Por
La noche que volví con mi marido
Parce, eso fue algo que ni en película. Después de tres meses separados por el peo de mi infidelidad, él apareció en la casa. Yo pensé que venía a reclamar, a insultarme, pero no.
Llegó con una mirada que no le había visto nunca. Oscura, intensa. «Norma,» me dijo, y con solo esa palabra supe que la cosa no iba a ser tranquila.
Sin más, me agarró y me empujó contra la pared del corredor. Me besó con una rabia que me partió los labios. Sentí el sabor a sangre y a él, una mezcla que me encendió toda.
«¿Te gustó que otro te diera, puta?» me susurró en el oído mientras me bajaba el short. Yo no pude responder, solo gemí.
Me llevó al sofá de la sala, el mismo donde nos sentábamos a ver telenovelas. Ahora estaba con las piernas abiertas y él arrodillado frente a mí.
Me abrió con sus dedos rudos de mecánico. «Esta conchita gorda fue la que le diste a otro,» dijo, y me escupió directamente en mi vagina. Fue asqueroso y excitante al mismo tiempo.
Luego se bajó el cierre. Su verga estaba enorme, palpitando de ira y deseo. «Vas a gritar mi nombre hoy, malparida.»
Me la metió de un solo golpe. Dolió, pero yo quería ese dolor. Quería que me castigara.
Cada embestida era un reproche. Cada gemido mío era una disculpa. El sudor le caía por la frente sobre mis tetas.
«¿Así te daba él?» me preguntó, agarrándome del cuello suavemente. «No,» jadeé, «nadie me ha dado así.»
Me volteó y me puso en cuatro sobre el sofá. «Quiero ver ese culo que no tienes,» dijo con sarcasmo, pero sus manos lo acariciaban como si fuera lo más preciado.
Me dio por detrás, agarrándome de las caderas con fuerza. Podía sentir cómo su verga me llenaba completamente. Mi vagina, siempre carnosa, se adaptaba perfectamente a su tamaño.
«Te extrañé, maldita sea,» gruñó, y por primera vez su voz sonó vulnerable. Esas palabras me llegaron más hondo que cualquier penetración.
Cambiamos de posición. Me senté sobre él, queriendo tener el control por un momento. Mis tetas le bailaban en la cara y él las mordía y chupaba como un hombre hambriento.
«Esta soy yo,» le dije, moviéndome arriba y abajo. «Solo tuya.» Era verdad, en ese momento no existía nadie más en el mundo.
El ritmo se hizo frenético. Los dos estábamos cerca. Sus manos en mis nalgas inexistentes, mis uñas clavadas en su pecho velludo.
«Voy a venir,» anunció, y eso me hizo explotar primero. Un orgasmo violento me sacudió, haciendo que me estremeciera y gritara su nombre como él quería.
Él soltó un gruñido animal y lo sentí palpitar dentro de mí. Estaba llenándome, marcándome como su propiedad nuevamente.
Nos quedamos jadeando, pegados, sin palabras. El silencio solo roto por nuestra respiración agitada.
Después, en la cama, me abrazó por detrás. «No vuelvas a hacerme eso,» murmuró contra mi nuca. «No, mi amor, nunca,» prometí, y lo decía en serio.
Esa cogida no fue solo sexo. Fue rabia, perdón, dolor y amor todo mezclado. Fue la manera en que nuestro matrimonio se curó.
A la mañana siguiente, cuando me desperté con sus brazos alrededor mío, supe que habíamos vuelto a empezar. Y esta vez, sería para siempre.
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