septiembre 8, 2025

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Pagándole a mi madrastra con la misma moneda

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Desde que empecé a coger con la Viviane (mi madrastra), verla con mi papá se me ha vuelto una tortura. Sobre todo en las noches, cuando los dos se encierran en su cuarto y ella empieza a hacer ese show exagerado de gemidos. La muy zorra sabe que yo estoy al lado, escuchando cada grito falso, cada «¡Ay, papi, qué rico!» que suelta solo para que él se sienta el semental del año y le siga comprando sus bolsas caras y sus joyitas. Cada vez que los oigo, se me aprieta el pecho y se me revuelve la sangre. No aguanto más esa farsa.

Hoy no pude soportarlo. Desde temprano, la escuché reírse con mi jefe en la cocina, contándole cómo quería que le pagara otro viaje a Cancún. Ese tono dulce y falso que usa solo con él me hirvió la sangre. Así que, del puro coraje, agarré el celular y le marqué a Valeria, una chava del vecindario que siempre me ha tirado el rollo. Le dije que si quería pasar el rato en mi casa, que tenía ganas de verla. Ella, emocionada, aceptó al instante.

Cuando llegó, la Viviane estaba en la sala, viendo la tele con mi papá. Valeria es bonita, flaquita, pelo largo, pero ahorita me daba igual. Solo quería que la Viviane viera que yo también podía traer a alguien a la casa. Que no era el único que podía coger. La llevé directo a mi cuarto y cerré la puerta de un golpe. Valeria se rió, pensando que era pura calentura, y no tardó en empezar a besarme. Sus manos me bajaron el cierre del pantalón y sacó mi verga, ya dura del puro coraje y los celos. Se arrodilló y se la metió toda a la boca. La verdad, la chava mamaba rico, con ganas, ahogándose un poco pero sin parar. Yo me apoyé contra la puerta, con los ojos cerrados, pero en vez de pensar en ella, solo imaginaba a la Viviane escuchando desde afuera.

Le di vuelta a Valeria y la puse a cuatro patas sobre mi cama. Sin mucho preámbulo, se la metí por detrás. Gemía fuerte, pidiéndome más, pero yo solo podía pensar en castigar a la otra. Cada embestida era para que se escuchara en toda la casa. Para que la Viviane supiera que yo también estaba cogiéndome a alguien. Que no me importaba. Valeria se vino temblando, y yo acabé poco después, llenándole el culo de leche. Ella se fue feliz, creyendo que había sido una cogida romántica, y yo la dejé ir con un beso falso en la mejilla.

En cuanto cerré la puerta, me di la vuelta y ahí estaba la Viviane, parada en el pasillo con los brazos cruzados. Tenía los ojos echando chispas. «¿Qué te crees, pinche mocoso?» me escupió, y antes de que pudiera responder, me dio una cachetada que me dejó la mejilla ardiendo. El coraje me hervía por dentro, pero cuando vi su mirada, no era solo enojo… había algo más. Algo oscuro y caliente que me paralizó. Me agarró de la camisa y me jalo hacia ella. Nuestros labios se encontraron con una furia animal, mordiéndonos, luchando por dominar. Sabía a rabia y a deseo puro.

La arrastré hasta su cuarto, el mismo donde anoche mi papá había hecho su show para complacerla. La tiré sobre la cama, donde todavía olía a su perfume y al perfume de él. Le arranqué el short y la tanga de un tirón. Ella me arañaba la espalda, gruñendo: «¿Así tratas a las viejas que te gustan, cabrón?». No le contesté. Le abrí las piernas y escupí en su culo, lubricándolo rápido antes de meterle la verga de una vez. Estaba tan apretado que los dos gritamos. Ella enterró las uñas en mis brazos, dibujándome líneas rojas que luego sangraron, pero no me soltó. «¿Eso es todo lo que das?» me provocó, y eso me enloqueció.

 

Empecé a cogerla con una fuerza que no sabía que tenía. Cada embestida era una respuesta a sus gemidos falsos de anoche, a sus miradas de suficiencia, a su juego de zorra calculadora. Ella respondía mordiéndome el hombro, clavándome las uñas más profundo, retorciéndose debajo de mí como una fiera. «Sí, cabrón, así… pégame más duro…», jadeaba, y yo obedecía, azotándole las nalgas hasta que se le marcaron mis dedos en rojo. El sonido de nuestros cuerpos sudorosos chocando era brutal, primitivo.

La cambié de posición, poniéndola de rodillas con la cara enterrada en la almohada que usaba mi papá. Agarré de su cabello y le metí la verga aún más hondo, sintiendo cómo su culo se ajustaba a mi ritmo. Ella gimió ahogada, pero no era un gemido falso esta vez. Era gutural, real, como si se le escapara el alma. «Acábame, pinche malcriado… lléname este culo que tanto te obsesiona», gritó, y eso me terminó de llevar al borde. Me vine con un rugido, vaciándome dentro de ella hasta que me dolieron los huevos.

Nos derrumbamos juntos, jadeantes, cubiertos de sudor, sangre y semen. Ella se volteó y me miró con esos ojos que ya no escondían nada. «La próxima vez que quieras celarme», dijo con la voz ronca, «hacelo directo. No andes con pinches shows». Me mordió el labio antes de levantarse y ir al baño, dejándome tirado en la cama donde mi papá había dormido orgulloso horas antes.

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