían muchas chicas bonitas que deseaban hacer un hogar. Todas ellas eran bien portadas, educadas, y muy ingenuas en cuanto al amor. Pero la mejor de todas era Isabel.

Me casé con ella, porque me gustó su carácter suave y reservado. Además era alta y hermosa, y tenía unas pantorrillas gruesas, bien formaditas y velludas. Sus brazos eran también velludos y suaves. Sus caderas muy anchas, hacían pensar que debajo de esas largas faldas que ella usaba, habían unas piernas gruesas y bonitas. Su rostro era lindo, blanco, con dos lunares negros que le quedaban tan bien; y siempre sonreída, con esa sonrisa tan tímida, mostrando sus dientes perfectos y blancos.

Pero yo tenía un grave problema: Después de seis meses, no solo no había consumado sexualmente mi matrimonio con ella, sino que tampoco podía hacerlo, porque por causas que los médicos no entendían, no podía alcanzar una erección duradera.

Eso me entristeció muchísimo, y conforme pasaba el tiempo, yo me iba angustiando más, ya que las veces que la vi desnuda y con poca ropa, no podía imaginarme que pueda existir una mujer más voluptuosa y sensual que Isabel. Ella por su parte, como mujer virtuosa y decente que era, solo callaba. Y del tema ninguno de nosotros quería hablar.

Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, empecé a notar que mi inocente e inexperta esposa, mostraba por momentos un creciente interés por la vida sexual de pareja que; al darse cuenta de mi dolor y mi impotencia, ese interés lo ocultaba de inmediato, y me abrazaba diciéndome que el sexo no era todo, y que habían cosas más importantes en la vida.

Pero lo que me cambió, y me resolvió a hacer lo que hice, fue una noche en la que ella, dormida en ropa interior me mostró: Rendida de hacer las tareas del hogar se había acostado, puesta tan solo un calzón rosado, de encaje transparente. Sin sostén, sus grandes senos blancos y magníficos brotaban con una profunda sexualidad. Sus gordos muslos blancos, surcados por unos vellos suaves y delicados, contrastaban con un monte de Venus grande, abultado y peludo, que parecía pedir sexo a gritos. La mujer que yo contemplaba no era el de una mujer recatada y honesta, era el cuerpo de una hembra hermosa, esperando ser poseída por un hombre normal, y bien dotado.

Y comprendiendo que ese hombre no podía ser yo, resolví en ese instante, que ella necesitaba, y debía hacer el amor con otro hombre, con mi consentimiento. Mi decisión estaba tomada. No era una decisión erótica que me excitaba con morbo, No. Solo me movió el amor que sentía por ella, y mi deseo que disfrute también de la vida.

Pero hablar con ella sobre el tema, era algo imposible de pensar, por causa de sus creencias morales. Yo en cambio, podía hacerlo, pues como hombre estaba incapacitado para satisfac erla, y no me quedaba otro camino.

Sabiendo bien los gustos de mi mujer, y teniendo muy claro un plan que pensé, procedí valientemente a visitar los bares y prostíbulos de la ciudad, en busca de un hombre para Isabel; un hombre que solo allí podía hallarlo, ya que ese hombre debía ser resuelto, experimentado, y físicamente deseable, capaz de derribar con su presencia todos los temores y prejuicios que ella tenía, respecto a la lealtad de la mujer en el matrimonio. Claro que en todo esto, estaba latiendo la presencia de un peligro, que yo y ella desconocíamos.

Finalmente, hallé a Héctor, un hombre musculoso y apuesto, de aspecto seductor y decidido, a quien; después de hacerme su amigo, le hablé mi caso con la mayor franqueza. El, muy interesado, se decidió de muy buena gana cuando le mostré una foto, en la que ella revelaba su esplendorosa e ingenua belleza.

De inmediato, empecé a hablar de él mucho, logrando que ella se interese. Luego lo invité a comer en la casa. Ella al verlo por primera vez, quedó muy turbada, y algo aturdida, pero rápidamente se hicieron amigos, aunque Isabel; debido a su carácter, se mostraba muy reservada, y algo temerosa con él.

En la siguiente oportunidad, nos fuimos los tres a la playa. Esa fue la ocasión en que ellos pudieron contemplarse mutuamente. Ella, miraba a hurtadillas al apuesto gigante, con una especie de interés y vergüenza, que procuraba ocultar de inmediato. El, en cambio; observaba atentamente el cuerpo escultural y morbosamente sexy de mi cándida esposa. Héctor me dijo muy atrevido: �¿Esta preciosa hembra es tu mujer? ¡Qué hembra tan buena, está riquísima!� Y el resto de la tarde pasó contemplándola, sin ocultar su deseo, mientras Isabel ruborizada, no sabía dónde esconderse. Pero yo sabía que la tentación del deseo ya estaba en ella.

Un día que Héctor estaba de visita, de manera imprevista y audaz, le dijo a mi esposa: �¿Isabel, porqué siendo usted una mujer tan bonita, anda siempre vestida como una viejita?� Ella, sorprendida se sonrió y me miró, yo también sonreí. �Anda – le dije a ella- cámbiate, y ponte ese short negro que te queda tan bien� Ella, roja de la vergüenza se dirigió al dormitorio, y salió puesta esa prenda tan cortita y sexy, que revelaba abiertamente su condición de mujer sensual y provocativa. Isabel no sabía qué hacer, tropezó en varias ocasiones, y su rostro mostraba las intensa, sensaciones que sentía internamente. Yo salí a comprar unas gaseosas.

Sabiéndose solo, Héctor dejó de llamarla usted, y golpeando con su mano el sofá, y señalándole el puesto, la invitó en silencio a sentarse. Ella, dudando con pudor, pero impulsada por algo desconocido se sentó al lado del seductor; quien sin dudarlo, pasó sus manos por sus hombros, atrayéndola con fuerza hacia él. Luego, mirando el bulto de sus muslos velludos e incitantes, acercó su mano a la incitante carne, acariciándola con autoridad y poder de varón. No contento con eso, metió la palma de su mano en el interior de su muslo, acariciándola, incitándola al deseo, para luego, atraerla por sus hombros y besarla con un fuego, desconocido para ella. Cuando ella quiso reaccionar, ya no pudo, y abandonada al pecado, correspondió a las caricias y sus besos, con una entrega virginal y ardiente.

Héctor la besaba de manera posesiva y apasionada. Sus labios besaron su frente, sus mejillas, y con la punta de sus labios recorrió el borde de sus labios, erotizándola, despertando sus más escondidos deseos. Luego, esos labios ardientes y varoniles recorrieron el pabellón de sus orejas, su nuca vellosa y sedosa, tomando con su boca porciones de su cuello, y volviendo luego a besarla en sus labios, con la autoridad de un amante.

Ella, poseída por el ardoroso fuego de la carne no pensó en nada más, y se entregó a las caricias de ese hombre, que la estaba tomando como si ella fuese suya. Con los ojos cerrados, y la boca abierta por la pasión, sintió que los labios de él recorrían posesiva y golosamente sus pantorrillas y muslos carnosos, cubiertos de un vello delicado y suave, que le provocaban a ella una sensación de eléctrico anhelo de ser tomada y poseída como mujer. Luego, de pronto el, hiso que Isabel agarre su dura y fuerte verga, mientras el acariciaba sus piernas y besaba su cuello.

Ella, que nunca había tenido una verga de hombre entre sus manos, la acarició, y la apretó con fuerza. Y mientras miraba esa verga, buscaba los labios del hombre que la estaba haciendo sentir una mujer de verdad. El, enardecido y brutalmente excitado, le arrancó el short y su prenda íntima, y arrodillado como estaba, se deleitó pasando sus labios y su lengua en el sexo velludo y ardiente. Mi esposa no cabía más de excitación, y como entre una visión borrosa sintió como los fuertes brazos del macho levantaron sus nalgas a la altura de su verga, empezando una suave y lenta penetración en esa rica y jugosa vagina virgen.

Cuando Héctor sintió que la delicada vagina de Isabel estaba para más, con goloso deleite fue introduciendo más y más de esa durísima verga, que a Isabel le pareció gigantesca y deliciosa. Luego, empezó a poseerla, a hacerla suya, metiendo y sacando con poder de macho, besándola apasionadamente, mientras ella; disfrutando del sexo que nunca conoció, se entregó sin reserva a ese hombre, que ahora era su marido. En el clímax de ese acto sexual prohibido, y mientras ese hombre le introducía su enorme miembro con la fuerza de un animal, ella experimentó por primera vez un orgasmo tan salvaje, que le hizo gritar, mientras sus uñas rasgaban las espaldas del brutal seductor, que le depositó con fuerza en el interior de su vagina, un chorro de semen espeso y caliente, mientras los dos, abrazados y besándose en los labios, se estremecían en convulsiones de placer infinito.

Cuando llegué, me pareció que nada había pasado, pero en el ambiente de los tres, sentí el poder del sexo, que nos consumía en un silencio cómplice.


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2 respuestas

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