Por

Anónimo

diciembre 28, 2020

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La Dama De La Justicia

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Jonathan Klein se paseó nervioso por el pasillo una y otra vez bajo el escrutinio de la mirada de Ximena, la secretaria que atendía al público en la recepción del despacho de la abogada Eurídice Martensen Ulloa. Jonathan lo notó y se peinó un mechón rebelde hacia atrás, esperando parecer más calmado a lo impaciente que estaba a que llegara su turno. Para serenarse, tomó asiento en uno de los cómodos sillones y se dedicó a observar su alrededor.

El salón tenía una decoración tan sobria como majestuosa, una combinación exquisita para visualizar, como también pretenciosa. Las paredes estaban pinceladas por un profundo azul helénico, donde colgaban hermosos cuadros como; El tres de mayo de Francisco de Goya. A su lado, posaban orgullosas obras como La muerte de Sócrates de Jacques Louis, La muerte de Julio César de F. H. Fuger y una escultura tamaño real de La Dama de la Justicia.

Esta última fue lo primero en que reparó cuando llamó a la puerta y puso un pie en ese lugar, pensando que estaba tomando una de las mejores medidas para apelar a la defensa de Boris Alessander Vial.

Todo estaba pulcramente arreglado y, con una distribución de los muebles, plantas y asientos en el espacio, completamente pensados. Como cada cosa en la vida de la señorita Martensen. Nada era al azar o pronosticado a ser algo que no fuera el éxito cuando se hablaba de ella. Por esto había logrado tener tanto poder en el rubro. Era una persona que dedicó su vida a su desarrollo intelectual y profesional. Era intachable. Por eso estaba ahí.

No era estúpido. Sabía que necesitaba su ayuda para continuar este caso. Con su experiencia y el últimamente deplorable sentir que le atravesaba estaba en tal escala, que el dolor de cabeza que le hacía marearse en las audiencias se tornó insoportable, desconcentrándolo de su labor. Así, decidió agendar una cita con su médico para un chequeo completo. Para su sorpresa, los resultados arrojaron el descubrimiento de un tumor benigno en el cerebro y apenas tenía que comenzar el tratamiento.

Sin embargo, no estaba asustado. No se iba a morir, no era un tumor maligno y -por suerte-, fue detectado a tiempo. Mas, era incapaz de decir no a los casos nuevos. No porque no pudiera negarse a los pedidos de las personas, ni porque tuviera miedo de decir, -no quiero, no me gusta, no tengo ganas-. Aprender a decir que no era un lujo que en su juventud le había tomado años adoptar. Era tan sano como decir que sí, puesto que, si el otro se ofende, es problema suyo. Aunque ahora era diferente. Necesitaba el dinero y tenía cuentas que pagar. Por lo tanto, decidió acudir a su vieja amiga Eurídice.

Al otro extremo de la habitación, Eurídice Martensen se encontraba en su despacho haciendo el papeleo para mañana. Era tarde y la hora de irse a casa se acercaba con lentitud, hasta que sonó el teléfono.

—Señorita Eurídice, hace quince minutos hay un señor llamado Jonathan Klein que le quiere ver. —Hizo una pausa. —Dice ser amigo tuyo y que no necesita pedir una cita para hablar contigo. ¿Quiere recibirlo o lo echo? No me fío de este tipo, tiene una pinta muy rara.

Eurídice se quedó perdida en sus pensamientos un momento. ¿Jonathan Klein? Había oído ese nombre antes, pero no recordaba de dónde. Frunció el ceño y pulsó un botón:

—Gracias Ximena, hazlo pasar enseguida. No te preocupes por él, yo lo sabré manejar.

A los pocos segundos la puerta se abrió estruendosa, revelando a un inexpresivo hombre de brillante cabello canoso, desordenado, delgado, de baja estatura y ropa desgarbada. Era Jonathan Klein. Eurídice reprimió una risita, sin poder creer qué hacía Jonathan ahí. Hace años que no sabía nada de él, desde que terminaron su doctorado en la universidad.

—Señor Klein —dijo animada. —Dichosos los ojos que lo ven. —Habló alzando las cejas burlona.

Se levantó de la silla giratoria e hizo ademán de ir a abrazarlo. Él la recibió encantado. 

Al fin alguien se alegraba de verlo, no como esa horrible secretaria suya.

—Maldición Eurídice. —Bufó. —Dime, ¿tienes idea de lo difícil que es conseguir unos minutos de tu tiempo? —espetó dándole la media sonrisa con la cual engatusaba a sus conquistas para llevárselas al dormitorio. Hace años aprendió que no daría resultado con ella, pero como él era un necio, nunca aprendería.

—No es difícil si te esfuerzas lo suficiente, cariño. Pero hoy es tu día de suerte. —Eurídice miró la hora en su reloj y preguntó. —¿Qué te trae por estos lados? —Apuntó a una de las elegantes sillas de cuero blanco. —Puedes tomar asiento. ¿Te puedo ofrecer un café? —Lo observó divertida. —¿Quizás algo más fuerte?

Eso era ir directo al grano. Sin aquellos educados preliminares preguntando por amigos que no interesan ni novias que ya no tenía. No, ella no era así. Seguía siendo la mujer pragmática y concisa que recordaba. Sin dilatación, iba a hacer de esto un asunto breve.

—No, gracias. Paso por esta vez. Verás, vengo por negocios. —hizo una mueca. —Necesito que me eches una mano con un caso. ¿Estás disponible? Me van a pagar una buena pasta por litigar. Se trata del hijo del ayudante del fiscal. —Estudió su rostro jubiloso que asiduamente se tornó serio en dirección al gran ventanal de la sala. —¿Qué dices colega? ¿Subes a bordo?

—¿Quién es el padre? Puede que lo conozca —agregó intrigada. —¿Y qué tan grave es la situación para que, al hijo del ayudante del fiscal no le pueda salvar el culo su propio padre?

Jonathan suspiró y se acarició la nuca con cansancio.

—Su padre es Andrew Vial. Acusaron a su hijo de homicidio en primer grado. No puede salvarle el culo a su hijo de 14 años porque representa un conflicto de intereses, como ya sabrás. A pesar de las circunstancias, sé que estará más que dispuesto a colaborar. Afirma que su hijo es inocente —rió —bueno, ¿es que qué acusado no lo es antes del fallo?

Eurídice abrió mucho los ojos y se removió incómoda en su silla como si hubiese recibido un puñetazo.

No. No podía ser él. ¿Andy? ¿Podría ser el mismo hombre que había amado tanto y que le había hecho tanto daño? El que tras abandonarla por perseguir a otra mujer, le había dejado el corazón tan roto, que cuando bailaba, ya no se escuchan sus pasos, sino cristales rotos.

¿Sería ese su Andy? 

—Vial… —vaciló apoyando la barbilla en sus nudillos. —Cuenta conmigo —afirmó sin pensar. ¿Qué le ocurría a esa lengua suya imprudente?

—¡Excelente! —murmuró eufórico. —Te dejaré la dirección de mi despacho con tu secretaria. Está en un centenario edificio victoriano cerca de Harvard Square. Normalmente trabajo con una chica recién egresada, Ellen, pero tomó su post-natal y sólo estamos la señora Wurtz, que es mi contadora y yo. Podemos fijar tu parte de los honorarios mañana. ¿Te parece?

No, no le parecía. Mas, ya era demasiado tarde para retractarse o mostrar algún signo de arrepentimiento. Eurídice Martensen Ulloa no era ninguna cobarde. Nadie ni nada podía asustarla, nunca más.

—Te veo mañana en la tarde sin falta —dijo estirando el brazo para estrecharle la mano. —Déjale tu número a Ximena, cielo. Arreglamos cuentas luego. —Le guiñó un ojo y lo acompañó a la salida.

Al pasar por recepción y dejar todos sus datos, Jonathan muy contento, buscó en la seria secretaria algún síntoma de desconfianza hacia su persona, pero al finalizar ella le sonrió con coquetería, a lo que el abogado respondió con similar expresión de desprecio con que ella lo había atendido en primer lugar, mostrándole la lengua como un crío y retirándose de buen humor del despacho de su colega.

 Al día siguiente.

 

Andrew Vial estaba atónito después de la conversación de su última llamada. Jonathan Klein -su abogado-, lo había llamado para informarle que habría otra abogada sumada a la defensa. Su nombre era Eurídice Martensen Ulloa, y si por algún motivo Klein se ausentaba en algún momento, ella tomaría el caso.

En efecto, eso no representaba mayor problema. Los abogados litigantes se aliaban con colegas todo el tiempo. El verdadero inconveniente en todo aquello, era que él conocía solamente a una persona con ese nombre y, probablemente no tendría el mejor concepto de él. Luego de abandonarla hace años por ir tras el estirado, bonito y sofisticado trasero de Camila, su esposa.

Se preguntó nervioso, si se trataría de ella. Sería demasiada coincidencia que se tratase de ella, ¿verdad? Debían existir un montón de Eurídice Martensen en el mundo, aunque muy pocas que fueran abogadas de profesión como él. De todos modos, lo sabría dentro de unos minutos. Mientras tanto, intentó no pensar en eso, palmeando con aire protector la espalda de Boris y sonriendo a Camila, pero sólo se formó una horrible mueca en su rostro. Estaba preocupado y cada vez resultaba más complicado ocultarlo.

Boris lo sacó de su ensoñación y se soltó todo tipo de contacto diciendo:

—Son las seis, deberíamos entrar.

Camila asintió y Andrew se desabrochó el cinturón de seguridad con las manos sudorosas.

La pequeña familia Vial Aranda procedió a salir del vehículo sin la menor emoción en sus rostros. Una acertada recomendación por parte de Jonathan, porque cualquier cosa que hagan o dejen de hacer puede ser utilizado en su contra. Si lloraban, los medios dirían que era un llanto fingido. Si sonreían, lo tomarían como una burla hacia la familia Bulo. De cualquier manera, buscarían alguna excusa acusarlos de ser culpables. Él sobretodo, por elegir ser un buen padre y un mal hombre por encubrir a un asesino. Pero eso no era del todo cierto. Para él, Boris era inocente y jamás creería otra cosa. Dios, era su hijo, nadie debería conocerlo mejor que él.

A pesar de que se demostrara que estaba en lo correcto, Andrew sabía que su carrera en la fiscalía estaba arruinada. Tendría que arreglárselas por otras ramas después de acabar toda esta hecatombe en que se había convertido su vida.

Boris fue el último en cerrar la puerta del vehículo y la familia Vial se encaminó sin prisas hacia el despacho de su abogado. Sus pasos sincronizados parecían ser las huellas de pájaros en el aire, mientras el frío abrazaba sus cuerpos protegidos por el abrigo.

Aguardaron tranquilos en la entrada del bufete, cada miembro sumido en su propio mundo, como el infierno personal que jamás se exterioriza, atrapados en laberintos de senderos ininterrumpidos de caminos que nunca podrán ser cruzados. Ninguno hallaría la salida por sí sólo. Por eso necesitaban estar unidos, a Jonathan y cualquiera que les pudiera despertar de esa pesadilla, incluso si se trataba de su ex novia Eurídice.

Al otro lado de la pared, Klein y Martensen estaban en el despacho planeando una teoría del caso con los datos recopilados. Fiscalía no portaba con una cantidad fidedigna de pruebas para formalizar a Boris. El informe policial y la exposición de la acusación que presentaría Francisco Torras Silva en la próxima audiencia, carecía de pruebas contundentes para probar que el chico lo había hecho. Por otro lado, el cuchillo encontrado cerca de la escena del crimen del informe forense no coincidía con el que se usó para asesinar a Marcos Bulo y Boris Vial era el único sospechoso. Su huella dactilar era la única historia que el jurado conocía y necesitaban desacreditarla sin que el acusado testificara. ¿Por qué?

Eurídice sabía que algo no andaba bien con Boris. Aún no había querido comentarle su inquietud a Jonathan, pero su repentina huida durante durante la orden de detención, los testimonios de los demás chicos de la escuela sobre su extraño comportamiento y el hostigamiento que recibía por redes sociales acusándolo de haberlo echo por la engorrosa relación que mantenía con la víctima, no hablaba especialmente bien de él. Quizás era un chico estúpido, torpe y con miedo o no. Por eso, escribió una lista de preguntas que haría Jonathan, una suerte de interrogatorio para comprobar contradicciones en su versión de la historia.

Dieron las seis de la tarde y el gran reloj en forma de ancla del despacho emitió su -ding dong- tres veces anunciando que había llegado la hora. Finalmente volvería a ver a Andrew Vial o a un perfecto desconocido. El cerebro de Eurídice esperaba que fuera la segunda y su maltrecho corazón la primera.

Cuando Eurídice repasaba por cuarta vez el listado, revisando que no se le escapara ninguna pregunta, llamaron a la puerta. La abogada tembló ligeramente intentando contener el torbellino de emociones que amenazan con derrumbarla, dejando caer la hoja de su mano. La recogió rápidamente y la señora Wurtz abrió la puerta, asomando su cabeza para anunciar la llegada de los clientes.

—Señor Klein, señorita Martensen. Han llegado los Vial.

Asintieron al unísono y Jonathan dijo:

—Que pasen por favor, los estamos esperando.

La señora Wurtz sonrió, haciéndose a un lado para dejarlos entrar.

Primero apareció el chico, Boris. Su aspecto la decepcionó un poco. Boris, con unos jeans grises, una camiseta azul oscuro y una capucha burdeo con unas zapatillas a juego. No tenía gran parecido a su padre, al contrario, parecía tan pálido y delicado como su madre. 

Camila Aranda hizo su aparición con unas gafas sexys de maestra rural y un jersey de lana ligero, como el de miles de madres afuera. Era alta, delgada y bella, pero no tanto como en sus recuerdos. Su piel blanca ya no era de un pálido cremoso, sino, de una palidez casi traslúcida, fantasmal. Su larga cabellera achocolatada era ahora más corta y sus ojos. Sus ojos oscuros que alguna vez brillaron felices por ir de la mano de Andy, eran ausentes y gélidos. A su expresión atormentada le colgaban unos anillos en forma de ojeras amoratadas con unas arrugas que nunca había visto en ella y entendía por qué. Para las madres era distinto. Ver a su hijo implicado en un asesinato no hace más que echarte años encima.

Y para terminar, ingresó Andrew Vial.

Estaba más viejo, pero lucía como un roble. El espeso cabello castaño oscuro de su juventud y días de gloria, ahora estaba más corto salpicado por leves rayos de luz canosos y el asomo de unas entradas no muy prominentes. La incipiente barba que alguna vez brotó de sus mejillas como pelusas que le hacían cosquillas en cada beso, era gruesa y abundante, perfectamente alineada. La piel de su rostro estaba agrietada por el paso de los años, con un cuerpo más ancho, más imponente y más trabajado. Era aún más guapo que en sus recuerdos.

Sus oscuras cejas se elevaron con sorpresa y su mirada azul la reconoció al instante. Entonces lo supo. Era Andrew Vial Piffier.

Eurídice se levantó para presentarse.

—Buenas tardes —habló con voz firme. —Soy la abogada Eurídice Martensen Ulloa. Diplomada en Dirección y Gestión del Capital Humano, Psicología del Derecho y Derecho Penal General. —estiró la mano para saludar. —Como mi colega Jonathan Klein ya les habrá informado, desde este momento formo parte de la defensa del cliente Boris Alessander Vial Aranda. Encantada de conocerlos —dijo con cinismo —esta es mi tarjeta —agregó entregándole una a cada integrante.

Camila, con las palmas frías y pegajosas le dio un suave apretón, mirándola con educada confusión. No recordaba quién era y su mente intentó unir lazos sin hallar respuestas. Eurídice entendía por qué. Andy y ella comenzaron a salir poco después de que él la dejara. Nunca se confrontaron directamente porque no lograron conocerse oficialmente. Al principio la odiaba, no podía negarlo. La había culpado erróneamente durante mucho tiempo por haberle robado al ser que tanto amó. Pero después de pedir el traslado a otra universidad, lejos de su felicidad, lo entendió todo.

Ella solo se había enamorado del mismo hombre. Y éste la había escogido. Tan simple y complicado como eso.

Pasaron meses para que Eurídice lo asimilara. Estaba herida y había perdido el rumbo, pero lo superó. Las lágrimas, que tienden a ser más ardientes en la soledad, cesaron. Despertó una mañana de otoño decidida a acabar con ese comportamiento patético y autodestructivo. No fue fácil, mas su extraña costumbre de no contar nada a nadie, la ayudó a controlar la tormenta dentro sin llamar la atención. El tiempo hizo lo suyo y su sed de conocimiento se desbordó. Sí, todo pasa. Pero primero te atropella.

Boris le tendió su mano huesuda sin ganas. El chico de largos y finos dedos apenas la tocó.

Andrew fue el que más se demoró en reaccionar. Sus labios apenas visibles por la barba que camuflaba sus facciones, estaban medio abiertos por la sorpresa. Su ex novia iba a defender a su hijo. El hijo que nunca quiso tener con ella.

El terminante apretón fue el más largo y Andrew sintió que su mano quemó durante los cinco segundos que duró el contacto. Eurídice había cambiado mucho. Sus rizos de cabello de ángel rojizo, estaban sueltos y largos, algo alborotados, como si un hombre se hubiese pasado horas jugando con ellos haciendo el amor en el dormitorio. Su piel trigueña era luminosa, con arrugas casi invisibles. Sus labios carnosos, perfectamente pintados, formaban una línea seria  y dura como el granito, los cuales no le sonreían como ayer. La única evidencia que le dejó el paso de los años eran sus ojos. Seguían siendo tan verdes como los olivos, pero eran secos, fuertes y le observaban a miles de kilómetros de distancia, tan lejos de su alcance a pesar de los dos pasos que los separaban. Sin duda, Eurídice parecía una persona que había visto el mundo demasiado cerca, lo suficiente como para decepcionarse. Era poderosa, segura, feroz.

Si Dios había creado el mundo en un día, Eurídice lo destruiría en un segundo.

—Tomen asiento por favor —indicó Jonathan, apuntando las sillas frente a su escritorio.

—Bien —dijo Eurídice acomodando los papeles y sacando una libreta y un bolígrafo —esto es solo el material inicial que ha mandado Francisco Torras. Lo único que tenemos es la acusación y algunos informes policiales, así que obviamente aún no tenemos todas las pruebas procesales. Pero disponemos de una impresión general de los cargos contra Boris. Al menos podemos empezar a hablar e intentar hacernos una imagen de cómo proseguirá el juicio. Podemos empezar concluyendo qué tenemos que hacer desde ahora hasta ese momento.

Klein se dirigió a Boris.

—Boris, antes de que empecemos, hay un par de cosas en particular que quiero decirte…

Jonathan hizo el uso de un tono paternal y de la psicología en un discurso dedicado a transmitirle palabras de apoyo, calma y seguridad. Claramente, estaba preparando su comportamiento en el tribunal. No quería que Boris titubeara, le entrada el pánico y que saliera corriendo a la menor provocación. La familiaridad que infundía su voz, le entregó confianza en su monólogo de cinco minutos. El chico tenía que entender a toda costa que ellos eran los buenos. Tenía que aprender a confiar en su palabra y no ocultar cosas como seguramente hace con sus padres. Éran sus abogados, no sus amigos. Aunque Eurídice dudaba si Boris había tenido amigos alguna vez. Solo estaba ahí sentado, como si esto se tratara de un asunto de adultos y no con la privación de su libertad.

Eurídice tomó notas en silencio, como una erudita mientras Jonathan daba pie a la ronda de preguntas. Notó como Camila no dejaba de mover los pies, una y otra vez generando un tap contra el piso. Estaba nerviosa, y cada vez que cruzaba la vista con Andy, lo miraba con reproche, inquieta, disgustada. ¿Problemas en el paraíso? ¿Le habían asegurado que tendría un matrimonio feliz y no resultó ser lo que esperaba? Cuando abría la boca para decir algo, la cerraba casi de inmediato, insegura. La experiencia le dijo a Eurídice que olía una confesión.

Llegaron a la parte acerca de Vicente Agurto y la tensión en la sala se hizo insoportable.

Camila dijo:

—Hay otra cosa.

Hubo una sensación curiosa en la sala. Una sacudida. Camila echó una mirada de recelo alrededor de la mesa. De pronto tenía la voz ronca, tomada.

—¿Y si dicen que Boris ha heredado algo, una especie de enfermedad?

—No entiendo —dijo Jonathan. —¿Heredado qué?

—Violencia.

Boris:

—¿Qué?

—No sé si mi marido se los ha contado. Nuestra familia tiene un historial de violencia. Por lo visto.

Andy se agarró a los brazos de la silla con los nudillos blancos, como si estuviera a punto de caerse a un precipicio. Boris miraba a sus progenitores histérico mientras habría la boca, bombardeándolos con preguntas. Andrew tragó saliva rojo de vergüenza, sintiendo como la ira subía por su columna vertebral y Eurídice sabía por qué.

Cuando fueron pareja y llegó el momento de conocer a sus respectivas familias, Eurídice descubrió algo horrible. Andrew, preocupado de ser juzgado como lo estaba haciendo en ese momento la que era su esposa y su hijo, le confesó su origen. En su árbol genealógico, los hombres de su familia tenían un grave historial de violencia. Su abuelo, tátara abuelo y hasta su propio padre -a su gusto, el peor de todos- eran asesinos. Especímenes de la peor calaña. Fue complicado de creer en primer lugar, que alguien tan bueno como Andy, pudiese provenir de gente con la cabeza tan retorcida. Sin embargo, eso jamás fue impedimento para no seguir a su lado o causa de alguna discusión. En todo lo que duró su relación Eurídice no se lo echó en cara. Jamás juzgaría a una persona por algo que no hizo.

Para Andrew fue un verdadero alivio al ver como Eurídice rápidamente lo comprendió. Para ella nunca sería el hijo del sanguináreo Sergio Vial sólo Andy Vial. A diferencia de Camila. Su esposa nació en el seno de una familia establecida y privilegiada, rodeada de chicos listos y sofisticados. Si le hubiese contado que su padre existía y que estaba preso, nunca habría aceptado a salir con él.

Eurídice y Jonathan mantuvieron un respetuoso silencio, a la vez que Andrew se recuperaba del bochorno. Eurídice no podía creer que aún después de tanto tiempo Andy no se lo mencionara a su propia familia. Era más que obvio que se vió obligado a sacarlo a la luz. Tarde o temprano Torras lo descubría y tenía que estar preparado. Su matrimonio estaba construido en una base de mentiras y secretos.

Eurídice en un arrebato de compasión, intervino.

—Señora Vial, este tipo de prueba no sería en absoluto admisible. De todas maneras y por lo que yo sé, la tendencia genética a la violencia no existe —intercambió una mirada significativa con Andy. —Por lo visto, usted se ha enterado recientemente, por lo que, -asumo- que si su esposo hubiese presentado la actitud que hace mención el gen homicida, no se hubiese casado con él. Si no es cierto lo que estoy hablando, sáqueme de mi error.

Camila se puso todavía más pálida y tartamudeó sin saber qué decir.

—Yo cr-eo, creo que…

—Escúcheme bien Camila —la interrumpió. —Si el fiscal Torres Silva se atreve a solicitar pruebas de ADN para generar una argumentación de tipo gen homicida, no existe jurisprudencia que lo respalde. Sólo un abogado tramposo acudiría a un argumento tan patético y calumnioso, sacado de un portal que seguramente cualquier idiota buscaría en Google. Si lo hace, lucharemos con uñas y dientes, y Francisco Torras Silva lamentará haber nacido para decir tal estupidez.

Luego fijó sus fieras esmeraldas esceptisistas en Boris.

—Y usted, joven Vial… —hizo una pausa asegurando que el chico tenía toda su atención puesta en ella. —Para que sepa, la imitación es una de las formas básicas de aprendizaje, copiamos conductas que nos parecen adecuadas y que nos generen buenos resultados —miró a Andrew de reojo. —Hasta donde Jonathan y yo manejamos, usted no está rodeado de malos ejemplos que pueda imitar, además de que usted afirma ser inocente. ¿Verdad?

—Si, per…

—Silencio. Aún no he terminado —lo cortó. —Su padre prácticamente no tuvo relación alguna con el que es su abuelo. Hasta este momento, usted no sabía quién era él o qué es lo que hizo. Siempre ha estado protegido de toda esa carga emocional ligada a el linaje que ha soportado en silencio su padre, Andrew Vial. Así que, debería guardar la calma y no actuar como si el gen homicida tuviera algo que ver con lo que se le acusa.

Jonathan reprimió una risita. La conversación no tenía nada de gracioso, pero Eurídice no había cambiado ni un poco desde que la conoció en el magister. Calló ostensiblemente y consideró que no tenía nada más que agregar. La familia Vial Aranda se había quedado muda. En el despacho, la incomodidad era tan evidente que podrías tomar un cuchillo y rebanarla.

Andy era el más agradecido con las palabras de Eurídice. Si había atravesado su mente el pensamiento de que ella habría vuelto a su vida en una suerte de venganza, no podía estar más equivocado. La abogada Eurídice Martensen Ulloa era una profesional en todo el sentido de la palabra. Estaba impresionado y no podía dejar de mirarla con admiración y cierta recriminación hacia sí mismo. Ella era más lista que él, menos prejuiciosa y no dejaba la puerta abierta a estupideces. Era excepcional, brillante, única y la había dejado ir.

De pronto se encontró observando a Camila, que no hacía más que fingir que tenía el control y que no se estaba dejando llevar por las emociones. Estática en su lugar, sin saber qué esperar ya de él o de su propio hijo. Por primera vez, luego de tantos años a su lado, se preguntó si su matrimonio sobreviviría después de que acabase todo esto.

—Jonathan, Eurídice, mi esposa está ofuscada. No habíamos hablado de esto hasta anoche. La culpa es mía. No debería haberla agobiado con esto ahora, ni a ella ni a Boris.

—Procure no ocultarnos nada más señor Vial. Si usted o alguno de ustedes lo hace, Boris será el único perjudicado —amenazó Eurídice.

—Creo que es hora de ir a casa —susurró Camila, sin fuerzas.

Jonathan asintió y dijo:

—Estoy de acuerdo, ha sido un día difícil para todos. Vayan a descansar —hablando a Andrew. – Aunque me preguntaba si podemos retenerte más tiempo. Sé que no estás yendo a la oficina y te haz dedicado a investigar a Alfredo Felipi por tu cuenta —miró su reloj. —Yo me tengo que ir a recoger unos encargos, pero Eurídice se quedará aquí y me gustaría que la mantengas al corriente de lo que tienes.

—Para quedarme necesito las llaves del despacho Jonathan —dijo sonriendo por primera vez en toda la tarde.

—Tienes razón —sacó unas llaves de su bolsillo izquierdo. —Ten. Son casi las ocho. La señora Wutz se ha ido, no te preocupes por ella.

—De acuerdo.

Volteó a ver a Andy.

—¿Qué dices Andrew?

Andrew miró la hora es su reloj y alternativamente a Camila, Boris y Eurídice. Ni en sus peores sueños imaginó que estarían todos ellos en la misma habitación.

—Me quedo, pero iré a dejar a Camila y Boris primero.

—No es necesario, yo puedo hacerlo —se ofreció un Jonathan afable.

—Gracias Jonathan —agradeció Camila —Boris y yo te esperaremos abajo. —Y salió dando un portazo sin despedirse de tu marido.

—Eurídice el archivo del caso Felipi está en la litera en la parte más alta —dijo palmeando la madera del escritorio. —Llámame si necesitas saber dónde está cada cosa. Siéntete como en tu despacho. Lo mío es tuyo —afirmó guiñándole un ojo, marchándose.

Andrew salió de la oficina, viendo como la escuálida y pequeña silueta de Jonathan se perdía en el pasillo, confirmando que no quedaba nadie en la planta además de ellos dos. Volvió a ingresar al despacho sin hacer ruido y cerró la puerta con suavidad. Buscó a la pelirroja en la única sala iluminada del bufete y la halló delante de la gran estantería de Klein, encaramada, arriba de una silla que había arrastrado hasta allí, sin los altísimos zapatos de tacón, procurando alcanzar el archivo Felipi sin necesitar pedirle ayuda a él.

Dio por sentado que si se ofrecía a ayudar iba a recibir un gran no por respuesta, por lo que se entretuvo unos segundos viéndola. Físicamente no había cambiado nada, Eurídice con los años que tenía, probablemente provocaría suspiros y quitaría el aliento. Su bleiser de color verde persa a juego con su falda entallada le hacía honor a su figura y su trasero respingón. Sus piernas tostadas estaban descubiertas a pesar del frío que estaba haciendo afuera y las ondas de su cabello parecían lava deslizándose por la espalda. Pudo haberla observado toda la tarde, pero cuando la vio a punto de resbalar del asiento, sus reflejos fueron más veloces que mil motores y corrió en su dirección, salvándola de una caída estruendosa.

Andrew la levantó sin el mayor esfuerzo y se lamentó tan rápido como sintió su cuerpo. Eurídice ahogó un grito y miró furiosa a Andrew mientras él olía el delicioso y delicado aroma a lilas que Eurídice desprendía. Seguía oliendo igual que hace más de quince años.

—Suélteme señor Vial.

Esperar un gracias y pensar que existía una tregua después de lo de hace unos minutos sería demasiado pedir y Andrew no se extrañó de su osco y mesurado tono de voz. Tampoco de que se empeñara en llamarlo señor Vial y no Andy como hizo en otra época. Lo que realmente le extrañó es la ausencia de una alianza en el dedo anular.

—Deje a un lado su orgullo abogada, que pedir un poco de ayuda no le vendría mal. Así no tendría que ampararle de una caída tan fea. Puede darme las gracias luego —emitió con sequedad. En menos de dos horas, se había reencontrado con un viejo amor del que no sabía nada en muchos años y esta, iba a intentar probar la inocencia de su hijo. Ahora la tenía entre sus brazos, pero nada era igual que antes. Ella estaba cambiada. Era una desconocida, no sabía ya a quién poseía en sus manos.

—Se las daré después de que usted me agradezca sacar a su hijo de la cárcel. Claro, siempre y cuando no tenga más secretos que contarnos.

Andrew refunfuñó soltándola como si fuera venenosa y se subió a sacar el archivo Felipi mordiéndose la lengua. Eurídice se puso los altísimos tacones, y caminó hasta el asiento en la silla de Jonathan como si fuese suya, apoderándose de la situación. Andy bajó y arrastró la butaca de vuelta a su lugar, para sentarse frente a Eurídice.

—Alfredo Felipi asesinó a Marcos Bulo, no mi hijo —aseguró entregándole la carpeta con el expediente y desabotonando el nudo de su corbata a rallas.

—Pero la huella dactilar que hallaron en el informe forense es la de Boris y el policía que entró a su domicilio con una orden de allanamiento dice que se resistió a que ingresaran y que no estaba el cuchillo que su hijo mostraba en la escuela a sus compañeritos —se fijó que aunque no hubiese nadie más alrededor, ella no lo tuteaba —su hijo pasa por ese parque todos los días y cuando encontró a Marcos no llamó a la policía, a emergencias, ni siquiera a su papá que ejerce funciones como fiscal de Mortandad. Su versión tiene inconsistencias y Francisco no tardará en hacérselas notar al jurado. Dígame, ¿qué hacía Boris yendo a la escuela con un arma blanca y qué ocurrió con ella que no la encontraron?

—Felipi es un pederasta. Él espiaba a Bulo, no Boris.

—Marcos acosaba a Boris. Le decía que era un marica y le hacía la vida imposible. No crea que me dejo engañar señor Vial. Yo sé que Marcos Bulo no era un blanca paloma, pero su hijo tampoco lo es. ¿Qué pasó con el cuchillo de Boris?

—Yo lo tiré. Fue antes de que se le acusara de ser el principal sospechoso. Ni Camila ni yo lo autorizamos a tener uno, así que cuando lo hallé, lo tiré. Lo estaba protegiendo de su propia estupidez.

—Lo estaba encubriendo. ¿Es eso?

—¡No! —gritó Andrew incorporándose sobresaltado. —Hice lo que cualquier padre haría en mi lugar. Es solo un chico.

Eurídice se levantó para enfrentarlo.

—¡Un chico que es acusado de cometer homicidio en primer grado!

—Él no lo mató. Pero usted tampoco confía en él ¿Cuál es su problema señorita Martensen? ¿No le cree a Boris? Si no lo hace no debería estar haciéndome perder mi tiempo. ¿Es por despecho Eurídice? ¿Qué pretendes al aparecer aquí después de tanto tiempo?

—¡Esto no es por usted! Es por Jonathan.

—Por Jonathan…. ¿Te estás acostando con él? ¿O lo estás utilizando para llegar a mí? —dijo agarrándola de la muñeca —respóndeme.

Eurídice colérica, perdió el control y con la mano libre le dio una bofetada tan sonora que retumbó en todo el cuarto. Fue un eco violento que nació de un golpe inesperado. La tirria la hacía verse más humana que la frialdad de su educación protocolar.

—No me vuelvas a hablar así Andrew Ismael Vial Piffier, ¿me escuchaste?

Andy la soltó sobándose la mejilla abofeteada.

—¿Por qué has estado actuando como si no me conocieras? Señor Vial, ¿en serio? ¿qué es esa mierda? Tal vez Camiña no te reconociera, pero yo sí Eurídice.

—Esto es trabajo —se cruzó de brazos, provocando que se le acentuaran sus pechos. —Estoy procurando tener una actitud profesional ante este caso.

Andrew rodeó el escritorio, quedando a la espalda de ella.

—Profesional —repitió con amargura, dolido y desorientado —¿Te parece profesional defender al hijo de tu ex pareja? porque a mí no —murmuró irritado. Ella procuraba evitar el contacto visual —¡Mírame cuando te hablo!

Eurídice se volteó para confrontarlo. No estaba acostumbrada a que nadie la acorralara hasta sentirse pequeña e insignificante.

—¡Entonces por qué no se lo dijiste a Jonathan en cuanto entraste por esa maldita puerta!

—¡Por la misma razón que tú seguiste ahí sentada cuando supiste que era yo! —Andrew respiraba endemoniado. No soportaba tenerla tan cerca y no poder tocarla. Quería hacerlo, quería recordar viejos tiempos. La fuerte química sexual entre ellos era algo difícil de olvidar. Tenía que sentirla de nuevo o se volvería completamente loco.

Vial dio dos grandes zancadas hasta que extinguió por completo la distancia entre ellos e inclinó la cabeza para un gran beso. Un beso brusco, agresivo, lleno de recuerdos. Fue un acto impulsivo e impertinente, como pocas veces había sido en la vida. Eurídice abrió la boca estupefacta y le siguió el beso furiosa, incapaz de detenerse. Andrew le ahuecó el rostro entre las manos y le raspó la suave piel de sus mejillas con la barba. Había pasado tanto tiempo desde que habían estado juntos. Ella tuvo muchas otras parejas, pero ninguna pudo despertar el apetito sexual desbordado que le provocaba Andy. Él por otro lado, olvidó todo. Volvía a ser joven y verdaderamente amado por quien era y no por quien aparentaba ser. No existía Camila, ni Boris, ni el idiota de Torras. Sin secretos, responsabilidades, ni crímenes que resolver, sólo estaban Eurídice y él gobernados por la sed de sus cuerpos.

Andrew la estrechó contra sí mientras Eurídice se estiraba para desanudarle la corbata y desabotonarle los pequeños botones de la camisa depositando besos en la caliente piel de su cuello. El bleiser verde persa voló por el despacho y Andy tuvo mejor acceso a sus pechos percatándose de que no llevaba sostén. Durante toda la tarde había estado evitando mirarle el escote, pero ahora no lo detendría nadie. 

Una mano la utilizó para acunar su seno izquierdo y con la otra fue levantando el dobladillo de la falda poco a poco. Los pezones de Eurídice se irguieron por la caricia y jadeó contra su boca al advertir la inflamación de su necesidad, mandando una puntada directamente a su ingle. La sensación era agónica y el calor era insoportable.

Dejó que Eurídice le quitara la camisa y le acariciara por encima del pantalón haciendo que se estremeciera bajo sus pequeñas manos, mientras él tembloso por la lujuria y el predominio de sus instintos más básicos, le abría la blusa rebelando la generosa carne de su pecho. Andy intercambió una mirada pecaminosa con sus ojos esmeralda por unos segundos. Con la pupilas dilatadas la besó con más ardor que antes y enredó los dedos en su cabello rojo infernal, desordenado por el la deseo. La señorita Martensen ya no era la mujer adoctrinada por el fenotipo aristocrático y aires cargados de solemnidades, sino, una mujer salvaje dominada por la pasión, una pasión animal desatada que solo él era capaz de despertar como de saciar.

Eurídice notó sus piernas temblorosas y susurró sugerente en sus labios:

—Andy…hazme tuya. Te necesito dentro de mí. Tómame Andy, tómame ya —susurró suplicante mientras metía una mano dentro de su pantalón, agarrando su excitado pene para masturbarlo. En tanto lo palpaba envolviéndolo de arriba hacia abajo con suavidad. Le sentía enorme, tenso y llenamente dispuesto.

Andrew Vial frenó cualquier cosa que estuviese haciendo para escucharla decir su nombre otra vez.

—Dilo.

—¿Qué?

—Mi nombre, quiero escucharlo otra vez.

—Señor Vial —dijo burlona acelerando el estímulo en lo falo. 

—Eurídice… —murmuró en tono de advertencia. Estaba acalorado y le cubría una perla de sudor en la frente. Le subía y bajaba el pecho por el esfuerzo que empleaba por no liberarse en su mano.

—Andy. Por favor no te detengas ahora Andy…no pares ahora… —era un masa latente de deseo y necesidad.

Andrew Vial, desesperado se quitó el pantalón y la ropa interior de un solo tirón. Tomó a Eurídice de la cintura con las piernas abiertas de par en par para posicionarla contra el escritorio. Bajó una mano para comprobar que estuviera empapada y al alzar sus dedos mojados los chupó con descaro. Sabía tan bien. Quería hacerla tocar el cielo una y mil veces.

—Deliciosa —saboreó — estás lista para mí.

Y sin más amonestación, corrió la tela de sus braguitas y se clavó en ella descubriendo lo familiar que le resultaba la cálida sensación de su femineidad rodeándolo en el contacto carnal más íntimo que pueden compartir un hombre y una mujer. Comenzó a moverse una y otra vez, enredando la mano en su cabello, viendo como se le marcaban las venas del cuello y como los pechos saltaban con cada embestida ante la ágil mirada de él. Eurídice gemía sin inhibición, cayendo en la cuenta de que el ardor se apoderaba de ella, con el pulso frenético amenazándole con estallar el corazón.

Andy situó una mano en la parte parte baja y trasera de su cadera, intensificando el ritmo de su placer. Con la otra sostuvo su cintura y acercó los labios para llenarla de besos húmedos y suspiros salvajes que se mezclaban con la ardiente melodía de su voz, desde la mandíbula vagando por el camino de su cuello, en tanto Eurídice le arañaba la espalda, pidiendo más y más, delizando la palma hacia su trasero para que él se hundiese cerca de desgarrarla. Se volvería adicto a ella, sería su perdición y el comienzo de un apetito sexual desbordado que no conocería reparos.

Andy sintió como la recorrían pequeños espasmos, cuando sus paredes lo apretaron con más fuerza y sus gritos se hicieron más resonantes en el eco del bufete. Eurídice empezó a vibrar convulsa hasta que cerró violentamente los ojos con el rostro crispado por el placer y silenció la boca mordiéndose los labios. Él no tardó mucho en seguirla, aumentando sus embestidas, clavándosela con más fuerza. Movió el vaivén de sus caderas hasta lanzar un gemido gutural y se derramó en ella, derribándose encima sudado y embriagado por el olor a sexo.

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2 respuestas

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