
Por
Anónimo
Simplemente la vida
Mi ciudad besa un ancho y marrón río al que le han robado las playas, el relleno sistemático de sus orillas, fruto de la desmedida ambición inmobiliaria, lo ha dejado sin la caricia de los pobres que refrescaban sus cuerpos en las tórridas tardes de verano.
Sus aguas bajan lentas y contaminadas por los desechos, arrojados por industrias y curtiembres de empresarios ambiciosos que zafan de purificar efluentes, gracias a generosos aportes en bolsillos de corruptos funcionarios municipales.
La riqueza insinuada en su presuntuoso nombre, es una gracia concedida a unos pocos.
La ribera está contorneada por un bosque añejo, al que también han expoliado su vergel. Emprendimientos sociales y clubes de élite, deseosos de su fresco verdor, han echado raíces ocupando terrenos que pertenecen a toda la comunidad.
Sus lagos permanecen y son refugio dominical de gente humilde de clase trabajadora, que no tiene acceso a las prohibitivas tarifas de los clubes circundantes, ni pasarían el filtro elitista del derecho de admisión
Pegado a la foresta se halla un parque botánico centenario, su verdor bosteza nostalgia a la sombra de viejos árboles, rodeado de vistosas pérgolas de hierro forjado. A su lado, yacen los restos de lo que supo ser el zoológico de la ciudad, expulsado de la alegre compañía de los niños en la tarde de los domingos, por el reclamo sistemático de cincuentonas ricachonas.
Damas que clamaban durante horas golpeando cacerolas por la libertad de los animales encerrados, mientras su caniches permanecían al sol, amarrados a las rejas por sus correas y sus empleadas domésticas limpiaban sus casas, desde la hora que se levantan, hasta la que se acuestan, después de comer las sobras que dejaron las pretensiones de dieta de sus patronas.
En este pasaje bucólico mechado de grandes torres de lujo, se halla la nuestra. Lugar recordado de nuestras primeras travesuras. Sus amplias escaleras y suntuosos corredores sirvieron de escenario para nuestros juegos infantiles a temprana edad.
La mancha, la escondida, el poliladron, la rayuela, divertían a los bonachones abuelos jubilados abandonados en los pasillos a la espera de la encapuchada, ayudándolos a pasar las lentas horas del aburrimiento y alteraban a solteronas reprimidas, deseosas de dormir la siesta.
Nos conocemos desde siempre, crecimos juntos en medio de alborotos risueños y amores juveniles. Nos bautizaron los tres chiflados y en esa época lo teníamos más que merecido.
La inocencia de nuestra temprana edad igualaba, lo que la realidad de nuestras vidas contradecía. Moro, mi novio de toda la vida, era hijo de un poderoso empresario bancario y de una explosiva morocha de ojos verdes quince años menor que él. Vivía en un penthouse del piso treinta y tres con vista al río, desde cuyo balcón se veía el país vecino.
Nuestra casa, más modesta, era un departamento de dos dormitorios en el contrafrente del piso quince, con vista a la piscina de la torre, pero donde casi nunca entraba el sol por las ventanas. Mi padre, diez años mayor que mi madre, era un viajante de comercio de bastante éxito, con pretensiones sociales más allá de su realidad y ella, una rubia de ojos celestes de figura apetecible, íntima amiga de la madre de Moro y de su misma edad. Compartían clases de tenis, transpiraban el gimnasio y estaban juntas a toda hora.
Carlos en cambio, vivía con su madre en un oscuro departamento monoambiente destinado al personal de servicio, con ventanas a un patio interior en la planta baja como única fuente de luz natural y ventilación. La necesitada mujer repartía sus horas limpiando la torre y haciendo laboriosas tareas de costura que otras delicadas manos rechazaban. Mi madre y la de Moro eran sus principales clientas, y así nació nuestra inocente amistad.
Íbamos a una escuela pública cercana y durante todo el período de la educación primaria fuimos compañeros inseparables, al llegar a casa almorzábamos juntos en alguna de nuestras casas, hacíamos la tarea y luego nos lanzábamos entre risa por los pasillos.
Es curioso como el recuerdo de los sabores de nuestra infancia confunde a veces nuestra memoria. De esos años, lo que más añoro, no son las comidas en el suntuoso comedor de Moro, atendido por sus diligentes empleadas, ni los almuerzos en mi departamento acompañados de mi madre, siempre pendiente de su teléfono.
Lo que más añoro de esos días. son los sabrosos guisos compartidos entre risas con María, la madre de Carlos, en su oscuro departamento.
Su mirada triste se transformaba en una cálida sonrisa en cuanto se sentaba a la mesa y sus ásperas manos se volvían seda al hacernos una caricia. Sus consejos siempre eran honestos y de una gran sabiduría, fruto de su sufrida vida. Largas horas de charla atesoro en la memoria de mis años adolescentes, donde solo ella me comprendía.
Ese compañerismo y esa ilusión de ser iguales se rompió al ingresar a la escuela secundaria, nuestras revolucionadas hormonas y el comienzo de nuestro desarrollo físico, empezaron a marcar las diferencias.
Moro tuvo un crecimiento explosivo y rápidamente fue elegido para integrar el equipo de Rugby en las clases de educación física. Su gran cuerpo, su pelo negro azabache y sus ojos verdes herencia de su explosiva madre, pronto lo convirtieron en uno de los populares, seguido incondicionalmente por los lameculos varones y deseado por sus cachondas compañeras.
Como si nuestra vida estuviera signada por el destino y ser pareja de toda la vida nos empujara, ser rubia de ojos celestes como mi madre y el despuntar de mi figura, me llevaron a ser parte integrante de las más lucidas animadoras del equipo.
Carlos en cambio, se quedó pequeño. De altura mediana y extrema delgadez, su tez trigueña, pelo duro alborotado y anteojos de pasta, lo fueron volviendo tímido y objeto de burlas, relegándolo a la tarea de utilero del equipo, tarea que realizaba callado, triste y sin protestar.
El comentario jocoso de mi madre sobre nuestro apodo infantil, vertido mientras me esperaba a la salida de la escuela conversando con sus afines, se expandió como mecha encendida y poco tardó en convertir a Moro en Moe a Lara en Larry y a Carlos en Shemp -porque su físico no daba para Curly-. Y esos sobrenombres que arrastramos hasta la universidad, se siguen conservando en las memorias de nuestros amigos.
Durante los primeros años nuestras personalidades se fueron definiendo y amoldando a las distintas realidades que nos rodeaban, A Moe, todo le salía fácil, las niñas se le insinuaban, los profesores le respetaban por su logro con el equipo y la vida le sonreía. De ahí, a convertirse en soberbio y engreído fue un solo paso.
Siempre vestía las mejores ropas y tenía el mejor teléfono, fardaba de la novia mas linda y de la madre más explosiva, asqueaba ver las babas que echaban los profesores del instituto, cuando ella y mi madre venían a alentar al equipo vestidas con sus ajustadas calzas de gimnasia.
Solo una sombra nublaba su éxito, en realidad dos, Física y Matemáticas, impartidas por Sara una cuarentona de físico exuberante, sobria y recatada, enamorada de su cátedra e inmune a sus encantos.
Como su novia oficial, cosechaba sus éxitos y me hacía intocable al acecho de los guaperas de cursos superiores. Molestar a la novia de la estrella del equipo se pagaba con sangre, según rezaban los códigos de los hormonados machos en formación de la institución.
Como podrán intuir, estaba bajo la misma sombra que él y sufría sus desplantes. La cara de asco de la frígida cuarentona cuando me veía aparecer entre risas con mi corta pollerita, era acojonante y símbolo inequívoco de que me iba a hacer pasar al frente a resolver un problema de geometría en la pizarra más alta, para delicia de los compañeros de las primeras filas, que no perdían detalle de la fórmula implícita, en el desarrollo de las curvas de mi espalda baja.
La vida de Shemp no era tan fácil, debía ayudar a su madre en sus horas libres y para aportar a la economía familiar, realizaba chapuzas en los departamentos de los vecinos, había días en que llegaba tan cansado que parecía dormirse en clase, como perdido en sus pensamientos.
Lo llamativo era que Sara lo respetaba y lo detestaba por igual. Si tomaba una prueba sorpresa, era de los únicos que aprobaba. Si lo sorprendía adormilado en su clase, le disparaba una pregunta sorpresa que él siempre contestaba. Si mandaba un trabajo complicado para cagarnos el fin de semana, el Viernes a la noche la resolución de Shemp ya circulaba en las redes de las compañeras.
Porque el ataque sistemático de la jodida, siempre era a las damas de la clase y pronto mi viejo amigo se convirtió en nuestra única defensa, lo que lo llevó rápidamente a ser el mimado y protegido de sus compañeras, bajo la mirada permisiva y complaciente de sus colegas varones, que no veían en él ningún tipo de amenaza a su control de territorio.
Llamativamente, la situación se repetía en el edificio, su predisposición a ayudar a sus vecinas, su facilidad para arreglar cualquier desperfecto y su paciencia para enseñar el manejo de ordenadores y los cada vez más complicados teléfonos móviles, lo pusieron en el pedestal de los intocables, muy por arriba de hijos y maridos.
Y esa protección, salvó el trabajo de su madre en más de una reunión del consorcio de propietarios, donde alguna vieja estirada propuso la destitución de la sufrida señora, por su imagen lamentable de pobretona para un edificio de esa categoría, sin importar el esfuerzo de la empleada, ni lo pulcro de su tarea.
Era proponerlo y encontrarse con la airada y férrea oposición de las vecinas más jóvenes, que a los gritos abucheaban la propuesta frente el asombro de sus parejas.
Lo que María tenía de entregada y laboriosa, su hijo lo tenía de atento e inteligente, no solo volvió impotente a Sara en su obsesión por hacerlo fallar, sino a todos los profesores. Verlo emerger de una de sus acostumbradas siestas en clase y recitar de memoria todos los ríos de Europa o todos los huesos o músculos del cuerpo se hizo tan habitual, que dejó de ser sorprendente y los profesores con tal de no pasar más el ridículo, terminaban dejándolo dormir para que no los abochorne.
Hasta que, con el correr de los años, se volvió ayudante de algunas profesoras. No era raro que Sara lo citara entre clases y estuvieran largos minutos trabajando en su despacho, preparando las clases de los próximos días
Mi romance con Moe continuó. Fuimos madurando y las hormonas trabajando, los arrumacos crecieron en intensidad y al cumplir dieciocho, festejando el ingreso a la universidad tuvimos sexo por primera vez.
No es que no hayamos tenido nuestros escarceos antes y no nos hayamos refregado mutuamente en la oscuridad, pero ese día fue especial. Aprovechando un viaje de su padre, Moro pidió las llaves de la casa de fin de semana a su madre, que se la entregó con una sonrisa de complicidad. Bajó a pedirle permiso a la mía para llevarme en su recien estrenado coche y ella se lo otorgó con un guiño de sus hermosos ojos a espaldas de mi amargo y celoso padre. Ese sábado de comienzos de verano partimos a confirmar nuestro amor.
Al arribar, sus empleados tenían todo preparado para nuestra llegada, nada más entrar, pasamos a los vestuarios a cambiar de ropa para ir a la piscina y decidimos hacerlo por separado para no romper el encanto. Esa mañana estrené un bikini pequeño de color negro que realzaba mi figura y resaltaba en mi blanca piel y Moro, un ajustado pantalón que marcaba generosamente su masculinidad y su desarrollada musculatura.
Nos sobamos poniéndonos protección solar entre risas, jugamos a las ahogadillas sin dejar de tocarnos por todos lados subiendo la excitación y después de comer, subimos a la recámara de sus padres a estrenar la nueva etapa de nuestro amor.
Me paré frente a él, me desprendí del corpiño disfrutando de su ansiosa mirada y le dí de beber de mis pechos para calmar su sed de pasión, sus inexpertos lametones seguidos de algunos descuidados y ansiosos mordiscos, produjeron corrientes de placer que erizaron mi piel.
Me desprendí de él bajando por su cuerpo y degustando su delicioso y trabajado cuerpo, viajando en busca del precioso tesoro, que aguardaba enhiesto bajo la tela de su bañador. Fuí bajando la prenda. y viendo asomar la enrojecida y babeante cabeza de mi deseo, hasta llegar al final y dejar su malla por las rodillas, para poder contemplar tan prodigiosa herramienta. Tan importante era su tamaño, que envolviendola con la mano, aún asomaba el rojo glande pidiendo ser saboreado.
No quise ser descortés y atendiendo tamaña ansiedad, lo introduje en mi boca para recibir sorprendida la abundante explosión de mi brioso galán. Halagada por la prontitud de su descarga, muestra evidente de la excitación que había sabido producirle, retuve sobre mi lengua las gotas de su simiente y lo tragué con muestras de verdadero placer.
A pesar de haber escuchado de mis amigas, el asco que les provocaba, me costaba entender que esa acuosa sustancia sin sabor, proveniente de la persona que amaban, pudiera producirles rechazo.
Nos desnudamos contentos entre risas y pasamos a ducharnos en la aparatosa bañera de sus padres, donde nos enjuagamos felices para bajar a la piscina y esperar hasta la noche para que mi amorcito se recupere y continuar la función.
Lamentablemente, uno propone y el demonio dispone, tan macho se sentía mi hombre por haberme entregado su simiente, tan importante por su soberbia actuación, que alardeando de hombría, estuvo toda la tarde al sol sin protección, terminando con su curtida piel de macho achicharrada por el sol.
Por suerte yo también había tramitado la licencia de conducir y al caer la tarde, pospusimos nuestros planes y volvimos a su casa conmigo conduciendo y él sentado al filo del asiento sin apoyar la espalda, dando evidentes muestras de dolor.
Llegamos entrada la noche para no llamar la atención y tras dejar el auto en el garaje, me pidió que entraramos a su casa sin alarmar innecesariamente a su madre y seguir nuestra fiesta en su cuarto, una vez le pasara el dolor.
Con sonrisas pícaras en el rostro abrimos la puerta sin hacer ruido alguno y pasamos a su cuarto en puntas de pié, muertos de risa al escuchar los gemidos de su madre provenientes de su cuarto, recibiendo las atenciones de su recién retornado marido. La pobre mujer, pensando que estaban solos, daba muestras expresivas de su explosivo placer sin contenerse, lo que sin proponérselo aumentaba el morbo de nuestra ignorada intrusión.
Tomé el after sun del baño de mi novio, le pedí que se desnude y me puse a la tarea de aliviar su quemazón. Teniéndolo boca abajo y después de aliviar su espalda, motivada por la larga y explosiva jodienda de mi cachonda suegra, se me ocurrió la picardía de meterle mi dedito pequeño embebido de crema en el culito,
El resultado fue inmediato, mi amado explotó en un orgasmo tan intenso, que dejó una marca del tamaño de una moneda de dos Euros en las sábanas y si bien se nos jodió la jodienda por el resto de la noche, estaba feliz. Acababa de descubrir una nueva forma de satisfacer a mi hombre.
Cambiamos la ropa de cama y extenuados por el largo día, nos dispusimos para dormir abrazados desnudos, disfrutando de nuestra recién inaugurada intimidad. Pero como dije antes, uno propone y otros disponen, Beatriz no cesó en sus lamentos por el término de dos horas, solo para descansar unos minutos y volver a empezar. Así toda la noche.
Era evidente que su esposo, después de tantos días sin verla, se había preparado químicamente para el encuentro y tenerla satisfecha. Cuando finalmente se calmaron, quedaban pocas horas de sueño.
No serían más de las nueve de la mañana, cuando me levanté dejando al extenuado Moe durmiendo en su cama y me puse a espiar para salir sin que me vean. Suerte que tuve esa precaución, porque justo en ese preciso instante salía Shemp del departamento contando un dinero, fruto de alguna chapuza que realizó a la mañana y siendo despedido por Beatriz, vestida con una bata, con un cariñoso besito en la boca.
A media mañana me llamó mi amorcito para invitarme a tomar un tardío desayuno en la confitería de la otra cuadra de casa, sus padres todavía estaban durmiendo y no quería molestarlos. Entusiasmada en mi nueva condición de mujer, me maquillé delicadamente, me puse un suave vestidito que realzaba mis curvas y me dispuse a esperarlo, ya que mi madre tampoco estaba en casa.
Como cada vez que mi padre estaba de viaje y acostumbrada a que yo me levante tarde, pasaba las mañanas de los domingos en la casa de mi abuela.
Moe bajó vestido con unas bermudas entalladas y una suave y rosa camisa suelta para no irritar su dolorida espalda, ese color le quedaba precioso y realzaba el color de sus ojos. Bajamos mirándonos enamorados y al salir del ascensor y abrir la puerta de calle, nos topamos con su padre, que recién llegado, estaba bajando las valijas de un taxi.
Mirándonos atontados por la implicancia del descubrimiento, lo saludamos tímidamente y nos marchamos a desayunar en silencio. A partir de ese momento nuestra relación cambió para siempre.
Una respuesta
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