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LA AMIGA DE MI MUJER
LA AMIGA DE MI MUJER
Este relato, pensará el lector, que es obra de mi afiebrada imaginación, pero les aseguro que el argumento central forma parte de una realidad.
Aproximadamente a los 3 años de casado, ya con una pequeña heredera, vislumbraba que mi matrimonio no iba a llegar a buen puerto. Mi esposa había entrado desde hacía unos 10 meses en una inflexible dejadez sexual y, además, acompañada con una franqueza enorme diciendo que el manejo del hogar era para ella un hartazgo. Es decir, estaba fregado de día con la casa descuidada y de noche, no acababa de comprender el por qué se había casado. Para mí, la única respuesta era el interés y el miedo a quedarse solterona. A sus 32 años mantenía un hermoso cuerpo, con unos pechos grandes y turgentes, una cintura delgada y unas caderas redondeadas que coronaban dos bien formados, largos y muslos. Estaba en un escenario completamente nuevo para mí, ya que, durante el noviazgo y unos meses de convivencia, no teníamos problemas para “cogernos” en el sofá, en la ducha o en la cama. Era reticente a darme una mamada de verga, pero sí me pedía con voz sedosa que le diera una chupada de vagina, con introducción de lengua y dedos, lo que le hacía llegar a orgasmos espectaculares. Este cambio o aversión al sexo fue progresivo y obviamente, muy negativo para nuestra vida conyugal, lo cual se confirmó en la tercera visita al psiquiatra cuando le confirmó claramente que no tenía ningún interés en sexo y que solamente asistía a consulta, para evitar desavenencias en casa.
Por mi parte, a mis 35 años, con una vida bastante en regla incluyendo la práctica de deportes de campo, esta situación se convirtió en un calvario especialmente en las noches. Ella viendo TV y yo con una “parazón” que quería romper el pantalón pijama. Ella no se inmutaba y a mucho requerimiento, me decía: – Bueno, si quieres puedes ponerte encima de mí y penetrarme, que yo no siento nada así que ni te esfuerces. Como comprenderán, a pesar que algunas veces lo hice, más satisfactorio me significaba irme al baño para auto complacerme.
Luego de un tiempo, recurrí a visitar masajistas que, por una corta cantidad de dinero adicional, accedían a complacerme sexualmente en forma manual y oral. Así encontré a Mariela, que era una eximia profesional en su trabajo, tanto con las manos y boca, así como, con su vagina. Esta mujer era de piel mestiza clara y provenía de una región selvática, era relativamente alta y con un cuerpo de buenas formas. La hice mi masajista preferida durante más de 6 meses, en los cuales, generalmente, teníamos sesiones semanales. En las ocasiones en que no la encontraba, las otras 3 o 4 masajistas del local se me ofrecían para atenderme, pero yo era fiel a mis sesiones “sexacionales” con Mariela.
Este satisfactorio hábito empezó a ser poco a poco postergado, por la influencia sobre mí de una amiga de mi mujer. Sucedió que un día, invitados por mi esposa, llegó a casa una pareja amiga de ella. Ella, de nombre Rosita, era una mujer de mediana estatura, cabello corto y pequeños ojos negros, que armonizaban con un rostro ovalado, de tez clara, en donde destacaban unos labios delgados, pero bien delineados con un labial de color rojo intenso. Era delgada con senos más bien pequeños, caderas medianas, piernas y muslos bien provistos. Esa fue mi impresión, ya que iba vestida con una estrecha falda negra, medias de nylon del mismo color y una blusa de seda roja. Lucía muy sexy y atractiva. Su esposo era un hombre más bien fornido, alto, de lentes y de apariencia seria.
Mi esposa había preparado unos bocaditos para la ocasión. Yo había puesto a disposición una botella casi llena de ron Havana Club y otra entera de whisky J. W. etiqueta negra, hielo y los vasos del caso. La conversación fue larga y entretenida. Pude darme cuenta que mientras Rosita tomaba un “long drink” de ron, su marido ya estaba por el tercer vaso de whisky, sin que ella le demostrara fastidio alguno. Al término de la visita, Rosita nos preguntó si nos gustaba jugar a las cartas. Ante la respuesta afirmativa de mi “mujer”, nos propuso retornar el sábado siguiente por la noche, para jugar golpe o canasta, mientras nuestra pequeña hija dormía. Así quedó fijada nuestra segunda reunión.
Llegó el sábado, el cual se repitió varias veces en adelante. Nos ubicamos en la mesa del comedor de estilo provenzal, que era rectangular y de grueso tablero, con un travesaño principal inferior que invitaba a poner los pies. Me instalaron frente a Rosita mientras que mi mujer se situó, frente a su esposo. Empezamos a jugar canasta y a intimar más a lo largo del juego, animados por los tragos que moderadamente escanciábamos, a excepción del marido de Rosita que nos llevaba la delantera por 3 o 4 tragos más. Esa vez, acabó el juego un poco adormilado por los tragos bebidos. En el cuarto o quinto sábado siguiente, sentí por primera vez un encuentro con los pies de Rosita. Se los moví apartándolos, pero al poco rato, nuevamente estaban los de ella junto a los míos. Me pareció raro y busqué la mirada de Rosita, encontrando una sonrisa mientras escuchaba los comentarios banales que se hacían. Volví a retirarlos y nuevamente, sentí claramente que pegaba los suyos a los míos en forma adrede. Mi mujer, como siempre, indiferente y su marido bien entretenido tratando de consumir mi whisky junto con cubos de hielo. Así que nos quedamos, con los pies y tobillos juntos, hasta el término de la sesión. Esa noche antes de dormir, me mantuve con el pene enervado y tratando de ingresar en el hoyo de mi concubina, que tan indiferente era conmigo. Esa noche su frigidez no fue la excepción y tuve que calmarme manualmente en el baño, ya que la alternativa de la ducha fría no era tan atractiva en ese invierno.
El próximo sábado era ansiosamente esperado por mí, no solo para confirmar lo sucedido en el anterior sino porque ya deseaba ver a Rosita. Esa semana no fui a atenderme con la masajista Mariela. Al fin llegó la pareja amiga y yo ya había destapado una nueva botella de whisky, trago predilecto del invitado. Nos ubicamos como lo habíamos hecho siempre y sentí una mirada lisonjera sobre mí, que obviamente no era de mi mujer. Empezamos el juego y yo puse los pies sobre el travesaño de la mesa, buscando el contacto. Nada, no sentía ni encontraba pie alguno. Miré a Rosita y esta se mostraba indiferente y hablantina. Pasaba el tiempo. Perdía las vueltas del juego y Rosita me tomaba el pelo. Hasta que por fin sentí un toque en mi zapato. En ese momento, su esposo me pidió más hielo para sus tragos y allí comprendí el motivo de la demora del contacto. Su esposo aún no estaba un poco “adormilado”. Presuroso traje más hielo y procedí a servirle un buen trago y otro más suave, para mí. Volví a mi puesto y para sorpresa mía, ya estaban los pies de Rosita esperándome. Se sacó los zapatos, comentando que le apretaban mucho. Siguió el juego y al rato, primero un pie y luego con ambos, Rosita inició a acariciarme los tobillos para ir subiendo por una de mis pantorrillas, levantando la boca de mi pantalón. Nuestros compañeros de juego no se daban por enterados, una por su normal indiferencia y el otro por su interés en el whisky. Mientras tanto yo gozaba calladamente y lograba una erección que era soportada por el entallado slip que usaba. Además, yo permanecí sentado en todo momento y al final, me quedé algunos minutos más que el resto, hasta que sentí que mi miembro se había tranquilizado.
Sábado a sábado nuestros escarceos con los pies fueron incrementándose. Hubo veces que Rosita, haciéndose la cansada, se estiraba en la silla para alcanzar con sus plantas de los pies mi duro y abultado paquete, sobándolo lentamente, hasta que yo tenía que moverme para separarme y evitar eyacular allí mismo. Mis conocimientos tántricos fueron de gran ayuda y de gran gozo para Rosita. Sin embargo, nunca habíamos conversado sobre el particular y solamente habíamos cruzado miradas y sonrisas arrobadoramente cómplices. Yo estaba casi todas las noches de fin de semana a mil, mi mujer en la estratósfera y los ingresos económicos de Mariela aumentaban para aliviar la presión del de semen que mantenía en mi próstata.
Hasta que un día de semana, al retornar del trabajo a casa, encontré a Rosita en animada conversación con mi esposa. Había venido a tomar lonche dado que su marido había viajado fuera de la ciudad por un par de días. Como se hizo tarde, la invitamos a cenar y ella consintió con la condición que la lleváramos a su casa. Mi mujer aceptó diciendo que para eso estaba yo. Nos quedamos conversando los tres normalmente hasta cerca de la media noche. Habíamos probado hasta tres diferentes “pousse” café. Ella estaba con su falda negra y la blusa roja con la que la conocí. Había sido la animadora de la conversación, no sé si por los diferentes aperitivos consumidos, pero se le veía muy animada al contrario de mi compañera, que se lamentaba por haber perdido el capítulo de su telenovela. Yo esperaba solamente que alguna de ellas diera por terminada la reunión y así fue, que mi “mujercita” diciendo que se moría de sueño, se disculpó por no acompañarla, pero le aseguró que la dejaba en “buenas manos”, refiriéndose a mí. Así que nos levantamos, se despidieron y salimos en dirección al carro.
Le abrí la puerta de mi Ford Mustang hard Top clásico, que era de color rojo, techo negro e interiores de color blanco. Empecé guiando despacio pensando cómo abordar el tema que tanto nos entretenía y calentaba, así como franquearle mis sentimientos y deseos a Rosita. Ella encontró la solución al rato diciéndome: – Lastima que hoy día no jugamos cartas ¿verdad?
Le respondí resueltamente: – Si pues, me quedé con las ganas de sentir tus juguetones pies.
Me retrucó: – No creas que solamente mis pies son juguetones.
No me digas, le dije. – No lo puedo saber porque esta es la primera vez que estamos solos. Efectivamente, me respondió. – Ya habrá oportunidad para demostrarte algo de lo mío
Ojalá que sea pronto porque me estoy muriendo de ganas, le respondí. Ella riéndose dijo: – Me lo imagino, me lo imagino…
Yo ya estaba, a pesar del corto dialogo, con la verga palpitando. Con la voz algo entrecortada por las ganas, le dije: – Realmente te deseo mucho y eso es desde cuando te vi por vez primera. Rosita haciendo un mohín y diciéndome mentiroso, estiró sus dos piernas como quitándose la pereza a la vez que estiraba sus dos brazos hacia atrás. Al hacer eso, levantó sus caderas meciéndolas voluptuosamente mientras dejaba salir de su garganta: Hay… qué rico es estirarse así.
Mi coche era automático, ya era pasada la medianoche y el tránsito era escaso, lo que me permitió observarla desde la cara hasta los pies. Le dije: – Suerte que tienes tu para desperezarte así, ya que no estás manejando. Con voz sedosa me contestó: Pero eso no quita que me mires. Eres muy bandido. Y diciéndome eso, se inclinó hacia mí agarrándome el muslo derecho con su mano izquierda, empezando a recorrerlo suavemente, hasta tocar y acariciar el emergente bulto que mantenía en mi pantalón desde hacía rato. Apenas vi su candorosa actitud, bajé la velocidad a la vez que retrocedí un poco mi asiento. Ella inclinándose hacia mí, se acomodó entre el timón y mi bajo vientre mientras bajaba la cremallera de mi pantalón. Me sacó la verga erguida, liberándola de toda traba e inmediatamente, empezó a bajarme la piel que cubría mi glande, luego de jugar un poco con él, se agachó más y empezó a besarlo hasta que se introdujo toda la verga en su boca, degustándola y moviéndola delicadamente dentro de ella; con sus dientes me rodeaba la base del glande, girándolos y haciéndome dar contenidos “ayees” de placer y gozo. Me sacó, con no poco esfuerzo, los testículos los cuales se beneficiaron también de sus suaves lamidas y dulces besos. Yo mientras tanto, solamente atinaba a mantenerme atento para no subirme a una vereda y de un posible encuentro con otro vehículo o con la ronda nocturna de la policía.
Esta delicia de trabajo bucal y manual que me regalaba Rosita no duró mucho, no por causa de ella sino por mí. Estaba, como dicen los muchachos, con “los porongos llenos” y la delicada sapiencia y candor que le puso Rosita a la mamada que me estaba dando, hizo que en no más de algunas cuadras de recorrido, llegara a eyacular en una forma que sentí como si tuviera un volcán en ebullición. Me puse rígido. Rosita recibió todo en su boca y se lo pasó sin ningún aspaviento. No tenía alternativa. Es más, me sacó con la boca la última gota de mí esencia vital, ayudándose con sus manos. Al final, tuve que estacionar en un lugar oscuro y discreto para arreglarme la ropa y evitar huellas delatoras mientras que ella con un “kleenex” corregía la pintura de sus labios. Recién allí aprovechamos para besarnos con una pasión que hacía tiempo no experimentaba. Su sabia lengua me hacía vibrar y despertaba rápidamente mis zonas erógenas. Al tocarla y levantarle la falda para acariciar su sexo, que ya era una obsesión para mí, noté que estaba mojadita, tanto que había humedecido los pantis que llevaba puestos. Inicié a acariciar su vulva sobre ellos, lo más delicadamente que podía. Ella vibraba, la piel de sus brazos se le puso como “piel de gallina” y la temperatura de su cara estaba encendida. Yo sentía nuevamente que mi pene se erguía. Ante la incomodidad del carro y del lugar, Rosita que estaba con la cabeza hacia atrás y recostada en su asiento y sus muslos entre abiertos, atinó a decirme con voz llena de deseo: – Crees que podrías ayudarme a quitarme los pantis en mi casa. Acá me da miedo.
Encantado mi amor, respondí. Retirando mi mano de sus entre piernas, retorné mi asiento a su lugar y arranqué sin pensar en la hora ni en mi mujer, que seguramente ya estaba roncando. Por fin estaba sólo con la mujer que me había seducido y que prometía excepcionales momentos de placer que hacía tiempo no vivía. Pues entonces, ¡vamos!, le dije, enrumbando a su casa, mientras ella procedía a acomodarse la blusa, la falda y el peinado. En unos pocos minutos llegamos y al bajar, Rosita poniéndose un dedo sobre sus labios, me dijo: – Trata de no hacer ruido porque los vecinos saben que mi marido está de viaje. Cerré con cuidado el carro y me dirigí a la puerta que ya Rosita había abierto silenciosamente.
Tomándome de la mano y sin encender las luces de la casa, me llevó a la habitación de servicio. Esta era pequeña y hacía las veces de depósito de las cosas de poco uso, incluyendo un mueble donde estaban ordenadamente ubicadas una serie de cajas. Había una ventana alta, que daba ventilación y un diván de cuero al lado de una pantalla de pie de luz regulable. Prendió el foco, dejando iluminada tenuemente la habitación. Allí me dijo: – Siéntate, sácate los zapatos y no hagas ruido, que yo me voy a poner cómoda. Aproveché de ese momento para entrar al bañito que vi al lado, a lavarme las manos y a refrescar mi cara, tomando de paso unos sorbos de agua. Luego, me senté en el diván y esperé impacientemente el retorno de esa mujer que me tenía loco. Miré mi reloj y ya eran pasadas las 00:45
En unos minutos Rosita hizo su entrada en el cuarto. Llevaba una bata negra de seda con caracteres chinos y con un cinturón que ceñía su cintura, dejando adivinar un cuerpo delgado, pero bien formado. Se acercó a mí dejándome sentir una fragancia fresca.
– Que rico hueles, le dije ¿Es perfume francés?, pregunté.
– Es mi perfume natural, así huelo yo, respondió con una sonrisa provocadora muy cerca de mi cara.
– Déjame que impregne mis narices con tu aroma, le dije mientras la tomaba entre mis brazos y aspiraba alrededor de su cuello y debajo de sus orejas.
Ella aprovechó para desabotonarme la camisa y empezar a juguetear con sus cuidadas uñas sobre mis tetillas ya endurecidas, mientras que su cara la giraba de acuerdo al sentido en que le daba besos cortos en cuello y atrás de sus orejas, haciéndole sentir mi acezante respiración. Sin darme cuenta me desbrochó la correa, pero tuve que ayudarla para desenganchar el botón superior y abrir mi pantalón. Este cayó al suelo junto con mi camisa, quedándome solamente en slip. A mi vez, le aflojé el cinturón de la bata y ella con un movimiento de hombros dejó escurrir esta hasta el suelo, dejando al aire dos senos pequeños pero consistentes y con dos hermosos pezones rectos rodeados de sus aureolas oscuras. Llevaba puesta una tanga de color blanco, que hacía resaltar un pubis bien depilado.
Nos abrazamos y besamos con fruición. De a momentos la giraba tomándola de los hombros, le besaba y mordisqueaba la parte posterior del cuello y los lóbulos de las orejas, le acariciaba los senos con mis manos mientras pegaba mi “paquete” a sus nalgas, que ella inclinándose un tanto las hacía más prominentes. Los suspiros de ambos fueron haciéndose más seguidos, aunque moderados en el sonido. Nuestros cuerpos empezaron a transpirar levemente, por el contoneo lujurioso de ambos. No había duda para mí, su perfume parecía natural; su aroma lo sentía entre los cabellos de su cabeza, en la superficie de su espalda y de sus pechos, en sus brazos, en fin, era un placer infinito estar embriagado por su olor.
La atraje hacia mí ya sin tanga e hice que levantara una pierna, apoyando un pie sobre el diván. Así, con su sexo bien expuesto, empecé a acariciar suavemente esa vulva que se me ofrecía llena de pasión. Ella empezó a menearme el pene convertido ya en un duro cipote. Me bajó el slip y así pudo también acariciarme los testículos y apretar mis nalgas. Yo retomé mi trabajo con mi mano derecha sobre sus labios bulbares ya totalmente mojados. Con una mano, delicadamente, puso mis dedos sobre su clítoris. Este estaba como una alverja que se escurría entre los pliegues de los labios interiores de su vulva, obligándome a usar las yemas de dos dedos, para fijarlo y aumentar las sensaciones que iban apoderándose de ella. En vista de su respiración anhelante y a que había dejado de acariciarme la verga para sujetarse de mi cuello, pude introducirle los dedos índice y medio en ese vestíbulo húmedo y palpitante que era su vagina. Luego de tomar un ritmo cadencioso a lo largo de ella, giré los dedos hasta encontrar en la parte superior una pequeña zona de menor suavidad, pero de mayor sensibilidad, que le hizo decir prontamente: ¡Métemelo…ya métemelo…rápido… por favor rápido!
Entonces tomándola de sus caderas la levanté y la recosté al borde del diván. Puse sus corvas sobre mis hombros e introduje mi tieso cipote o verga en aquella vagina que me había puesto tan intranquilo en las últimas semanas. La sensación alcanzada por ambos fue inenarrable. El tamaño y el espacio justo con el grosor y la estrechez correspondientes. Con las contracciones de su vagina, me apretaba y soltaba el tronco de mi verga, mientras que intentaba llegar con mi glande en esa agradable profundidad. Luego de unas cuantas arremetidas, sentía que llegaba a un clímax cuando improvisamente, se tiró hacia atrás curvando su espalda y tapándose la boca, para ahogar los fuertes gemidos que le brotaban. El orgasmo que alcanzó fue el liberador de mi segunda eyaculación de la noche. Fue increíble, llegamos los dos casi juntos. Yo sentí que mi semen venía bajando por el interior de mi columna vertebral. Fue una eyaculación espectacular acompañado de su orgasmo sensacional.
Exhausto y con la respiración entrecortada me tendí sobre ella. Sus piernas se enroscaron en mi cintura y sus brazos se prendieron de mi espalda. Con mis manos sujeté su cara, hinchada de placer, y busqué su boca para darle muchos besos profundos, solo interrumpidos por la necesidad de respirar. Así permanecimos un buen rato, hasta que se calmó el vendaval de nuestra pasión. Ya más tranquilos, nos entregamos a las caricias y besos suavemente, los cuales fueron incrementándose. En un momento, se subió Rosita sobre mí y poniéndose de rodillas, fue subiendo hasta poner los labios henchidos de su vulva sobre mí boca, pasé mis brazos debajo de sus muslos y la sostuve de las dos nalgas. Ella puso sus manos sobre la pared para sostenerse y yo empecé a lamer y sobarle el endurecido clítoris con la lengua, tratando de enterrársela a ratos en la vagina. El vaivén que le imprimía a su cuerpo era a momentos fuerte, pero se sostenía de la pared y de mí cabeza, hasta que se desmadejó dejando caer sus jugos en mi boca y sobre el mentón. Creo que llegó a un par de orgasmos seguidos, quedándose quieta por un rato, mientras que yo me mantenía con la verga erecta. Cómo se había recostado de lado, quedó en una buena posición que permitía, con una buena sujeción de sus caderas, tentar una penetración anal. Así lo hice y fue con éxito, porque estaba relajada y yo con la verga dura y lubricada. Ella sin mucho esfuerzo hizo que llegara a una última eyaculación, no sin antes tener un orgasmo más.
Dado de lo avanzado de la hora, dimos por terminada nuestra primera noche de amor y placer, de una serie de oportunidades más. Salí con toda discreción luego de un largo beso de despedida. Caminé hacia mi carro, que discretamente había parqueado a una corta distancia de su casa y enrumbé para la mía, pensando en el profundo sueño que iba a tener después de este encuentro tan deseado por mí. Cuando llegué, luego de asearme y cambiarme, al levantar las frazadas pude observar el lindo culo de mi mujer, pero que lo tenía solo de adorno. Me acomodé en mi sitio y con una sonrisa, me acurruqué para dormir con el pensamiento del culito que acababa de dejar y que ojalá pronto lo pudiera penetrar nuevamente. Estos encuentros con Rosita se repetían con cada viaje de su marido, que eran cada mes o mes y medio, hasta que me dio la mala noticia que se irían del país porque lo enviaban a establecer una sucursal de su compañía. Fue un gran golpe para mí.
A pesar que de tiempo en tiempo iba a visitar a Mariela, mi masajista preferida, llegó el día que cuando fui por sus servicios sus colegas me dijeron que ya no trabajaba allí. No me quedó otra cosa que retirarme, previa mirada a sus compañeras a ver cuál podría reemplazarla. Probé a un par de ellas, pero sin un resultado satisfactorio. Nunca había pensado cuanto iba a extrañar a Mariela. Sus colegas que probé, no tenían la delicadeza y candor para con mi persona. Los masajes que me daba en todo el cuerpo, antes de acariciarme con esmero mi verga y todo su alrededor, así como sus tibios besos en mis entrepiernas y testículos, serían extrañados por mí. Y lo más sentido, sería que ya no tendría su bello cuerpo sobre mí, montado a horcajadas, con sus pechos turgentes frente a mí y al alcance de mis juguetonas manos y, sobre todo, con mi verga bien colocada en su palpitante vagina, la cual ella la contraía lentamente y tratando que su clítoris sintiera las caricias que le daban mis gruesas vellosidades y que mi verga recorriera, de ida y vuelta, toda la profundidad de su vagina. Pensaba que sería muy difícil que encontrara a otra pareja circunstancial como Mariela. Con el tiempo, me di cuenta que sería imposible. Mariela y Rosita quedaron como un lindo y buen recuerdo.
Una respuesta
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