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Un polvo como ninguno, pero en absoluto silencio
Che, hoy les cuento una de mis guiadas que terminó de una manera que ni en mis mejores fantasías me hubiera imaginado. Me contrató una familia para hacer una campeada de tres días por una zona tranqui cerca de Piltriquitrón, nada muy heavy porque iban los pibes, dos adolescentes de 13 y 16 años. La familia era el matrimonio —él de 48, un papá bien puesto con esa onda de hombre que se cuida sin desesperarse, y ella en sus 40 y pocos, linda, con una energía re tranquila— y el hermano de ella, que tenía mi edad, unos 27. La verdad, yo iba por la plata y por qué me encanta estar en el cerro, pero che, desde el primer día algo pasó.
El trayecto fue super tranqui, los pibes se coparon, preguntaban de las plantas y los pájaros, y yo ahí, en mi elemento, explicándoles todo. Pero notaba que el hombre, «Pablo» se llamaba, me miraba. No eran miradas casuales, no. Eran miradas que se me quedaban un segundo de más, que recorrían mi espalda cuando yo iba adelante marcando el camino, que se clavaban en mi culo cuando me agachaba a atarme las botas. Y la verdad, él estaba demasiado bueno para ser un papá de casi 50. Bien plantado, con unos brazos que se le marcaban bajo la camisa y una sonrisa con canas que te desarmaba. Así que, ¿qué hice? Yo también le tiré un poco de onda. Una sonrisa de más, un «Pablo, ¿me pasás la cantimplora?» aunque la tuviera cerca, un roce de manos al agarrar algo. Lo usual.
La primera noche fue re familiar: fogata, malvaviscos asados, los pibes contando chistes malos. Tomamos un vinito tinto con unos fiambres que habían traído, todo muy civilizado. Pablo se sentó a mi lado un rato, y mientras reíamos por una boludez, su pierna rozó la mía y no la movió. Yo tampoco. Ahí supe que algo cocinábamos. La segunda noche fue igual, pero la tensión era más espesa. Se fue cada uno a su carpa temprano, cansados del día. Yo me metí en la mía, que estaba a unos metros de la de ellos, y me quedé escuchando los ruidos de la noche, con el corazón acelerado.
Y entonces, pasó. Debe haber sido pasada la medianoche, cuando ya hasta los bichos callaban, que sentí el cierre de mi carta abrirse super despacio. Me quedé tiesa, pero no tuve miedo. Sabía que era él. Entró silencioso, como un puma, y en la oscuridad solo se veía su silueta. No dijo una palabra. Se deslizó dentro de mi sleeping bag, y sus labios encontraron los míos en la negrura. Fue un beso urgente, apasionado, con hambre de años. Sabía a vino tinto y a menta. Sus manos me recorrían todo, me levantó la remera y se llevó mis pechos a la boca, chupándomelos como si se fuera a morir de sed. Yo quería gemir, pero él ya tenía una mano sobre mi boca, ahogando cualquier sonido. «Silencio», me susurró en el oído, y el calor de su aliento me erizó la piel.
Con movimientos rápidos y seguros, me bajó el short y las bombachas. Escuché el ruido del sobre del condón al abrirse, y en segundos lo sentí, ya listo, grande y duro, buscando mi entrada. Me penetró de un solo movimiento, profundo, llenándome por completo. ¡Uf! Tuve que morder mi propio labio para no gritar. Empezó a moverse con una cadencia que me volvía loca, lenta pero intensa, cada embestida me llegaba al alma. Su mano no se movió de mi boca, y la otra me agarraba de la cadera, clavándome las uñas. Yo me abandoné, sintiendo cómo el placer me recorría de los pies a la cabeza. Lo miré a los ojos, que se habían acostumbrado a la oscuridad, y vi en ellos una mezcla de deseo y desesperación que me excitó mil veces más. Pensar que a metros de nosotros, su mujer y sus hijos dormían profundamente, fue el detonante. Vine por primera vez, en silencio, con espasmos que él sintió y que lo hicieron gruñir bajito.
Cambiamos de posición, me puse a cuatro patas y él me entró por detrás, agarrándome de las caderas para darme más fuerte con un ritmo obsceno y delicioso. Yo, con la cara hundida en la almohada, vine por segunda vez, casi sin aire. Él siguió, implacable, hasta que finalmente, con un temblor que le recorrió todo el cuerpo, se vino. Nos quedamos quietos, jadeando en silencio, pegados el uno al otro. Después, se vistió sin hacer ruido, me dio un beso en la frente y se esfumó de la carpa como si nunca hubiera estado.
Al día siguiente, durante el desayuno, todo era normal. Pablo servía café a su mujer, reía con sus hijos, y a mí me dirigió una sonrisa casual, de esas que das cuando apenas conocés a alguien. Nadie hubiera imaginado que horas antes me había follado como un animal en el más absoluto silencio. Fue, sin duda, uno de los mejores polvos de mi vida.
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