agosto 10, 2025

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Llegando de Brasil, una noche en São Paulo fue suficiente para que la caipiriña se convirtiera en mi bebida favorita

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El aire húmedo de São Paulo me recibió como una caricia lasciva al bajar del avión. Tenía veinticuatro horas libres antes de mi vuelo de regreso a Buenos Aires, y ya sabía exactamente cómo iba a emplearlas. El uniforme de azafata aún me ceñía el cuerpo cuando entré al bar del hotel, donde las luces tenues y el ritmo de la bossa nova creaban el escenario perfecto para lo que buscaba.

Fue entonces cuando lo vi.

João.

Moreno como el café recién tostado, ojos color miel que brillaban con malicia, y una sonrisa que prometía pecados capitales. Estaba sentado en la barra, con las mangas de la camisa arremangadas mostrando antebrazos tatuados que hacían volar mi imaginación a lugares indecentes.

«Uma caipirinha para la señorita», le dijo al barman antes de que yo pudiera abrir la boca. Su voz era grave, con ese acento portugués que hace que hasta las palabras más inocentes suenen a invitación sexual.

«Gracias, pero prefiero probar algo… local», respondí, dejando que mis dedos rozaran su mano al tomar el vaso.

La conversación fluyó como el alcohol: rápida, ardiente y con consecuencias intoxicantes. João era piloto de una aerolínea regional, lo que explicaba esa seguridad al moverse, esa mirada que evaluaba cada detalle como si yo fuera su próximo destino.

«Tu español es perfecto», comenté mientras su pierna se pegaba a la mía bajo la barra.

«Tengo mucha práctica con argentinas», susurró al oído, su aliento caliente haciéndome estremecer. «Especialmente con las que usan ese uniforme».

No hubo necesidad de más palabras.

En el ascensor hacia mi suite, sus manos ya estaban bajo mi falda, encontrando la humedad que había estado acumulándose desde el momento en que nuestros ojos se encontraron. «Você tá molhadinha», murmuró mientras sus dedos expertos trazaban círculos sobre mi clítoris a través de la tela del tanga.

La puerta de la habitación apenas se cerró cuando me empujó contra ella, su boca devorando la mía con una urgencia que me dejó sin aliento. Sus manos desabrocharon mi blusa con destreza, dejando al descubierto mis pechos que ansiaban su atención.

«Deixa eu te provar», gruñó antes de llevarse un pezón a la boca, mordiendo y succionando hasta hacerme arquear la espalda.

Lo que siguió fue una exhibición de dominio que me dejó sin palabras. João me desvistió lentamente, como si cada prenda fuera un regalo que debía desenvolver con cuidado. Cuando quedé completamente desnuda, me hizo girar y me obligó a mirarme en el espejo del vestidor.

«Olha só essa putinha linda», dijo mientras sus manos recorrían mis curvas. «Toda essa beleza só pra mim».

Su verga, cuando por fin la liberó de sus pantalones, era exactamente como la había imaginado: gruesa, imponente, con una cabeza que brillaba de precum. No pude evitar gemir al imaginarla dentro de mí.

João no me hizo esperar. Me llevó a la cama y me colocó boca abajo, levantando mis caderas hasta dejar mi coño completamente expuesto.

«Primeiro, eu vou te comer», anunció antes de enterrar su lengua en mí.

El orgasmo llegó rápido, violento, haciéndome gritar en una mezcla de español y portugués mientras sus dedos se unían a su lengua para destrozar cualquier sentido de decencia que pudiera quedar en mí.

Cuando finalmente me penetró, fue con una fuerza que me hizo ver estrellas. Su verga llenaba cada centímetro, estirándome de una manera que bordea el dolor pero se convierte en placer puro.

«Gostosa… caralho, você é apertadinha», jadeó mientras comenzaba a moverse, cada embestida más profunda que la anterior.

Nos movimos por toda la habitación: contra la pared, sobre el escritorio, en el suelo frente al ventanal con las luces de São Paulo como testigo. João me folló en cada posición imaginable, cada vez encontrando un nuevo ángulo para hacerme gritar.

El momento culminante llegó cuando me puso en cuatro y comenzó a alternar entre mi coño y mi culo, su verga entrando y saliendo de ambos agujeros con una facilidad que hablaba de su experiencia.

«Vem, gata, goza pra mim», ordenó mientras sus manos se cerraban alrededor de mi cuello.

Obedeci como nunca había obedecido a nadie, el orgasmo sacudiéndome con tal intensidad que temí desmayarme. João siguió moviéndose, prolongando mi éxtasis hasta que finalmente se vino dentro de mí con un gruñido que resonó en toda la habitación.

La mañana siguiente, al despertar, encontré las sábanas manchadas y mi cuerpo dolorido en lugares que no sabía que podían doler. João ya se había ido, pero había dejado una nota:

«Até a próxima, gata. O Brasil te espera.»

Y una botella de cachaça firmada.

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