
Por
Anónimo
El palacete del Mekong
En esos años los señores eran más señores y los criados más esclavos. Aun en el caso de que los señores sean amables, existe entre amos y criados un abismo infranqueable. Yo soy una señorita que estudia en Saigón, una damita blanca. En las miradas de esos señores noto que soy extranjera, aún a pesar de llevar ya dos años allí. He viajado a Madrid dos veces, durante los veranos. El resto del año estoy lejos de papá, mamá y mi hermano. Y sin embargo no me duelen sus ausencias.
Compré ropa con el dinero del general Thuan Bú. Ropa elegante. Y ahora cuando salgo de paseo los vietnamitas pobres me miran con respeto y los pobres casi ni se atreven a mirar. Desde aquel día en el gran Hotel Sheraton, Madame me ha buscado más encuentros y he aprendido a llevar a los hombres por donde ellos creen que quieren ir. Pero en realidad van por donde yo quiero. No visto como una puta. Vestidos largos, sedosos, vaporosos, que vuelan con la brisa. Pamelas elegantes y anchas que me tapan del sol poderoso del ecuador. Adivino al entrar en locales frecuentados por la alta sociedad, que esos hombres desearían deshacerse de sus enjoyadas esposas y venir a humillarse ante mí a cambio de mis favores.
He ido descubriendo mi increíble habilidad para conseguir lo que quiero. No sé si es concentración o alguna especie de magia.
Mientras yo estoy interna en el Liceo, con otras chicas internadas como yo, otras chicas del liceo, al terminar las clases marcha fuera, en lujosas limusinas como la que vi cuando regresaba en la moto de mi cita con el general. Muchas de ellas son hijas de diplomáticos de las distintas embajadas. Ahora sé que papá tenía razón cuando me dijo: “Allí serás más tú misma, Mar. Debes salir del cobijo en el que tu mente ha convertido a tu madre, a Madrid y a España. Allí todo será distinto. Te formará”
Todo, absolutamente todo había sido distinto. Cierto, me había formado, pero a cambio había pagado un precio muy alto, había vendido mi inocencia. Un halo de tristeza cubría mi rostro ante aquellos ricachones, banqueros y diplomáticos. Al pasar junto a ellos clavaban en mí sus miradas de deseo y yo lo sabía todo, absolutamente todo de cada uno de ellos.
No soy una europea más en Vietnam. Vietnam se ha convertido en algo íntimamente mío. Sólo conservo alguna ropa que traje de Madrid, para ponérmela en mis viajes a España durante los veranos. No quiero volver con la ropa nueva que compro con mis ingresos de meretriz de lujo. No sabría explicárselo a mamá. Pero cuando voy al aeropuerto de Saigón vestida como antes, se que esa ya no soy yo. En la soledad de mi cuarto escribo. En esos meses y años en Saigón plasmo en hojas de papel recio con la pluma Mont Blanc, mis encuentros con los clientes de Madame. Los encuentros sexuales de una estudiante. Contar por el placer de contar, escribir por el simple placer de escribir, como he vuelto a hacer ahora. Destruí aquellos escritos por miedo a que alguien pudiera leerlos, compartirlos con otros y desnudarme ante todos publicando mis secretos. Y sin embargo ahora soy yo la que publico sin vergüenza alguna los mismos secretos, la que escribe en la soledad de mi cuarto rememorando lo ya escrito en otros tiempos.
Madame me cuenta una historia increíble: en la selva del centro del país, un hombre y su hijo habían sobrevivido 40 años sin contacto alguno con la civilización. Era como la historia de Tarzán, pero esta vez real y vivida por dos seres humanos, un padre y su hijo. Ho Van Than y su hijo Lang, de los que desde 1973 no se tenían noticias.
Lang, el hijo había cumplido ya los 41 años, apareció descalzo, muy delgado, con el pelo enredado y vestido con un taparrabos a base de cortezas de árboles. «Nadie en la aldea natal de los dos hombres imaginaba que pudieran volver después de tantos años. La cabaña en la que habían vivido, cazando animales y recolectando frutos, estaba hecha en la copa de un árbol.
Cuando le conté al protagonista de mi siguiente cita la anécdota, el señor Chong Duy, banquero muy respetado en Saigón me miró incrédulo. Pero sus dos invitados escucharon con cara de asombro y me preguntaron por los detalles. En las citas con Chong siempre era sábado por la tarde. La hacienda posee tres mil hectáreas dedicadas al cultivo del arroz junto al Mekong, un rio imperial que me recuerda las fotografías que he visto del Nilo. En un alto con vistas sobre el río, la hacienda posee un grandioso edificio colonial, un verdadero palacete de paredes blancas. Los criados y las criadas son chinos, todos pulcramente ataviados.
Cuando el coche inicia la marcha dejándome sola con los tres hombres, Madame se despide desde el asiento trasero del coche que ha puesto el banquero para nuestro traslado, haciendo oscilar su mano enfundada en un guante de encaje color hueso. Un chino algo más alto de lo habitual se lleva mi equipaje mientras Chong Duy me preguntaba si necesito tomar un baño en mis aposentos o pasamos directamente a la terraza – mirador para tomar algo.
“Me he bañado justo antes de salir” digo sonriendo de manera encantadora, como ya sé hacerlo. El banquero ríe discretamente y me invita a pasar. Hay que atravesar un vestíbulo de techo altísimo, con dos escaleras redondas y anchas que suben a la planta de arriba, donde se encuentra las habitaciones. Cuelga una lámpara de araña justo del centro del techo del vestíbulo, en el que hay pintado un exquisito fresco en estuco, representando escenas de casa. Al salir al mirador el sol se está ocultando rojo tras el rió, en un horizonte de palmeras y árboles gigantes. Los dos amigos de Chong me saludan y él me los presenta. Pero he olvidado sus nombres.
Algunas formalidades entre las que estuvo mi historia sobre los tarzanes vietnamitas y en seguida, sin perder tiempo, Chong pasa directamente al asunto.
“¿Has venido como le indiqué a Madame?”
Miro a Chong Duy y a los otros dos hombres. Deben de ser hermanos, o al menos parientes. Su parecido es asombroso, como gemelos. Elevo mi falda. Madame me ha indicado que durante el día y medio que pasaré en la casa del banquero en ningún momento debo llevar ropa interior. Los tres hombres contemplaron todo lo que la transparencia de mis pantis dejaba ver. Todo. En la delgadez y longitud infinita de mis piernas culmina el coñito, ya depilado, con la costura de los pantis graciosamente situada sobre la rajita. Luego me doy la vuelta, lentamente, provocando la impaciencia en ellos. Inclino el torso y remango de nuevo la falda ofreciendo la visión de mis nalgas.
El señor Chong hace los honores.
“Mar. No sabes cómo te agradecemos que hayas aceptado pasar este fin de semana con nosotros. No te muevas por favor” Se acerca. Su mano se apoya sobre mi espalda me obliga a permanecer inclinada.
“El placer es mío señor Chong” respondo con voz cargada por la incomodidad de la postura. Chong baja los pantis lentamente, con delicadeza, lo suficiente como para que sus invitados puedan ver mi trasero íntegramente. Luego abre la nalga con la otra mano y siento el aire besar mi ano y el interior de mi rajita abierta. Vuelvo a subir los pantis y me deja incorporarme. Yo dejo caer la falda y miro ladeando la cara a los gemelos que sin duda han quedado impresionados, a juzgar por el crecimiento de su entrepierna.
Pato escabechado, arroz con verduras, buey con setas y brotes de bambú, vino y un sinfín de postres. Mi vestido es un modelo del diseñador Carlos Lozano, en rojo teja. Los criados despejan la mesa redonda de mantel blanco. Una mesa inmensa, de unos dos metros de diámetro, en la que hemos cenado los cuatro.
“No nos molesten” ordena el banquero. Todos los empleados desaparecen como por arte de magia. El cenador en el que esta la mesa se ilumina con tres faroles eléctricos cuando los últimos claros del ocaso se pierden en la noche azul oscuro del Mekong. A salvo de los mosquitos por una red invisible, el cenador resulta íntimo y acogedor, y el bochorno de la tarde va difuminándose, aunque aún hace calor.
“Dile cuántos años tienes Mar”
Miro a los gemelos, sin duda aún impresionados por la visión de mis pantis. “Diecinueve”
“Pareces mayor” dice uno de los gemelos. Sin duda está al tanto de las indicaciones del Chong Duy a Madame, ya sabe que no llevaba ropa interior. Se levanta y viene hasta situarse detrás de mi silla, luego descuelga los tirantes del vestido y baja el escote hasta situarlo por debajo de mis senos, desnudos.
La institutriz habla con mis padres por teléfono. “Su hija es la primera de su clase” Eso les he dicho a tus padres y me sonríe. Yo sé que no soy la primera, pero Madame infla mis notas. Soy la más profesional de las putitas que han caído en sus manos.
Mamá era discreta en el vestir, como temiendo que las partes de su cuerpo se pudiesen contemplar generosas. Yo estoy delgada pero mis pechos han crecido en los últimos meses. Estoy desnuda en el cenador del palacio de Chong Duy y los dos vietnamitas cuarentones que parecen gemelos colocan dos sillas a ambos lados de la mía. Mis senos cuelgan desnudos sobre el escote y el gemelo de mi derecha amasa la carne trémula de una teta, la más cercana a él, pasando la palma de la mano por el pezón que reacciona al instante.
Una bandada de pájaros vuela a resguardarse para pasar la noche y el cielo comienza a estar salpicado con la luz de las primeras estrellas. Se oyen los primeros cantos de insectos nocturnos mientras poso mi mano izquierda sobre la bragueta del otro gemelo, el que no me toca las tetas. Chong Duy se ha levantado y se ha servido del carrito de bebidas, se ha puesto un whisky escocés con hielo, se ha vuelto a sentar y mira. Contempla como los gemelos me flanquean, contempla mi mano tomar las proporciones del pene bajo la bragueta. Yo no miro a los gemelos, miro al señor Chong. Él es el que paga y sé que actúo como en una función, para él.
El gemido de una mujer recibiendo atenciones sexuales representa la certidumbre para el ego del varón. Certidumbre de su hombría, de su arte amatorio. Cuando el gemelo de mi teta derecha utiliza su mano para palparme bajo la falda y por encima de la media gimo. Gimo mirando fijamente a Chong. Entornando mis ojos por el placer. El placer no es fingido. Me gusta la forma en que me soba y disfruto del bulto bajo la bragueta del otro. Pero si es fingida la exageración en el gemir. Me muerdo el labio.
Pienso que en el tremendo bochorno y frustración que sentiría mamá si me viese así. Su niña, su Mar, su pequeña en Vietnam descorriendo la cremallera del pantalón y sacando la verga del acompañante de mi izquierda. Me incorporo, me pongo de pie y agacho mi torso hasta lamer la cabeza del pene descubierto. El otro gemelo se levanta de su silla, el que me pellizcaba los pezones y remanga el vestido dejándolo recogido en mi cintura. Mis piernas estiradas y mi torso doblado dejan la media más fina y trasparente. Se adivina todo mi culo. El señor Chong le da un buen sorbo a su whisky escocés y deja el vaso sobre la mesa para venir hasta nosotros. Me azota el trasero sobre la media. Mientras yo siento sus manos pasear mis nalgas y mi sexo, abro las piernas, sin dejar de lamer y sorber sonoramente la polla de mi gemelo sentado.
Sé que en el fondo, mamá siempre ha sabido que yo sería prostituta. Mi forma de mirar a los hombres, mi descaro. Soy el polo opuesto a ella. Pero la situación en casa no es económicamente saludable y mamá sabe que Mar acabará suponiendo un respiro. De alguna manera intuye que yo saciaré su hambre de estabilidad, de seguridad en la que seguir desarrollando su monótona existencia, con papá follándola ruidosamente en cualquier rincón de la casa.
Me bajan las medias como yo las bajé antes. No sé cuál de los dos hombres que tengo detrás se agacha y me come el coñito, perfumado con esencia de jazmín y dama de noche, pero al meter su lengua entre los labios noto en mis carnes rosadas el ardor del whiskey del señor Chong. Y entonces dejo de comer verga un segundo para gemir para él. Para hacerle sentir el mejor comedor de coños del mundo.
A partir de ese momento, del momento en el que me despojan del vestido y de los tacones y de las medias y me tumban sobre la mesa, se desata la tempestad. Las vergas me golpean la cara, se introducen en mi boca, una primero otra después. El señor Chong, por supuesto es el que hace los primeros honores. Me toma de las caderas y me arrastra sobre el mantel hasta colocar medio culo fuera de la mesa. Suspende mis piernas de sus antebrazos y me penetra. Alterna sus miradas entre mis ojos y el espectáculo que tiene entre mis piernas. Cierro los ojos y gimo, ignorando la polla del gemelo que se ha subido a la mesa, de rodillas y hace el amor con mi boca. Al otro, de pie junto a la mesa, le masturbo con la mano. Vuelvo a gemir para Chong, especialmente para él, gimo con cada envestida de sus caderas, muevo las mías ondulando, serpenteando con su leño dentro de mí.
En mi último verano en España mi hermano había crecido. No físicamente, por dentro. Ya no necesitaba la manita de su hermana para masturbarle. Pero entre nosotros ha quedado grabado aquel momento y nuestra relación ya no será la misma de antes. Me ha preguntado si follo aquí en Vietnam y le he dicho que si.
“Más que tú hermanito” Mi mano ha viajado a su entrepierna.
“¿Y tú?” Le he preguntado tras sentir un repullo en su paquete, con mi mano aferrando la caricia.
Él ha mirado hacia abajo y luego me ha sonreído. “Inés. La conoces”
“¿Te estás follando a Inés?” pregunto sorprendida. Esa chica es el alma más fría y calculadora de mi antiguo instituto. Todas sabíamos que Inés acabaría casada con alguien importante y… ahora se la está follando mi hermanito.
El señor Chong me baja de la mesa y me pone de pie con mi coño contra el borde de la mesa y mi culo hacia él. Sé exactamente lo que quiere. Me ensalivo un dedo y lo meto en mi ano, luego me tumbo con las tetas sobre la mesa y las piernas abiertas. Él también mete su dedo, más gordo, en mi ano y después siento en mi cuerpo delgado la irrupción trasera que me revienta y me llena. Me gusta que me den por culo.
Uno de los gemelos se sienta en el borde de la mesa, junto a mí. Me doy cuenta de que se ha desnudado por completo. Presa de la excitación de tener la verga dentro del culo lamo la del gemelo con un ansia y una maestría que le hacen venirse en mi boca a los pocos segundos y al verlo el mismo Chong se vacía también con un alarido.
Pienso que seguro que lo han escuchado los sirvientes chinos. Los dos se ponen sus pantalones tras limpiarse con las servilletas del carrito de las bebidas. Luego se sientan a contemplar cómo me hace suya el otro gemelo. Este quiere coño y lo tiene. Va despacio y todos volvemos a disfrutar de paz, mi amante, yo y los dos espectadores. Lento, sobre el suelo de madera, a los pies de las dos mecedoras de nuestro público.
Miró a Chong cuando el orgasmo del gemelo le hace desplomarse sobre mis tetas. Sé que mi cliente está satisfecho.
2 respuestas
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