Mi odiosa madrastra, capítulo 9
Sentí cómo Nadia se separaba de mí. A pesar de que intentaba ser sigilosa, los movimientos del colchón y de la ropa de cama me advirtieron de lo que pasaba. Era raro, pues luego de hacerme aquella paja, había caído en un profundo sueño. Supuse que quizás lo que realmente me había hecho despertar era la ausencia del calor corporal de Nadia. Abrí los ojos. Los rayos del sol ya se filtraban por las pequeñas aberturas de la persiana. La miré. Estaba parada al lado de la cama, bostezaba, y estiraba todo su cuerpo como consecuencia de la fiaca que aún sentía. La espalda se arqueó, los brazos se estiraron, las piernas parecieron tensarse, los pechos avanzaron, sobresaliendo aún más de lo que ya de por sí sobresalían. Hasta en los gestos más cotidianos mi madrastra dejaba relucir su sensualidad.
— Al final me quedé dormida acá —comentó, cuando notó que la estaba mirando—. Igual, por lo visto ni te enteraste —agregó después.
— No, no me di cuenta. Pero está todo bien —respondí, mintiendo.
Recordé la paja que me había hecho mientras ella dormía, y luego su mano posándose sobre mi verga erecta. La mano de Nadia presionándola, hasta que la eyaculación no pudo ser contenida.
— ¿Te sentís mejor? —preguntó, apoyando la mano en mi frente—. La fiebre casi se te va —comentó.
— Ya me siento mucho mejor —dije—. Aunque todavía algo cansado. Vos no tenés ningún síntoma —afirmé después.
— No, por lo visto soy una superheroína asintomática —comentó en broma, mostrando los músculos de sus brazos. Luego se marchó. Quizás por primera vez, sentí la soledad de mi habitación.
Realmente ese sueño había sido reparador. La peor parte de mi enfermedad había quedado atrás después de esa noche de caricias tiernas y de paja furiosa. Pero no fue solo eso lo que hacía de esa noche algo especial, algo diferente a todos los otros días, los cuales ya de por sí eran atípicos.
Esta era la primera vez que reconocía para mí mismo que Nadia me atraía mucho. Era cierto que las circunstancias me obligaban a verme enredado en situaciones sumamente eróticas, y que cualquier otro tipo que estuviera en mi lugar no soportaría ni la mitad de lo que yo estaba soportando. Pero también era cierto que, por mucho que me pesara admitirlo, no solo estaba acostumbrando a tener a esa mujer moviendo su perfecto culo por toda la casa, sino que disfrutaba de tener ese privilegio. No obstante, este sinceramiento conmigo mismo no hacía más que complicar las cosas, pues no dejaba de ser mi madrastra, y estaba decidido a nunca acostarme con ella. Estos pensamientos me fueron empujando hacia otros, un tanto más molestos e incómodos. Así como repentinamente acepté la atracción hacia Nadia, también surgió un fuerte sentimiento de contrariedad hacia todas las prácticas que llevábamos a cabo. De repente, las excusas que me había dado ella, y las que yo mismo me había inventado, perdían fuerza y no resultaban para nada convincentes. No por primera vez me pregunté qué hubiese pensado si hacía un par de meses —o incluso hacía un par de semanas—, alguien me dijera que me sucederían todas esas cosas con mi propia madrastra. La respuesta, a priori, era obvia: no habría manera de creerlo.
Además, había otra cosa en la que había pensado muchas veces, pero ahora la veía con mucha mayor claridad: Nadia estaba perfectamente consciente de cómo me excitaba cuando la veía media desnuda, o cuando la tocaba, y de lo difícil que me resultaba contener esa excitación y lograr que no se materializara en mi cuerpo. Lo sabía perfectamente, y aun así, jugaba conmigo. ¿Hasta qué punto era necesario que ponga a prueba el hecho de que podía confiar en mí? ¿No lo había demostrado ya de sobra? Cualquier otro se hubiera sobrepasado ya en el primer día, cuando ella necesitaba que le pasara protector solar por todo el cuerpo. Realmente no era necesario que hiciera todas esas cosas que hacía. Lo de cuidarme la noche anterior resultaba entonces una actitud no tan altruista como parecía en un principio.
No obstante, a pesar de tener este torbellino de nuevos pensamientos y emociones, no pensaba mostrar mi malestar, al menos en principio.
Al mediodía hice un esfuerzo considerable por levantarme e ir a almorzar al comedor.
— No hacía falta que te levantes, tontito —dijo ella—. Te iba a llevar la comida a la cama.
— Es que ya me estoy sintiendo un inválido ahí adentro —comenté—. Además, ya estoy mucho mejor.
La verdad era que no estaba ni de lejos en el estado del día anterior, pero así y todo, me faltaba bastante para estar bien. Cuando me levanté de la cama me di cuenta de que ese simple acto requería de un esfuerzo mucho mayor del que había imaginado. Mi cuerpo estaba completamente debilitado. Por suerte la garganta ya no se sentía tan mal, y la congestión había disminuido muchísimo. En la mesa había milanesas con puré mixto.
Nadia acarició mi cabello, con la misma ternura con la que lo había hecho por la noche. Eso produjo un violento sentimiento contradictorio en mí. Por un lado, esa simple caricia, resultaba sumamente tierna y desinteresada, pero por otro, se agolparon en mi cabeza todas las cavilaciones que había hecho unos momentos antes. Estaba claro que ella no podía albergar verdaderos sentimientos maternales hacía mí. Nadia apenas me llevaba ocho años. Esos eran menos años de los que papá le llevaba a ella. Realmente no correspondía que me mimara de esa manera.
— Y cómo te conquistó el viejo —largué de repente, antes de meterme un pedazo de milanesa en la boca.
Tal vez lo hice porque quería pensar en otra cosa, pero la verdad es que era una pregunta que me venía haciendo hace tiempo, y que me generaba mucha curiosidad.
— ¿Nunca te lo contó? —preguntó ella a su vez.
— Cuando me contó que salía con vos, di por sentado que eras una más en su larga lista. No lo tomes como algo personal, pero ya sabrás cómo era el viejo —dije, hablando con la boca llena—. Así que la verdad es que nunca me molesté en averiguar sobre su historia de amor. Pero ahora me picó la curiosidad. Y no creas que es porque tengo ganas de escuchar un relato cursi, sino porque de verdad no entiendo, cómo es que…
— ¿Como es que un hombre puede tener algo serio conmigo? —preguntó ella, con la mirada más triste que enojada.
— Bueno, no es que no crea que lo merezcas, pero convengamos en que no cualquier hombre podría tolerar salir con una mujer que debe tener dos mil pretendientes —dije, para luego interrumpirme para tomar un trago de agua—. Pero en realidad lo que más me intriga es saber cómo es que vos elegiste al viejo, habiendo tenido tantas opciones.
Nadia había esbozado una sonrisa, ahora se mostraba más predispuesta a hablar.
— La cosa es mucho más simple de lo que imaginás —dijo.
— ¿Ah, si?
— Las mujeres como yo, al igual que todas las demás, buscamos una sola cosa en los hombres. Una cosa que está por encima de todo lo demás.
— Y cuál es esa cosa —quise saber.
— Que nos amen incondicionalmente —dijo ella—. Y disculpame si es una respuesta cursi para vos. Pero es así la cosa. Yo tenía muchos pretendientes, eso es cierto. Pero los pocos que verdaderamente se animaban a seducirme, no tardaban en mostrarse inseguros o celosos, ya sea porque veían que al estar conmigo la competencia siempre sería dura, o porque se enteraban de mi trabajo, o porque no soportaban ir de la mano con una mujer a la que todo los hombres se daban vuelta a mirar. A Javier en cambio, eso lo traía sin cuidado. Lo único que le importaba era hacerme sentir bien. Tanto así, que cuando le conté lo de mi trabajo, me ayudó con las fotos y los videos. Es cierto que le gustaba pavonearse frente a sus conocidos, usándome como si fuera una especie de trofeo, pero nunca le recriminé eso.
— Claro que no, si vos misma tenés una faceta egocéntrica —opiné—. A vos misma te gusta mostrar tu cuerpo. Exhibirlo, para que todos te miren y te deseen.
— Cuando tenés razón, tenés razón —admitió ella.
No hablamos mucho más que eso. Ella, al igual que yo, se veía ensimismada. En mi caso, me preguntaba si sería capaz de mantener una relación con alguien como Nadia. Una pregunta a la que no le encontraba respuesta. Mi madrastra, por su parte, no dejó traslucir qué era aquello que la mantenía sumida en la meditación. Aventuré a pensar que quizás, entre sueños, había sentido mi potente erección, y se había quedado con la duda de si yo me percaté de eso o no. Pero era imposible de saberlo.
Volví a la cama, para recuperar las fuerzas que me faltaban recuperar. Tenía la esperanza de que al día siguiente ya me sentiría prácticamente normal. Sin embargo, el hecho de que estar acostado, sin tener sueño, me hizo divagar nuevamente sobre los sucesos de la última semana. Realmente parecía que habían pasado, como mínimo, unos cuantos meses. La relación con mi madrastra había pasado de la enemistad unilateral que había impuesto yo, a una extraña complicidad que se hacía más fuerte cada día que pasaba.
No obstante, no dejaba de sentirme contrariado. Nadia buscaba todo el tiempo generar situaciones eróticas. Siempre lo hacía con la excusa de que era por su trabajo, pero debía de saber que yo no era de madera. No podía dejar de preguntarme si de verdad no se había percatado de que había estado palpando mi verga erecta. Incluso si en principio estaba dormida, me costaba creer que en algún momento no se despertara, sintiendo tremenda dureza en sus manos.
Una vez más, me vi derrotado por mis propios instintos, y es que ya me encontraba nuevamente con una potentísima erección. Desde que había cortado con mi exnovia, parecía que me calentaba con mucha facilidad. Pero esta excitación tenía algo muy diferente con respecto a todas las otras veces que tuve mi verga tiesa a causa de mi madrastra. En esta ocasión, mi verga me exigía respuestas. Y sobre todo, me exigía dignidad.
Me levanté de la cama, con una resolución que hacía mucho no sentía. Hasta ahora había jugado su juego. Había hecho las cosas al pie de la letra a como ella las imponía. Sólo en una ocasión me había animado a tomar la iniciativa. Bien que se merecía esas nalgadas que le había dado. No era más que una caprichosa que necesitaba que de vez en cuando la pusieran en su lugar. Pero eso no bastaba, porque incluso esos azotes terminaban siendo parte de sus juegos. Hasta podría jurar que los había disfrutado. Necesitaba darle una dosis de su propia medicina.
Sin embargo, si bien mientras salía de mi habitación, pensaba en todo esto, no era ni el enojo ni la indignación lo que me instaban a ir por Nadia. En esta ocasión lo único que me impulsaba a actuar, era una profunda necesidad de saber la verdad.
No la encontré, ni en el living ni en la cocina. Me dispuse a ir a su cuarto, cuando escuché que la ducha estaba funcionando.
Entré sin avisar.
— León ¿sos vos? —preguntó ella.
— Y quién más iba a ser —dije yo, corriendo la cortina, para encontrarme con mi madrastra, como dios —o el diablo—, la trajo al mundo.
— ¿Qué hacés? No quiero que me veas así ahora —dijo ella, totalmente empapada, y totalmente en pelotas. Se cubrió las tetas con las manos, pero luego pareció recordar que su entrepierna también estaba desnuda, por lo que cerró los muslos, escondiendo así sus labios vaginales, aunque no logró cubrir su pelvis, que ahora tenía una mata de vello castaño.
— Pero si vos hasta me ayudaste a bañarme —dije yo, recordando el semen que patéticamente se perdía por la rejilla, mientras ella apuntaba el chorro de agua a mi verga fláccida.
— Eso fue diferente. Vos necesitabas ayuda —respondió ella, sin dejar de cubrirse, aunque de a poco parecía menos escandalizada.
— Pero si yo también vine a ayudarte —dije—. Estuve pensando que un video duchándote causaría sensación entre tus seguidores. No tenés ninguno así ¿cierto?
— Puede ser que tengas razón, pero ya hablamos de esto. No me gusta que me impongas cosas que no tengo ganas de hacer. Quizás en otro momento…
— Pero si vos ayer te metiste en mi cama incluso cuando te dije que quería dormir —retruqué yo—. El respeto debería ser mutuo. ¿No?
— Es que creí que… —dijo ella, interrumpiéndose. Cerró la llave del agua—. Creí que te iba a hacer bien. Y de hecho, así fue. Por eso lo hice. Seguí mis instintos. Tuve buenas intenciones. Así que…
— Y yo creo que te va a beneficiar hacer un video mientras te duchás. Yo confíe en vos, y te dejé dormir en mi habitación. ¿Acaso no podés confiar en mí?
— Sí —dijo, dubitativa—. Pero… No sé. Estás raro.
— Todo esto es raro —afirmé.
— Okey —respondió, sumisa, aunque una sombra de duda nublaba su rostro.
Ya se estaba terminando de bañar, por lo que su cuerpo estaba enjuagado, sin rastros de espuma. Abrió la llave de la ducha nuevamente. Un potente chorro de agua en forma de lluvia cayó sobre su escultural figura. Enfoqué con la cámara del celular, manteniendo cierta distancia, para que no le alcance el agua. Ella dio la espalda. En el medio de las pomposas nalgas, la piel se tornaba pálida. Era una línea fina que podría ser cubierta con una de las diminutas tangas que tenía en su guardarropa. Giró para mostrar su rostro, pero sin que su trasero saliera de la escena. Sonrió, aunque yo podía notar la contrariedad que había en su mirada.
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Luego se inclinó, como si estuviera recogiendo algo del suelo. Ahora su monumental ojete avanzaba, a la vez que yo me acercaba para que esos dos cachetes macizos ocuparan toda la pantalla. Me tomé la molestia de hacerlo un poco de perfil, para que el ano no saliera en cámara, pues el material de Nadia solía ser un tanto soft, como si lo pornográfico fuera de mal gusto para ella.
— ¿Ya fue suficiente? —dijo, con cierto temor en su voz.
— Salió muy bien —dije—. Pero se me ocurren un par de cosas más.
Dejé el celular sobre el borde de la pileta, asegurándome de apoyarlo en un lugar que no estuviera mojado. Me quité el pantalón y la remera, y, ante su mirada de asombro, me metí en la bañera junto a ella.
— ¿Qué vas a hacer? —preguntó, con cierto recelo, sobre todo cuando notó mi evidente erección.
— Date vuelta —dije, ya que se había puesto de nuevo de frente.
Mi madrastra, algo confundida, me obedeció. Cerré la llave del agua.
— Es mejor que le demos mayor realismo a esto de la ducha —dije.
Agarré el jabón que había usado ella hacía unos minutos. Me acerqué un poco más a Nadia, y me incliné. Ahora tenía su trasero a centímetros de mi rostro. Verlo de cerca me hacía percatarme con mayor nitidez tanto de su perfecta redondez, como de su firmeza, y sobre todo, de su profundidad.
Nadia me miraba desde arriba, había girado su torso, con un movimiento de la cintura, no obstante, su trasero continuaba a mi merced. Sentí que mi verga palpitaba, como si la sangre hubiera corrido por ella, durante un instante, en una cantidad impresionante, y a una velocidad de vértigo. Froté el jabón una y otra vez sobre mi mano, haciéndolo girar, produciendo espuma.
— Eso podría hacerlo yo —comentó ella.
— Pero no hace falta. Para eso estoy yo, para ayudarte. Vos me ayudás cada vez que podés. Lo menos que puedo hacer es esto —dije.
Dejé el jabón a un lado, y llevé mi mano a una de sus carnosas nalgas. Hice movimientos circulares sobre ella. Ahora mi mano sentía nuevamente la dureza de esos glúteos, pero esta vez, el hecho de que la textura fuera tan resbaladiza, hacía que la experiencia fuera diferente a todas las anteriores. El trasero ya había quedado cubierto de espuma, pero aun así, no podía dejar de masajearlo. Se sentía demasiado bien. La dureza y la suavidad en simultáneo, percibidas a través de mi mano enloquecida.
Luego ocurrió un accidente. Como si se tratara de un auto que conducía a toda velocidad sobre un asfalto mojado y se desviaba peligrosamente de la carretera, en el constante masaje que le hacía a esa esfera de carne, mi mano hizo un movimiento más rápido de lo aconsejable, y siguió de largo, cosa que hizo que mis dedos se enterraran en esa increíblemente profunda zanja que tenía en medio de los glúteos. Sin embargo, Nadia ni se inmutó siquiera al sentir las extremidades violadoras, de las cuales con una incluso llegué a sentir el anillo de cuero que anunciaba la localización del ano. Un poquito más de potencia en el movimiento, y el dedo en cuestión se hubiera enterrado en orificio más estrecho y más oscuro de mi madrastra.
Me detuve, sabiendo que si continuaba magreando ese trasero, todo el esfuerzo por contenerme que había hecho hasta el momento, sería tirado a la basura. Me enjuagué la mano en la pileta, y me sequé. Luego agarré el celular y volví a la bañera. Me puse en cuclillas y desde esa posición, le saqué varias fotos al culo enjabonado de mi madrastra.
Nadia
— Gracias —dijo ella, con un tono de voz que no dejaba traslucir ninguna emoción—. Con eso va a ser suficiente.
— Arrodillate —dije.
— ¿Ahora qué querés hacer? —preguntó Nadia.
— Arrodillate —repetí.
No volvió a preguntármelo. Se puso de rodillas, sobre el duro piso, dándome la espalada, asegurándose de levantar el culo un poco, para que saliera en todo su esplendor. Abrí la llave de la ducha, y me alejé un poco.
Ahora mi madrastra recibía el líquido tibio sobre ese cuerpo perfecto, que le traía tantos beneficios como molestias. Encendí la cámara de video. La espuma que había en su trasero no tardó en enjuagarse, y perderse por la rejilla de desagüe. Nadia giró para mirar a cámara. Lucía una cara provocadora, aunque no era esa provocación descarada que solía mostrar en su contenido. Era un gesto hecho más bien por obligación. No estaba del todo entusiasmada con lo que estaba haciendo, pero seguía al pie de la letra cada cosa que le indicaba, y jugaba muy bien su papel de hembra calientapijas. Había en ella un sometimiento que nunca creí que vería, y que me instaba a sacar provecho de él.
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Sin embargo, cuando vio que ya pasaron varios minutos y yo seguía grabándola, ella misma tomó la iniciativa de concluir con esa filmación. Cerró la llave, y se dispuso a salir de la ducha. En ese momento, y sin analizarlo mucho, tomé la decisión que probablemente era la más arriesgada hasta ese momento. Evité que saliera, agarrándola de la muñeca.
— ¿Qué te pasa? —preguntó ella—. Me estás asustando.
— Ayer, cuando dormimos juntos… —dije, sin terminar la frase, pero sin soltarla de la muñeca tampoco.
— Ayer qué —dijo ella.
— ¿No te acordás de lo que pasó? —pregunté.
— No pasó nada. Dormimos juntos, como dos adultos que tienen en claro cuál es su relación —respondió ella, haciendo que mis sospechas se intensificaran, pues sentía que me estaba dando una respuesta esquiva, que en verdad no decía mucho.
— ¿Y cuál mierda es nuestra relación? Porque yo no tengo ni puta idea —dije, exasperado.
— León, me estás lastimando —se quejó ella.
Disminuí la presión que estaba ejerciendo con mi mano, pero en cambio, la agarré de la cintura y la empujé, hasta ponerla contra la pared. Me acerqué a ella. Sus tetas fueron aplastadas por mi torso, a la vez que le hice sentir la dureza de mi verga.
— ¿Te parece divertido ponerme así todos los días? Evidentemente lo hacés a propósito. ¿Te parece normal?
— No lo hago a propósito —balbuceó ella—. Yo trabajo de esto, y pensé que vos eras diferente. Pensé que podías entenderlo.
— ¡Entender una mierda! Yo no soy fotógrafo, ni artista, ni nada —la presioné más con mi cuerpo—. Anoche me masturbé mientras dormías a mi lado —dije, sin sentir ningún poco de pudor. Supuse que quizás después me arrepentiría de mi brutal sinceridad, pero en ese momento todo me importaba un carajo.
— Hubiese preferido no saberlo —dijo ella.
— ¿Sabés por qué lo hice? —pregunté.
— ¿Por qué, León?
— Porque si no me desahogaba de esa manera, no iba a poder contener las ganas que tenía de cogerte en ese mismo momento.
— Entonces quizás hiciste bien en masturbarte —comentó ella. De repente se sumió en un silencio que, dadas las circunstancias, me pareció muy largo—. Ahora me doy cuenta —dijo al fin—. Te estuve presionando demasiado. A partir de ahora ya no voy a molestarte más. Creo que… creo que necesitaba un aliado, un compañero… Gracias… digo, aunque suene raro, gracias por masturbarte en lugar de aprovecharte de mí. Sos un buen chico, tal como lo había pensado. No debí presionarte tanto. Es que a veces soy tan insegura…
Viéndolo en retrospectiva, era una situación surreal, y eso que ya había pasado por todo tipo de situaciones raras con ella. Ahora tenía a mi madrastra en pelotas, con su cuerpo húmedo y su cabello chorreando agua, arrinconada por mí, con la verga tiesa clavándose en su ombligo, como si fuera una navaja con la que la amenazaba. Y ella, si bien se mostraba asustada, el sentimiento que parecía imponerse era el de la culpa.
— Tampoco creas que para mí es fácil —siguió diciendo—. Yo también siento cosas. Yo también sufro el encierro y la soledad. Tenemos que poner fin a esto. Es toda mi culpa, lo reconozco. Pero ahora por favor, dejame irme, no hagas algo que luego no pueda perdonarte. No quiero odiarte. Sos el único… sos el único en el que puedo confiar.
Esas últimas palabras las oí pero no les presté mucha atención. Lo primero que dijo fue lo que más me dio en qué pensar. Para ella tampoco había sido fácil. Nunca había pensado en eso. Nunca se me había ocurrido que mientras yo me mataba a pajas pensando en ella, Nadia podría estar experimentando algo, sino igual, sí parecido.
Retrocedí un poco, pero sin darle espacio a salir todavía. Y entonces vi algo de lo que me tenía que haber dado cuenta antes. Los pechos de mi madrastra estaban hinchados, y los pezones se habían endurecido, y ahora eran mucho más puntiagudos. Tenían un aspecto notablemente diferente a cuando había corrido la cortina para encontrarme con ella.
Nadia estaba caliente.
Extendí la mano, y agarré uno de los pezones con dos dedos. En efecto, se sentían duros y estaban erectos. Nadia se estremeció. Apoyó su espalda en la pared, ya no instada por la presión de mi cuerpo, sino que parecía que se había rendido. Apreté nuevamente el pezón, y froté los dedos con fuerza en ellos, como si quisiera exprimirlos. De su garganta surgió un sonido que nunca había escuchado de ella: mi madrastra gimió de placer.
— ¿Se siente bien? —le pregunté.
— Sí —respondió ella.
Había agachado la cabeza, como si sintiera vergüenza de mirarme a la cara. No obstante, ya había dejado de lado su intención de marcharse.
— lo hiciste a propósito ¿no? —pregunté. Ella pareció desconcertada, pero no dijo nada—. Anoche, cuando me tocaste la verga. Estabas despierta ¿No?
— Al principio no. Pero de repente sentí tu… y bueno… —dijo ella, dejando inconclusa la frase. De todas formas, lo que importaba era que me estaba confesando la verdad. La intimidad que teníamos en ese momento, parecía instarla a ser sincera, tal como yo lo había sido con ella.
— Y si te hubiera querido coger ¿Qué hubieras hecho?
— No lo sé. De verdad no lo sé —susurró, como si tuviera miedo de que alguien más la escuchara—. Había pensado en irme corriendo a mi cuarto, pero no lo sé.
Liberé su pezón, lo que provocó que ella ahora me mirara, como preguntándose qué era lo siguiente que haría. Entonces me bajé la ropa interior, y la tiré al otro lado del baño. Mi verga estaba dura como el hierro, y erguida como mástil. Nadia la miró. Se mordió el labio inferior, en un gesto instintivo. Tenía un abundante vello pubiano. Era como una selva oscura desde donde se erigía un tronco atravesado por venas.
Y entonces me alejé de ella. Di unos pasos hacia atrás, hasta el otro extremo de la ducha. Me apoyé en la pared, tal como se encontraba Nadia en ese momento, y empecé a masturbarme. Mi madrastra pareció confundida, aunque por otra parte, no podía sacar la vista de mi verga.
— ¿Pensaste que te iba a coger? —dije, mientras empezaba a masajearme—. Si estás caliente, te la vas a tener que arreglar como yo lo vengo haciendo desde hace rato.
— ¿Qué es esto? ¿Una venganza? —preguntó ella.
— Digamos que quiero que por una vez sientas lo que yo sentí muchas veces.
Nadia miró hacia la puerta, como si se le hubiera pasado por la cabeza irse de ahí. Pero en el último momento cambió de opinión. Se quedó donde estaba. Su mano, con una lentitud que parecía ensayada, se deslizó por su abdomen, para ir subiendo, hasta llegar a sus pechos. Y entonces empezó a masajear la misma teta a la que yo le estuve estrujando el pezón hacía apenas unos minutos. Mi verga dio un salto al ver esta imagen, ya demasiado estimulante. Estaba claro que ella lo hacía a propósito. Se había molestado por el hecho de que yo decidí no concretar lo que parecía que iba a hacer. Ahora ella pretendía provocarme nuevamente, mostrándome cómo se masturbaba. Quizás creyendo que yo no toleraría ese grado de excitación y finalmente decidera poseerla, cosa que ella aprovecharía para devolverme con la misma moneda, negándose a tener sexo conmigo.
Pero yo no iba a caer tan fácilmente. Había decido tomar ese camino, y lo seguiría hasta el final. Además, si ya había aguantado durante todo este tiempo, sólo debía hacer un poco más de esfuerzo. Porque era cierto, y ahora no podía dejar de reconocerlo: desde el día uno en el que empecé la convivencia con Nadia, no hice otra cosa que reprimir las ganas que tenía de cogérmela. Lo había logrado hasta tal punto de creerme yo mismo mis propias mentiras.
Ahora Nadia llevó la otra mano a su entrepierna. Estaba convencido de que iba a hundir sus dedos en su vagina. Sin embargo, se limitó a hacer movimientos circulares en su clítoris, con una intensidad que iba, de a poco, en aumento.
Vi sus labios abrirse y cerrarse, su pecho inflarse y desinflarse, evidenciando que su respiración se estaba tornando agitada. Su mirada seguía clavada en mi verga, como si la hubiese hipnotizado con ella, la cual estaba roja, ya lista para expulsar la leche de mis testículos.
Pero no fui yo el primero en alcanzar el éxtasis. Nadia empezó a gemir, cada vez evidenciando un mayor gozo. La había visto muchas veces desnuda, pero era la primera vez que la veía en un acto sexual. Su excitación hacía que se vea incluso más sexy que en circunstancias normales. Sus ojos estaban como embriagados, todos los músculos de su cuerpo parecían haberse tensado. Tiró la cabeza para atrás. Ahora sus gemidos eran menos espaciados unos de otros. Sonaban más salvajes, más violentos. No me caben dudas de que algún vecino podría escucharla, aunque lo cierto es que eso no es algo que haya pensado en ese momento, porque en ese momento lo único que existía era mi madrastra, con la mano en la entrepierna, alcanzando el clímax, con un orgasmo que pareció enloquecer cada célula de su cuerpo, al punto de hacerla estallar en un escandaloso grito de gozo, que ya no solo podrían escuchar los vecinos de los departamentos más cercanos, para luego caer de rodillas en el piso.
Se quedó un rato así, mientras yo sentía que mi propio orgasmo ya era inminente. Abrió la llave de la ducha, y dejó caer el agua tibia desde su cintura para abajo. Se limpió su sexo. El agua que corría, y rosaba mis pies antes de ir a parar al desagüe, iba mezclada con los flujos vaginales de Nadia. Fue cuando vi esta imagen que ya no pude —ni quise—, contener la eyaculación. El semen salió con tanta potencia, que un fino chorro alcanzó el trasero de mi madrastra. Ella me miró con fastidio.
— Fue sin querer —dije.
Entonces dejó caer el agua en su culo. El semen que había impactado ahí, junto con el resto que estaba en el piso, se fue perdiendo de a poco por el desagüe, aunque no desapareció inmediatamente, pues dada su consistencia, no era fácil que se metiera en las hendiduras de la rejilla.
Me acerqué a Nadia. Agarré el jabón nuevamente, y lo pasé por la nalga que se había manchado con mi semen.
— No hace falta, yo me arreglo sola —dijo ella.
— Pero si ya te acaricié el culo montones de veces. Ahora no nos pongamos tímidos —dije.
Froté con movimientos circulares ese turgente cachete, hasta que se enjuagó por completo. Luego, sin previo aviso, le di una nalgada.
Nadia salió de la ducha, y se envolvió con un toallón. Me miró atentamente, aunque no pude dilucidar si esa mirada reflejaba enojo, decepción, satisfacción, miedo, o todas esas sensaciones a la vez.
Aproveché para darme una ducha. No pude evitar pensar que, ahora sí, todo se había ido a la mierda.
Continuará…
Una respuesta
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