Mis odiosas hijastras (2)
El hecho de que aquel contacto estuviera registrado con ese nombre raro, “Apaib”, simulando ser el nombre de alguna empresa o institución, sumado a la corta conversación, dejaba en claro que Mariel me había convertido en un cornudo.
Lo que me daba rabia no era la infidelidad en sí misma. Yo no era ningún nene de pecho. En mi tierna juventud ya me habían despedazado el corazón, y lo había juntado pieza por pieza hasta tenerlo entero de nuevo. Ya había hecho de las mías también, tanto en mi adolescencia como en mi etapa adulta. De hecho, había llegado a la conclusión de que todo el mundo debería saber lidiar con la posibilidad de ser un cornudo. Es más, yo mismo, si bien le había sido fiel hasta el momento, no descartaba la posibilidad de tirarme un polvo por ahí. Pero el hecho de que fuéramos pareja desde hacía un tiempo relativamente corto, y que además habíamos empezado a vivir juntos, me habían hecho bajar la guardia. Realmente en ningún momento se me había ocurrido que Mariel fuera a cogerse a otro tipo. Pero evidentemente estaba equivocado. La vida siempre te daba sorpresas. ¿Y ahora qué? ¿Debía mostrarme como un macho orgulloso y marcharme? ¡Que hija de puta! si ella sabía muy bien lo mucho que la quería… y la necesitaba. Además ¿Por qué tanta desprolijidad? Si yo llegara a engañarla, como mínimo me hubiera tomado los recaudos necesarios para no dejar pistas, y así evitar lastimarla. Que una intelectual como ella no eliminara inmediatamente los mensajes de su chongo… qué estupidez.
Otro tema que me sacaba de quicio era el hecho de que alguien se había tomado la molestia de advertirme de esa infidelidad. Por eso, cuando vi a Valentina sonreír —mientras me miraba de reojo, según creí—, estuve seguro de que había sido ella la que me había brindado esa información. Desde un principio se había mostrado antipática y hostil conmigo. Seguramente quería que me fuera de la casa, y había encontrado la excusa perfecta para lograr que yo lo hiciera por cuenta propia.
—Pendeja de mierda —dije, casi por inercia.
Valentina desvió los ojos del celular. Me miró, recostada en el sofá, con los ojos bien abiertos, supuestamente sorprendida —si estaba fingiendo su sorpresa, lo hacía muy bien, pensé en ese momento—.
—¿Vos me mandaste el mensaje? —le pregunté.
—¿Qué mensaje? —dijo ella.
—No te hagas la tonta —respondí, acercándome a ella, furioso.
Era cierto que en sus manos tenía el mismo celular de siempre, y que a mí me había llegado la foto desde un número desconocido, pero sabía que a algunos celulares se les podía poner dos chips diferentes, así que ese detalle no aplacó mi ira. La agarré de la muñeca, dispuesto a quitárselo y obligarla a mostrarme lo que había en él.
—¡Soltame! —gritó, mientras la zamarreaba. Rita había aparecido, y empezó a ladrarme, aunque no se atrevió a morderme.
—¡¿Qué pasa!? —escuché decir a una voz femenina.
Estaba tan sacado que no la había escuchado abrir la puerta. Agostina estaba en el umbral, con un paraguas en la mano, el cual sacudía en la entrada, para finalmente meterse adentro de la casa.
—Se volvió loco —dijo Valentina, dirigiéndose a su hermana, como si con esa frase lo explicara todo. Luego, dirigiéndose a mí, gritó—: ¡Yo sabía que estabas loco!
—Esta… —dije. En el último momento tuve el temple suficiente como para no volver a llamarla pendeja—. Ella me mandó un mensaje de muy mal gusto —dije, sin atreverme a decir el contenido de aquel mensaje.
Creo que fue debido a mi aspecto desesperado que Agostina pareció entender que yo tenía motivos para estar furioso con su hermana.
—¿Es verdad? —le preguntó.
—¡Nada que ver! —dijo Valentina.
—Entonces que me muestre el celular —dije, y después, dirigiéndome a Valentina, insistí—. Mostrame el celular.
—No le muestro el celular ni siquiera a mis chongos de turno, y te lo voy a mostrar a vos, claro… seguí soñando machirulo—respondió ella.
—Valu, ¿Por qué no se lo mostrás? Así terminamos con esta escena desagradable de una vez —intervino Agos.
—¡Estás loca vos también! —dijo Valentina, y se fue, dejándonos solos. Rita le siguió los pasos.
Lo cierto era que Agos no se compadecía de mí, ni mucho menos. Ella sentía repudio por cualquier tipo de escándalo o situación mínimamente conflictiva. Para ella todo en el mundo debía ser lindo, prolijo, limpio y pulcro, como lo era la propia Agostina.
Valentina era definitivamente la que más hostil se mostraba conmigo, pero eso no significaba que con Agos nos lleváramos bien. Había algo en su mirada, en su andar, en su tono de voz, que dejaba en evidencia su complejo de superioridad. Aunque justo es decir que esa actitud la sostenía con casi todo el mundo. De las tres hermanas, era la mayor, contaba con veinte años, y ya había empezado la universidad. Era la más inteligente, al menos en lo que respectaba a cuestiones académicas. Si Valentina era machona, malhablada y vulgar, Agostina era la personificación de la femineidad, una femineidad estereotipada y de otra época quizás, pero así era.
A diferencia de Valentina y Sami, a ella la conocí el mismo día en el que fui a vivir a esa casa. Me sorprendió su aspecto. No tenía nada que ver con Mariel, ni mucho menos con Valentina. Según me había dicho mi mujer, ambas eran del mismo padre, mientras que Sami era hija de su siguiente pareja. Supuse que Agos había heredado los rasgos de su padre. Tenía la piel clara, y el largo pelo negro contrastaba de manera exquisita con ella. Su rostro era de facciones perfectas. Se parecía a su hermana en los labios gruesos y los ojos marrones, pero hasta ahí llegaban las coincidencias físicas. La cara tenía una forma ovalada y unos pómulos sobresalientes, que le otorgaban una belleza que la otra no tenía. Si Valentina derrochaba sensualidad, Agos irradiaba hermosura. Su cuerpo estaba perfectamente proporcionado. Le llevaba varios centímetros a su hermana, sus tetas eran grandes, pero no de un tamaño exacerbado, sino que estaban en sintonía con su cuerpo, al igual que su perfecto culo. Pero más allá de sus atributos físicos, todo en ella era finura. Mariel le decía “la princesa de la casa”, y no era para menos. Las formas que tenía de vestir, de hablar, e incluso de mirar, le daban cierto aire aristocrático. Era esto mismo lo que me fascinaba de ella, a la vez que me desagradaba, porque ella estaba perfectamente consciente de todas sus virtudes, y de la manera en la que la percibían los demás, y por eso tendía a mirar a todo el mundo por encima del hombro.
Agostina aborrecía cualquier tipo de trifulca, según entendía yo, debido a que ese tipo de cosas rompían con la armonía y la belleza que no solo estaban presentes en su aspecto físico, sino en todo lo que la rodeaba. Desde las ropas que usaba, hasta la habitación que ocupaba en la casa, los lugares a los que concurría, e incluso cualquier tipo de accesorios, como el estuche de su celular, todo ello parecía tener que haber pasado primero por el visto bueno de la chica. Cualquier lugar, objeto, o persona que no cumpliera con sus requisitos estéticos, simplemente no podían formar parte de su círculo social. No tardé en darme cuenta de que con Valentina mantenían una especie de guerra fría, en donde nunca se enfrentaban directamente, pero siempre aprovechaban para darle un palazo a la otra. No descartaba la posibilidad de que el hecho de haberle pedido que me mostrara el celular a su hermana era porque albergaba la esperanza de que yo tuviera razón, y así la otra recibiría una fuerte reprimenda de parte de su madre. De alguna manera era obvio a qué se debía esa rivalidad: ambas eran extremadamente diferentes. No voy a decir que eran polos opuestos, porque también tenían sus similitudes —por ejemplo, la vanidad y la capacidad de ser el centro de atención—, pero la vulgaridad de la otra contrastaba de manera violenta con la delicadeza de la mayor de las hermanas. Estaba claro que, tanto en la manera de vestirse de Valentina, como en lo exageradamente sinuoso de su cuerpo, eran un insulto al sentido de la estética que tenía Agos. Ni que hablar del hecho de que la primera parecía tener más admiradores y mucho mejor vida sexual —aunque esto último era una mera suposición—. Y es que, si bien Agos no tenía nada que envidiarle a su hermana menor, el hecho de que pareciera tan inalcanzable cohibía a la mayoría de los chicos que la conocían. Al menos eso era lo que podía deducir, armando un rompecabezas entre lo que me contaba Mariel cuando estábamos a solas sumado a las observaciones que hacía yo mismo.
No obstante, no había podido, al menos hasta el momento, aprovechar aquellas diferencias en mi favor. Yo era un tipo que vestía con pantalones de jean mal planchados y usaba ropa barata. Me cortaba el pelo de una manera simple, tipo americano, y no me lo volvía a cortar hasta que crecía mucho. Era pobre, y si bien no tenía malos modales, me desenvolvía de manera tosca, y a veces torpe. Para alguien como Agostina, que le daba tanta importancia a lo estético, yo era alguien tan simplón que rayaba lo despreciable. Y si bien esto fue una especulación de mi parte, en los primeros días de estadía en esa casa repleta de mujeres, no tardé en confirmar que mis sospechas eran reales.
Hubo una mañana en la que llegué a casa a primera hora de la mañana, pues me había tocado hacer el turno nocturno. Estaba sin ducharme, obviamente, y vestía una camisa vieja, de un color bastante desgastado, un pantalón arrugado, debido a que en el colectivo debía poner en mi regazo mi mochila, y finalmente una zapatilla que, si bien se mantenía entera, era obvio que tenía mil años de uso.
Agostina estaba a punto de salir. Estaba con su amiga Mili. Una chica casi tan delicada y bella como ella. Salvo que era rubia. Agostina me miró horrorizada, hasta parecía avergonzada por mis fachas. Mili la miró intrigada.
—Hola, soy Adrián, la pareja de Mariel —le dije a la chica.
Mili miró a su amiga, como no pudiendo creer que la renombrada escritora de la que Agos se sentía tan orgullosa de tener como madre, estuviera saliendo conmigo. Mili se presentó por su cuenta, porque Agos no atinó a decir nada. Cuando salieron a la calle, escuché, a través de la puerta, las risas burlonas de ambas adolescentes. Estaba claro que consideraban que no estaba a la altura de Mariel. Ese simple acto, que en otro contexto podría haber dejado pasar, me hizo enfurecer, pues de alguna manera respaldaba las ideas que me venía armando sobre la chica.
Lo que me daba más bronca era que esas mocosas —las hermanas—, que por momentos me parecían tan odiosas, me generaban una calentura impresionante. No fueron pocas la veces en las que me cogí a Mariel mientras alguna de ellas estaba en mi cabeza. Y tampoco fueron pocas las veces en las que jugué con la posibilidad de que, desde sus cuartos, escucharan como hacía gozar a su madre. En un rincón de mi mente, deseaba que supieran que era buen amante, y en un rincón aún más apartado, especulaba con la posibilidad de que se excitaran mientras oían los gemidos de su madre, propiciados por mi verga.
—¿Y qué fue lo que pasó? —me preguntó Agos.
Habíamos quedado solos en la sala de estar. Ella estaba despeinada debido al fuerte viento, y el paraguas no la había podido proteger del todo, ya que muchas gotitas habían caído en el chaleco de lana, y el pantalón de jean que llevaba puesto. Un pantalón que costaba una semana de mi trabajo. No me cabían dudas de que estaba ansiosa por irse a cambiar, ya que, para ella, ese aspecto que tenía ahora resultaba deplorable, pero sin embargo parecía dispuesta a esperar a que yo le contara de qué iba la cosa.
—Nada. Alguien me mandó un mensaje de muy mal gusto, desde un teléfono desconocido —expliqué. Sabía que toda buena mentira tenía gran parte de verdad, y estaba aplicando esa lógica con ella.
—¿Y pensás que fue Valu? —preguntó—. Debe ser realmente algo muy feo para que hayas reaccionado así —agregó después. Me pareció ver una pisca de pena en su expresión.
—Sí, aunque la verdad que no quería ponerme así.
—Valu es terrible, pero siempre va de frente. En eso la admiro —dijo Agos. Creo que era la primera vez que la escuchaba admitir abiertamente que sentía admiración por su hermana—. SI quisiera molestarte, con lo que fuera que diga ese mensaje que tanto te alteró, lo más probable es que te lo diría en la cara —agregó después.
—Pero si no fue ella… —dije, y me detuve a meditar sobre el tema—. Bueno, vos no creo que hayas sido, y Sami ni hablar.
A Agostina pareció divertirle mi deducción. Sonrió, como si lo que acababa de decir fuera una estupidez.
—Me voy a cambiar —avisó.
La princesa de la casa se fue a dar una ducha de agua caliente. No pude más que admirarla mientras la veía alejarse de mí. Siempre me sorprendió el hecho de que, a pesar de usar ropas aparentemente sobrias, se veía elegante y sexy, en las medidas justas y necesarias, con una precisión casi milimétrica. Ahora llevaba debajo del chaleco de lana una camisa mangas largas color blanco. La camisa estaba suelta, por lo que le cubría el trasero. Eso era algo que hacía casi siempre. Al principio no entendía por qué. Toda chica de su edad, con el orto bien redondito y parado, disfrutaba de presumirlo. Sin embargo, si bien no era de mostrarlo descaradamente, debajo de esas camisas que la cubrían, se notaba que había un culo respingón y perfecto. Agostina manejaba magistralmente el arte de la insinuación. Además, cuando por fin se decidía por vestir un pantalón bien ajustado, sin nada que la cubriera, el impacto visual era tremendo, y daban ganas de hacerle una radiografía mental al culo de la princesita, para no olvidarme jamás tal perfección.
Me fui a la cocina. Agarré de la heladera una birra y me senté a un costado a tomar en soledad. Saqué mi celular del bolcillo. Moría de ganas de llamar a Mariel y exigirle explicaciones. Pero sabía que primero tenía que pensar muy bien en lo que iba a hacer, así que me contuve. Por duro que fuera, no estaba preparado para irme de ahí. Al menos no en el corto plazo. Traté de ocupar mi mente en otras cosas, mientras miraba la lluvia, cada vez más salvaje, cayendo sobre el barrio. Cómo me gustaría devolverle la gentileza a mi mujer, pensaba para mí. Eso no solo me curaría el orgullo herido, sino que me permitiría perdonarla con mayor facilidad. Pero de momento no tenía a nadie bajo el radar, y ese fin de semana, estaba claro que ni siquiera iba a poder salir, ya que el cielo se estaba cayendo como si se tratara del fin del mundo.
Las únicas mujeres atractivas que tenía a mano eran mis hijastras. Pensar en esto me produjo una erección. Quién me iba a decir a mí que iba a ir a vivir en un lugar repleto de mujercitas hermosas. Por momentos era una verdadera tortura tenerlas tan cerca, ya que, si bien vivíamos bajo el mismo techo, sentía que nos alejaba una distancia invisible pero infinita. Uno de los peores momentos era los fines de semana, cuando se preparaban para salir a bailar. Ahí se ponían increíblemente perras, como si fueran a la guerra, y yo tenía que hacer un esfuerzo descomunal para no desviar la vista hacia esos cuerpos insultantemente jóvenes y preciosos, cada uno a su manera. Mientras me quedaba viendo la tele con Mariel, hasta tarde —los días en los que no salíamos—, había un desfile de minishorts, tops, botas, minifaldas. Un desfile de culos perfectos sobre piernas largas y torneadas. A la noche me desahogaba con mi mujer, tratando de disimular que estaba más excitado que de costumbre.
Agos tenía su punto. No era el estilo de Valentina lo del mensaje. Ella probablemente me lo hubiera dicho directamente, o al menos me hubiera hecho alguna insinuación que provocara que yo le pidiera explicaciones a Mariel. Además, en el forcejeo que habíamos tenido, me pareció ver que en ese momento estaba utilizando Instagram. No estaba seguro de ello, pero al menos no vi ninguna ventana de chat. Pero entonces ¿Quién carajos había sido? Según me parecía, la foto del celular de mi mujer había sido sacada mientras este reposaba en la mesa de luz de nuestra habitación, pues se veía, alrededor del aparato, el color marrón de la madera. Así que tenía que haber sido alguna de ellas. Para Agostina yo era una especie de mancha de salsa en medio de un mantel blanco. No me cabían dudas de que deseaba que me fuera de ahí. Pero ella no sabría cómo lidiar con el encontronazo que había tenido con Valentina. No me la imaginaba armando semejante lío. Ella era de esquivar los problemas, no de generarlos. Y Sami… ella ni siquiera entraba en mi lista de sospechosas. Aunque la risa que había largado Agos me había dejado pensando. ¿Sería que también tenía algún tipo de enfrentamiento con la hermana menor? Si era así, nunca lo había notado.
—¿Tomando tan tempano?
Agostina apareció en la cocina. No me había dado cuenta, pero habían pasado casi una hora desde que me recluí ahí, y empecé con mis cavilaciones. Ya tenía dos botellitas de cerveza vacías sobre la mesa y muchas teorías en la cabeza.
—No es temprano. Es de noche —dije, señalando el oscuro paisaje que se dejaba ver a través de la ventana que daba al fondo.
Agos llevaba el pelo largo suelto. Se notaba que lo había secado con el secador de pelo, aunque aún se veía húmedo. Era un pelo muy negro, muy lacio, muy largo, y muy brilloso. El tipo de cabello que las mujeres suelen admirar y envidiar, mientras que los hombres apenas atinamos a reparar en que es bonito. Vestía un suéter beige y un pantalón negro brilloso, que parecía ser de cuero, aunque imagino que era de otro material. Dos grandes aros dorados colgaban de sus orejas —orejas chiquitas y lindas—. De alguna manera esos aros y el cabello negro hacían de un perfecto marco para la preciosa geta de la pendeja. Las cejas estaban depiladas, las había dejado muy finitas. Las pestañas muy arqueadas, y se había puesto una sombra de ojo color azul. Pequeños detalles, puestos con una precisión matemática, que convertían a su cara en una obra de arte.
—Hablé con Valu. Ya se le pasó un poco el enojo —dijo.
brió la alacena y bajó el edulcorante. El pantalón negro le calzaba como guante. Ya con los efectos del alcohol me sentí sumamente agradecido de que apareciera en la cocina y me mostrara ese hermoso orto que en general estaba cubierto.
—¿En serio? —dije.
En efecto, se escuchaba la televisión a todo volumen en la sala de estar, señal de que Valentina andaba por ahí. Agos se preparaba un té, dándome la espalda. No pude evitar perder la vista en la costura del pantalón que separaba las carnosas nalgas de la pendeja. Pero no me limité a ojearle el trasero. La miré de arriba abajo. El pelo le llagaba casi hasta la cintura. Su figura era de curvas sutiles, armónicas. Sus manos, con las que revolvía el té, tenían las uñas pintadas y con brillos.
—¿Pensás salir? —dije, pensando que ese era un pantalón que normalmente usaría para salir a bailar. Si bien era cierto que le gustaba producirse y verse bien incluso para salir a comprar al supermercado, no podía evitar pensar que el hecho de que eligiera ese pantalón y de que me diera la espalda durante un buen rato, era algo totalmente premeditado.
—No, con esta lluvia, mejor me quedo en casa.
Me parecía raro tenerla ahí, casi como si fuéramos cómplices. Casi como si me estuviera apoyando. Aunque lo mejor era el simple hecho de que esa princesita estuviera cerca de mí. Hay muchas personas que no entienden lo alegre que puede poner a alguien simple como yo, el hecho de estar rodeado de belleza. La sola presencia de Agos, que esta vez se mostraba afable, me estaba poniendo de buen humor.
—¿Ya llamaste a mamá? —quiso saber—. Lo pregunto, porque si lo hacés ahora, puede que se dé cuenta de que estás tomando.
—Pero si todavía falta mucho para que me ponga en pedo —dije.
—Sí, pero viste como es mamá —explicó ella, para luego sorber un trago de té. No pude evitar pensar en que no, no sabía cómo era su mamá. Y lo que me dijo a continuación, de alguna manera confirmaba esa afirmación, pues no conocía ese lado de mi mujer—. Con eso de que es escritora, está atenta al mínimo detalle. Un pequeño cambio en tu tono de voz, y enseguida te saca la ficha —añadió después—. No es que sea nada grave. Pero con esta tormenta es mejor que estés con todos los sentidos en alerta. Acordate que estamos bajo tu cuidado —dijo.
Se había sentado a mi lado. El perfume de su cuello y cabello repelió el del alcohol.
—Pero si ustedes se pueden cuidar solas —dije yo.
—Lo sé. Pero por si no te diste cuenta, mamá tiene la costumbre de estar poniendo a prueba a todo el mundo —Al decir esto, acercó su rostro y empezó a susurrar, como si lo que estuviera diciendo fuera un secreto. Creo que era la primera vez que la tenía tan cerca. Sus labios tan cerca…— Y casi siempre lo hace sin que el otro se de cuenta —siguió diciendo la mayor de las hermanas, develándome más cualidades desconocidas de mi mujer—. Estate seguro de que cuando vuelva va a preguntarnos cada cosa que hayas hecho, y va a analizar cada uno de esos actos, hasta emitir un juicio. Así es ella.
—¿Estás con fiebre? —dije, tocándole la frente—. Creo que recién hablaste más de lo que me hablaste en estos meses en los que estoy viviendo con ustedes.
—Es cierto —reconoció—. Ya sabés, nunca estoy en casa…
—Siempre en lo de Mili —comenté, como al pasar—. Parece que ella es la única que cumple con tus altos estándares de calidad a la hora de vincularte con alguien —solté después.
De repente su mirada se ensombreció.
—No sabés lo que estás diciendo. Vos no me conocés —dijo.
—No. Es verdad. No te conozco ni a vos, ni a Valu, ni siquiera a Sami —me sinceré—. Son tres incógnitas. Seis pares de ojos que me miran de manera desconfiada. O al menos cuatro de ellos —agregué después, excluyendo a Sami, como siempre. Aunque también como siempre lo hice con ciertas dudas.
—Estás equivocado —dijo ella, poniéndose de pie.
Se puso a lavar el pocillo. Yo me levanté para deshacerme de las botellas de cerveza. Ahora estaba muy cerca de ella… Detrás de ella. Su aroma me atraía. El aroma de una pendeja cheta y creída, que sin embargo en ese momento había sido amable conmigo. Lo suficientemente amable como para que me sintiera confundido. La misma mocosa que se había reído de mí en varias ocasiones, que cuando me miraba hacía un gesto como si estuviera oliendo mierda de perro, había ido a calmarme y a darme algunos consejos. Era cierto que vivía con ellas hace relativamente poco, y quizás las había prejuzgado. Pero aún tenía mis reservas.
Me dio la impresión de que mientras lavaba el pocillo, demoraba de manera exagerada. Y se había puesto ese pantalón… Y había ido a verme… Una vez más me pregunté quién era el afortunado que se movía a semejante pendeja. Quienes se cogieran a las hijas de Mariel deberían bañarse la verga en oro y convertirla en una escultura. Que rico olor, pensaba, mientras el agua caía sobre el pocillo y sobre las delicadísimas manos de mi hijastra. Qué rico olor.
No recuerdo el momento exacto en el que sucedió. Pero de repente, mi nariz estaba muy cerca de su cabeza, casi apoyándose en ella. Aspiré profundamente. Me incliné para tirar las botellas vacías en el tacho de basura que estaba muy cerca de ella. Miré su orto de cerca, durante un instante. Me pareció más profundo de lo que lo recordaba. No tanto como el de Valentina, claro está, pero se veía realmente pulposo. Me pregunté si su orto olía tan bien como su cuello y su pelo. Seguramente se bañaba a consciencia, pasaba varios minutos en el bidet, y se mantenía siempre depilada. Seguramente su orto olía a flores.
—Vamos a ver un peli con Valu y Sami —comentó, ahora poniéndose a secar el pocillo mientras yo me erguía—. Bueno, vamos a hacerlo cuando Sami termine de ver el dorama cursi que tanto le gusta. ¿Querés verla con nosotras?
La invitación me tomó por sorpresa. No solíamos tener actividades juntos. Salvo las cenas, en donde siempre alguna de ellas estaba ausente, jamás habíamos pasado el tiempo juntos. Mucho menos sin Mariel de por medio. Pero de todas formas no me parecía buena idea.
—Mejor no. Después de la pelea con Valentina… —dije.
—No seas tonto. ¿Te pensás que Valu no es capaz de entender que estás pasando por un pésimo momento y te equivocaste? Además ¿Qué otra cosa mejor tenés que hacer tenés?
—Bueno, ahora veo —dije.
Agos me dejó solo en la cocina. Salí a tomar aire. Era increíble lo que me calentaba esa pendeja. Si me hubiera quedado un ratito más a su espalda, si hubiera puesto su boquita de nuevo tan cerca de la mía, si seguía mostrándome el orto… no sabía qué iba a hacer.
Aspiré profundamente el aire frío, mientras veía la tormenta, imparable, seguir su curso. Sentí la dureza del celular en el bolcillo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no sacarlo y marcar al número de mi mujer. Estaba furioso con Mariel. Pero estaba con las manos atadas, totalmente impotente. Nuevamente pensé en que sería una excelente venganza cogerme a una de sus nenas. Aunque lo ideal sería que ella no se enterara, porque si lo hacía, tendría derecho de echarme a patadas, porque mi falta sería mucho más grave que la suya. Pero, aunque no pudiese refregárselo en la cara, al menos dejaría de sentirme patético al estar con una pareja que me fue infiel y que no me animaba a dejar. Por mucho que pensara en la necesidad de romper con ella, siempre volvía a la resolución inicial: no estaba en condiciones de hacerlo. Así de triste era la vida adulta. No se podía dejar de lado la cuestión económica al momento de decidir el futuro de una relación. Mucho menos si se vivía en Argentina.
Me metí a la casa. No podía pasar todo el día —y mucho menos todo el fin de semana—, afuera, ni tampoco en la cocina. Pensé en ir a mi cuarto un rato, o ir a preguntarle alguna cosa a Sami, para hacer algo de tiempo. Pero tampoco podía estar escondiéndome. Además, se suponía que tenía que mantenerme cerca de las chicas para estar seguro de que todo estuviera bien.
Recordé que Mariel había mencionado que las chicas estaban “raras”. Y ahora Agostina me había contado que su madre parecía ser mucho más rigurosa de lo que parecía. Según ella, les sacaría información sobre absolutamente todo lo que sucediera esos días. ¡Qué caradura! El que tendría que estar controlándola era yo a ella, y no al revés. Pero la cuestión es que había muchas cosas que sucedían en la casa, sobre todo relacionado en cómo se llevaban todas esas hembras entre sí, que yo desconocía por completo.
Pasé por la cocina, no sin rememorar en lo cerca que estuve de Agos. Incluso hasta me pareció sentir la estela de su perfume, aun impregnada en el lugar. En la sala de estar se encontraban las dos hermanas mayores. Agos sentada en uno de los sofás individuales, con la espalda recta. Valentina, recostada sobre el sofá más grande, como una emperatriz egipcia. La cabeza apoyada en la mano, cuyo codo recibía todo el peso. Nuevamente noté que no tenía corpiño. Las tetas caían por su propio peso a un costado. Los pezones quedaban en relieve, debajo de esa remera blanca que estaba usando. Se había puesto una calza. Los labios vaginales se marcaban en ella. Hasta parecía que la elástica tela se le metía adentro, violándola. Había especulado con que Agostina se mantenía depilada ahí abajo, pero con Valentina no necesitaba de especulaciones. Se notaba que ambas estaban hablando entre ellas. Probablemente sobre mí, según deduje.
—¿Ya se te pasó la locura? —preguntó Valentina.
—Valu… —dijo Agos, a punto de reprenderla.
—No, si tiene razón, me puse un poco loco —admití—. Prefiero no entrar en detalles…
—Entonces no hace falta que lo hagas —interrumpió Agos.
—Pero sí hace falta que te pida disculpas —dije, dirigiéndome a Valentina—. Si no fuiste vos la que me mandó eso… entonces te pido perdón.
—Ya fue, está todo piola —respondió ella.
—Pero ¿No te lastimé la mano? —quise saber.
—No tenés tanta fuerza —dijo ella.
Agostina era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que mis disculpas no eran reales, ya que no terminaba de creer que Valentina no había sido la responsable del mensaje, pero la más chica de las dos pareció no percatarse de ello. De todas formas, no tenía ninguna prueba, por lo que me tocaba hacerme el tonto. Era cierto que el mensaje no tenía la firma de Valentina, pero no se me ocurría otra persona que me quisiera molestar de esa manera. Me pregunté si le contarían a su madre lo sucedido, respondiéndome que era altamente probable. La propia Agos lo había dicho. Mariel les sacaría toda la información, y el hecho de que ambas chicas estuvieran al tanto de la trifulca, hacía menos probable que se mantenga en secreto. ¡Pero qué mierda me importaba! Si mi mujer quisiera reprenderme por eso, simplemente le diría el motivo del enfrentamiento, y entonces la que tendría que dar explicaciones sería ella.
—Sentate Adrián —me invitó nuevamente Agos.
—Dale, hagamos de cuenta que de esta manera firmamos la pipa de la paz —dijo para mi sorpresa Valentina—. Vamos a ver Batman vs Superman.
—¿Y Sami? —pregunté.
—En su mundo, como siempre —comentó Valentina.
Las películas de superhéroes me tenían —como decía un compañero de trabajo— las bolas por el piso. Pero necesitaba distraerme, y encerrarme en mi habitación —mía y de Mariel—, en ese día tan oscuro, no parecía una buena idea. Más teniendo en cuenta que en ese cuarto ni siquiera tenía televisor.
—Bueno, me prendo —accedí al fin.
Me senté en el sofá de dos cuerpos que quedaba libre. La película resultó peor de lo que esperaba. Ni siquiera cumplía con las expectativas de las chicas, que sí disfrutaban de ese tipo de filmes. Se las veía aburridas. Cada tanto las miraba de reojo. ¿Cuándo había estado tan cerca de dos pendejas tan hermosas como esas? Además, el hecho de que fueran tan diferentes hacía pensar que tener a ambas en la cama sería una combinación perfecta. Valentina, con esa calza que se le metía en sus partes, como escarbando en ella, y esas tetas que parecían apenas contenidas en el sofá, daba la impresión de ser la más puta de las dos. Recordé que hacía unas horas la había pescado escarbando su oreja. Esa imagen se transformó hasta el punto de que me imaginé perforando su culo. Imaginaba que no era de decir que no a nada. Agos en cambio, era tan pulcra, que me costaba imaginarla entregando el culo o tragando semen. Era muy raro que una chica tan hermosa como ella fuera los que en Argentina llamamos gauchita. Habría que ser sumamente cuidadoso con esa princesa, tanteando de a poco, hasta descubrir qué cosas le gustaba que le hagan, y qué cosas no.
Tales fantasías me provocaron una potentísima erección. Tan potente como esas intempestivas empinadas que ocurrían mientras uno dormía. Estiré mi remera, para cubrirme. Pero lo cierto es que, si alguna de ellas miraba a esa zona, de todas formas, notaría que debajo de la remera había algo erguido y tieso. Yo no podía dejar de mirar, cada tanto, la rajita de la concha de Valentina, y la preciosa cara de Agos, no sin olvidarme del tremendo culo que ahora no estaba ante mi vista.
Y entonces se cortó la luz.
—La puta madre —se quejó Valentina.
—De todas formas, no estaba tan buena —dijo Agos.
Estábamos sumidos en la completa oscuridad, pues si bien apenas eran las cinco o seis de la tarde, el día hacía raro que se había convertido en noche. Agostina se puso de pie y, guiándose por la luz de la linterna de su celular, se acercó a la ventana. Yo la imité, con celular en mano, fui hasta la ventana. La lluvia era tan potente, que más que gotas, parecían estar cayendo chorros de agua.
Valu apareció a mi lado. En ese momento me di cuenta de que aún tenía la erección totalmente óptima. Retrocedí un poco, para asegurarme de que no la notaran. Pero eso no fue una buena idea, pues ahora tenía a los dos espectaculares ortos de esas adolescentes frente a mí. Apunté el haz de luz, a media altura, para poder ver las siluetas de esos culos. En efecto, el de Valentina era enorme en comparación al de su hermana. Era increíble que, con ese tamaño tuviera una forma perfecta. Era una enorme circunferencia que se mantenía firme. La calza, al igual que lo hacía con su sexo, se metía en la raya del culo de manera violenta. El de Agos era también muy carnoso, aunque su voluptuosidad se mantenía dentro de los parámetros “normales”. Sus nalgas tampoco estaban tan separadas como la de su hermana. Pero más allá de cualquier comparación, cualquiera de esos traseros serían un manjar para cualquier hombre.
Mi verga dio un salto. Y me di cuenta de que mi remera ya no me protegía.
—Parece que es algo que sucedió en toda la cuadra —comentó Agos—. No veo ninguna luz encendida.
—De todas formas, voy a ver si saltó la térmica —dije, encontrando la excusa perfecta para marcharme de ahí.
Me fui hasta el cuarto de luz, no sin temer que justamente en ese momento apareciera Sami. ¡Sami! Recordé de repente. ¿No se abría asustado por la tormenta? Pero de todas formas primero me fui a ver la térmica. Aproveché la soledad para acomodar mi verga. Pero no pude hacer que se me bajara. La apreté con el elástico del bóxer, logrando disminuir el bulto, aunque no desaparecerlo. Como era de esperar, la térmica no había saltado. El corte de luz no era algún problema de la casa, sino de toda la zona, tal como había dicho Agos.
Volví por mi camino. En ese momento me di cuenta de que me quedaba muy poca batería en el celular. No tenía idea de cuándo regresaría la energía eléctrica, por lo que decidí apagar la linterna, y regresar tanteando el camino. Fui por la oscuridad, sin dejar de pensar en la infidelidad de Mariel y en las ganas que tenía de desquitarme con las hermosas perras que tenía por hijas.
Entonces me tropecé con alguien. Alguien que también andaba por la oscuridad.
—Perdón —dije.
Cuando lo hice, me pareció sentir su cadera. Y ella, muy a mi pesar, había sentido mi erección en ella. Pero solo fue un segundo. Quizás creería que la dureza que había hecho contacto con ella era la del celular. Pero no tuve tiempo de convencerme de eso, ni de sentirme avergonzado. Porque luego ocurrió algo increíble. Antes de que pudiera preguntar de quién se trataba, quién era la que se había topado conmigo en la penumbra, una mano se posó sobre mi verga.
Quedé sin palabras, sin siquiera poder moverme, totalmente petrificado. Y por si fuera poco, ese contacto no solo fue premeditado, sino que no pretendía ser algo efímero. La mano, de dedos delgados empezó a masturbarme por encima del pantalón. No tardé en empezar a jadear, totalmente entregado a la sorpresa y el placer. Mi hijastra —quién sabía cuál de ellas era—, frotaba la verga todo a lo largo.
La agarré de la muñeca, y tironeé de ella, para llevarla al cuarto de luces y cogérmela de parado ahí. Pero en ese momento, ella se soltó, y salió corriendo en medio de la oscuridad, sin haber dado la cara, dejándome totalmente confundido, y completamente excitado.
Continuará…
Una respuesta
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