noviembre 17, 2025

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Hombres casados

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Aquí estoy, en el salón de belleza, entre tintes y planchas, con este calor que hasta el gel se derrite, y tú me sacas este tema que me tiene más caliente que la misma plancha de babyliss.

La verdad es que los hombres casados… marico, es un vicio. No sé qué tiene esa gente, pero desde que empecé en esto del desastre amoroso, me di cuenta que son mi debilidad. Quizás es lo prohibido, eso de saber que ese hombre tiene una mujer en la casa esperándolo con la cena caliente, mientras él está aquí conmigo, con la verga dura y la conciencia sucia. O quizás es que sé que no me van a estar molestando después con cosas de novios, de «¿y por qué no me escribiste?» o «¿con quién estabas?». Con un hombre casado, todo es claro: nos vemos, nos damos el gusto, y cada quien para su casa.

Te voy a contar de mi primer casado. Se llamaba Carlos. Un tipo serio, de unos cuarenta y pico, que venía al salón a traer a su mujer. Ella era una señora fina, siempre bien arreglada, pero un poco fría. Yo lo veía sentado en la sala de espera, leyendo el periódico, con ese anillo de matrimonio que le brillaba en el dedo. Y un día, me miró. No fue una mirada normal, fue una mirada que me atravesó el uniforme y me dejó la pepa temblando. Yo, que no me achanto por nada, le sostuve la mirada y le sonreí. Él bajó los ojos rápido, como asustado, pero yo ya sabía lo que quería.

Una semana después, la mujer vino sola. «Carlos está con mucho trabajo», dijo. Yo, picara, le pregunté si quería que le hiciera algo especial para cuando lo viera. Ella se rió y dijo que sí. Y ahí mismo, saqué mi teléfono y, con el pretexto de mostrarle un estilo de uñas, le pedí el número de él. «Para coordinar la sorpresa», le dije. Pobre mujer, ni se imaginaba la sorpresa que le estaba preparando.

Esa misma noche, le escribí. «Hola, Carlos, soy Cristina, la esteticista de tu esposa. ¿Te acuerdas de mí?». La respuesta tardó como dos horas, pero llegó. «Sí, claro que me acuerdo. ¿En qué puedo ayudarte?». Ay, mi amor, ese «en qué puedo ayudarte» era tan formal, tan correcto, que me supo a gloria. Le seguí el juego. «Necesito que pases por el salón mañana a las 7 pm, para ver unos colores para la sorpresa de tu esposa. ¿Podrás?».

Al día siguiente, a las 7 en punto, él estaba ahí. El salón estaba vacío, solo nosotras dos y la limpiadora, que ya se iba. Yo me había puesto un body negro bajo el uniforme, uno que sabía que se me marcaba todo. Cuando lo vi entrar, me acerqué y, en vez de hablar de colores, le puse la mano en el pecho. «Carlos,» le dije, mirándolo fijo, «sé que no debería hacer esto, pero desde la primera vez que te vi, no he podido dejar de pensar en ti».

El tipo se puso colorado, marico, como un tomate. Tragó saliva y miró hacia la puerta, como esperando que alguien lo salvara. Pero sus ojos volvieron a los míos, y ahí vi el fuego. «Cristina, yo soy un hombre casado,» dijo, pero era un susurro, una excusa débil.

«Y a mí qué me importa,» le contesté, acercándome más, hasta que mi cuerpo rozó el suyo. «Lo que importa es lo que tú quieres ahora».

No hubo más palabras. Me agarró de la cintura y me empujó contra la pared, junto a los secadores de pelo. Su boca encontró la mía en un beso salvaje, hambriento, como si llevara años esperando eso. Yo le desabroché el cinturón y le bajé el zipper, y ahí estaba, su verga, dura y palpitante, esperándome. No era la más grande del mundo, pero tenía una presencia, una autoridad que me volvió loca.

Me arrodillé ahí mismo, en el piso del salón, con el olor a químico y a shampoo, y me la metí toda en la boca. Él gimió, agarrándose de una silla para no caerse. «Dios, Cristina,» jadeaba, mientras yo me la chupaba como si no hubiera un mañana, saboreando el sabor a hombre, a secreto, a matrimonio roto. No duró mucho, el pobre. Con un gruñido, se vino en mi boca, y yo me tragué todo, sintiendo cómo su cuerpo se relajaba.

Pero eso fue solo el comienzo. Después de eso, nos veíamos regularmente. A veces en el salón después de horas, a veces en su carro, estacionado en algún callejón oscuro. Una vez, incluso, en el baño de un restaurante, mientras su mujer estaba en la mesa con sus amigas. Esa vez fue una locura. Él me levantó el vestido, me bajó la tanga y me la metió por detrás, rápido y desesperado. Yo mordía mi mano para no gritar, mientras sentía cómo me llenaba, con el sonido de la orquesta de fondo. Cuando salimos, ella nos preguntó qué tal estaba el baño. «Impecable, mi amor,» dijo él, con una sonrisa tan tranquila que yo casi me muero de la risa.

Luego vino Roberto, el papá de una clienta. Un hombre mayor, canoso, con unas manos grandes que sabían exactamente dónde tocar. Él era diferente. Más lento, más deliberado. La primera vez que nos vimos, fue en mi apartamento. Me hizo el amor durante horas, explorando cada centímetro de mi cuerpo, haciéndome gemir de formas que no sabía que podía. Después, mientras nos acurrucábamos, me contó que llevaba veinte años casado, y que su mujer ya no lo tocaba hace una década. «Tenerte aquí,» me dijo, «es como volver a tener veinte años». Y aunque sé que era pura hablada, me llegó. Con él, aprendí que no todo es sexo rápido y escondido. A veces, es bueno tomarse el tiempo, incluso con un casado.

Y el más reciente, Luis. Ese es un caso aparte. Lo conocí en el gym, sudando como un animal en la caminadora. Se me acercó a pedirme un spot para levantar pesas, y ahí, entre jadeos, surgió la chispa. Nos fuimos a los vestuarios, y en la ducha, con el agua corriendo, me mostró lo que tenía. Marico, una verga que no te miento, parecía un brazo. Gruesa, venosa, imponente. Me la metió contra la pared, y mientras el agua nos mojaba a los dos, me la folló con una fuerza que me dejó marcada por días. Lo mejor es que su mujer es amiga de mi prima, así que el riesgo es el doble de excitante.

¿Qué tiene esto que me vuelve loca? No lo sé con exactitud. Quizás es la adrenalina de saber que puedo ser descubierta en cualquier momento. O la satisfacción de ver a un hombre «respetable» perder la cabeza por mí. O simplemente el placer de un buen polvo sin ataduras. Lo que sí sé es que cada vez que veo a un hombre con anillo, me pregunto cómo será en la cama, qué secretos esconde detrás de esa fachada de esposo fiel.

Y aunque sé que está mal, que podría estar dañando familias y todo eso, la verdad es que no pienso parar. Porque al final del día, ellos son los que eligen estar conmigo. Yo solo ofrezco un rato de diversión, de escape de sus vidas perfectas. Y qué divertido es, mi amor, ser el escape de un hombre casado. Ese momento en que se olvidan de su nombre, de sus hijos, de su mujer, y solo existen mi cuerpo y su placer. Eso, pana, no tiene precio.

Así que aquí seguiré, entre tintes y infieles, disfrutando de mi vicio secreto. Y si un día me pillan, bueno, que sea sabroso. Por mientras, seguiré buscando esa mirada cómplice, ese anillo que brilla como una invitación, y ese fuego que solo un hombre casado ansioso puede tener.

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