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noviembre 20, 2016

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Capítulo I Sanlúcar de Barrameda (Sevilla)

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Sepan vuestras mercedes, y tengan conocimiento cierto de ello, de que todo cuanto en estos escritos se mencione, de la vida íntima de Cortés, será pura invención,  y que en modo alguno el gran conquistador español fue protagonista de tales hechos, a no ser que la casualidad haya gastado a la pluma del que suscribe una pesada burla.

Si bien los acontecimientos históricos por todos conocidos han de coincidir forzosamente, ello no supone que sean ciertas las diversas aventuras y desventuras que Cortés vivirá a lo largo de estas páginas. A este respecto, todo será fruto, única y exclusivamente de la arrebatada imaginación de este pobre prosista.

 

 

Cuando nació Hernán Cortés, el almanaque cristiano deshojaba los días del mes de julio del año 1485. Tan solo habrían de transcurrir diecinueve años para que Cortés tomase la decisión de partir hacia las Indias. Aquel año de mil y quinientos y cuatro de Nuestro Señor Jesucristo, la recién proclamada reina de Castilla, Juana I, más adelante conocida como Juana la Loca, había concedido  a los castellanos el derecho de explotar las minas que poseyeran en los territorios allende los mares. Lo que, sin duda, había incentivado la marcha de cientos de hombres hacia el nuevo continente. En Roma, Miguel Ángel terminaba su David. Y el emperador mogol Babur conquista Kabul.

 

Asentada en la margen izquierda del estuario del río Guadalquivir Sanlúcar de Barrameda, bullía de gentes ocupadas en los últimos preparativos para la singladura. Las seis naos se encontraba amarradas en el puerto y los caballos y carruajes iban y venían ruidosamente  y en todas direcciones por las empedradas calles de la ciudad.

 

-¡Válgame Dios!- exclamó la madura meretriz al saber de los jóvenes labios del chico su intención de embarcar al día siguiente hacia el otro lado del mar océano.

-¡Con diecinueve añitos!¡Válgame Dios!. Mire mi niño, que en aquella tierra se otorga la vida con mayor facilidad que en esta – avisaba la mujer- y que son muchos los que parten para no regresar. Los menos porque hallan tesoros y riquezas que anclan sus naves para siempre al otro lado del mar, pero los más, porque heridos del hierro de alguna espada o cuchillo, o bien víctima de raras y desconocidas fiebres, entierran para siempre bajo el verdor de las selvas, las ilusiones que vanamente habían fabricado-

Cortes rió. Hablaba inusualmente bien aquella prostituta. Miraba sus tetas abundantes, que asomaban generosas bajo la blusa. Debía de tener cumplidos los treinta, sin duda, pensó el chaval. Lo que hacía gracia a Cortés era que la mujer le tratase como si de su propio hijo se tratase.

-No se preocupe usted por mí, querida señora………..- dejó la frase en suspenso esperando de la mujer recientemente conocida su nombre. –Ana- contestó ella.

-No se preocupe usted por mí, querida señora Ana, se cuidar de mí mismo, se lo aseguro-

Cortés tomó su faltriquera de cuero. La pequeña bolsa colgaba bajo la remera, extrajo un cuarto de real de plata y se lo ofreció a la prostituta. La mujer no tardó en arrebatar el cuarto de real de plata y esconderlo en el escote.

-Usted- dijo mirándola a los ojos y paseando la mirada en dirección a las tetas en las que se había perdido el cuarto de real– ocupase de que un servidor parta mañana hacia las Indias sin ningún tipo de inquietud. ¿Me comprende? – Cortés se miró en dirección a la entrepierna con una sonrisa joven y fresca, no exenta de picante adorno.

 

 Ana sonrió. Aquel mozalbete mostraba una seguridad en sí mismo que le recordaba en gran medida su propia fuerza de voluntad y determinación. La mujer, a pesar de su oficio, tenía a gala ser una persona libre, en tanto en cuanto que no estaba amancebada con hombre alguno, ni era una barragana que conviviese con clérigo o alguacil. Eso sí, su proxeneta, que la protegía de males mayores y disfrutaba de la mitad de las ganancias, era un oficial de justicia, ya entrado en años, del que no había recibido jamás requerimiento carnal alguno.

Aquel día había sido entretenido. Siempre que al día siguiente, partía una flota hacia las Indias lo era. Llevaba ya tres clientes, los tres de la nao de Alonso Quintero, vecino de Palos. La mencionada embarcación iba en conserva de otras cuatro que partían abarrotadas de diversas mercancías y esperaban regresar repletas de oro.

Ana había sido gratamente sorprendida al ver entrar a Cortés. El chico iba elegantemente ataviado con  su remera, calcetines, pantalón bombacho hasta la rodilla, almilla, sombrero y capa. Resuelto en el gesto, la miró directamente, eligiéndola sin dudar entre las cinco mujeres que deambulaban por la estancia, insinuándose a los marineros que vaciaban las jarras a la misma velocidad que el mesero las llenaba.

-Sígueme- dijo Ana encaminándose hacia las escaleras de madera que conducían a las dos habitaciones cochambrosas en cuyos colchones de borra se tejían amoríos de ocasión para desahogos marineros. Los escalones desvencijados comenzaron a quejarse bajo el pesado caminar de la prostituta. Cortés la seguía observando los faldones bambolearse e imaginando el tremendo culo oculto bajo ellos. Sintió como su pene endurecía involuntariamente hasta adquirir la rigidez más absoluta. La juventud y la larga abstinencia eran poderoso reclamo para su instrumento.

-¿Y hacia donde parten las naves en primer lugar?- pregunto Ana a Cortés.

-Hacia la Gomera, mi señora, en donde volveremos a provisionar y desde donde partiremos adentrándonos en las tenebrosas aguas del mar océano hacia Las Indias-

La puerta se cerró tras ellos. Unas cortinas corridas dejaban ver por el ventanuco una playa del estuario. Cortés se asomó observando un carro repleto de sacas de trigo que se dirigía al puerto. En la estancia tan sólo estaba el colchón en el suelo, un armario desvencijado y un sofá, éste sin duda robado de algún palacete, pues no concordaba con el lugar. Sus maderas estaban pintadas de blanco y la tela, de seda azul oscura llevaba bordados motivos orientales.

Cortés no preguntó, quedó sentado cómodamente en el sofá. Mirando el reloj que su padre le había obsequiado antes de partir. Ana se despojó del faldón, quedando en enaguas y se aproximó al joven, sentándose a la derecha de él.

-Pareces preocupado- le dijo posando la mano izquierda sobre el pantalón, en el muslo de Cortés.

-Solamente algo cansado mi señora-

La mano de Ana comenzó a recorrer el pantalón bombacho desde la rodilla hasta la parte más alta del muslo de Cortés, llegando a rozar con el dedo meñique los testículos del joven. Luego aquella misma mano viajo hasta las incipientes barbas del joven. La mujer miró a Cortés con dulzura, acariciando el ensortijado vello de la barba.

-Ven aquí- le dijo, y llevando el brazo sobre los hombros del chico, condujo la cabeza de Cortés hasta quedar reposada sobre sus abundantes pechos.

Era agradable y mullido el tacto con aquellas ubres. Cortés giró el rostro y sus narices se zambulleron en el canalillo inmenso y profundo. Ana empujó del cogote aquella cabeza provocando que la cara entera de Cortés se sumergiese entre sus tetas.

Ella apartó los tejidos y extrajo el seno, que quedó colosal y desnudo, reposando sobre las telas. Cortés observó el pezón duro que coronaba una aureola grande. Se notaba que aquellos pechos habían amamantado. Ana lo tomó acercándolo a su boca y el joven admitió la invitación y comenzó a lamerlo con la punta de la lengua.

-Descansa, mi amor- dijo Ana acariciando los cabellos de Cortes mientras él metía todo el pezón en la boca y succionaba como bebé. Le gustaba jugar con la lengua en el mameluco, sentir su tersura y dureza, su calor y sabor dulzón. Ana realmente estaba excitada, no solía pasarle con los marineros que la tomaban, sucios, viejos o malolientes. Pero Cortés… aquel joven perfumado y dulce, le hacía recordar otros tiempos y otros amores.

Abrió las piernas y subió las enaguas dejando ver sus ropas más íntimas, los calzones de algodón blanco que ocultaban su sexo. Ana se tocó ante la atónita mirada del chico. Acarició su sexo sobre el algodón, provocando tal excitación y dureza en el miembro de Cortés, que éste creyó no poder aguantar su primera eyaculación.

Ana se dio cuenta. –No vayas a correrte tan pronto. Has de sacar cumplido fruto a tu cuarto de real-

Cortés no cesaba de lamer el pezón de la ubre de Ana. Palpó con la mano el calzón de la mujer, colisionando con sus dedos. Aquellos calzones tenían una abertura que cerraba un cordón trenzado a modo del que trenza el cierre del calzado. Una abertura que coincidía  con la vagina de la prostituta. El chico deshizo torpemente el nudo y abrió el calzón, descubriendo una espesa mata de vello que cedió a la yema del dedo descubriendo y penetrando la carnosa y mojada raja de Ana.

-¿Te gusta mi cosita?- Cortés sonrió.

Abandonando los pechos bajó la mirada y el torso hacia las piernas abiertas de Ana. Abrió aun más, esta vez con ambas manos la puertecita del calzón, dejando todo el coño de Ana centrado en la abertura. Los dedos del chico abrieron los labios del sexo rosados, casi rojos por dentro, resbalosos y mojados.

Mientras Ana se sacaba el otro pecho del corpiño, Cortés indagó con los dedos toda la suavidad que proporcionaban los íntimos licores a aquel desfiladero caliente y palpitante.

-Sé que no es habitual. O eso tengo entendido, mi señora- dijo el joven Cortés a la veterana prostituta –pero en cierta ocasión bebí de entre las piernas de una doncella y desearía hacer lo mismo con vuestra merced-

Ana rió escandalosamente. –Claro que sí mi amor, dijo retrepando la espalda y abriendo las piernas hasta el infinito. Cortés bajó hasta aquellos calzones y coló su lengua entre los paños y entre los vellos penetrando entre los labios rojos del sexo y provocando los gemidos, no fingidos de la puta, que agarraba de los pelos al joven conquistador dirigiendo y presionando las atenciones bucales de la lengua golosa.

-Quiero verte desnuda del todo, mi preciosa Ana- La prostituta, aún bien parecida, soltó sus cabellos rubios, ya visitados de alguna cana y una a una fueron quedando dormidas en el suelo las prendas que la cubrían, el corpiño, las medias blancas, las enaguas y los calzones. A Cortés quería reventarle la polla de las ganas que acumulaba el miembro por tomar posesión de aquellos dichosos y benditos agujeros.

Estaba dispuesto a follarla y, a buen seguro a soltar toda la leche en el primer envite, pero Ana le disuadió. –Ven primero aquí mi amor- dijo sentándose en el sofá de seda azul, con el culo orondo en el borde, abierta de piernas. Cortés aún vestido, con tan solo el pene desnudo, asomando sobre los bombachos, se acercó hasta que la boca de la mujer engulló su sexo.

-¡Ay señora! ¡No haga tal cosa, que me mata!- Pero Ana lamía y masturbaba con tal maestría que Cortés no pudo soportar ni un segundo más y derramó su lluvia sobre el rostro de la puta.

-Aún por el medio real, te queda otro tanto- Le tranquilizó. Cortés quedó dormido sobre el cuerpo desnudo de su furcia. Él aún vestido.

Ana acariciaba las barbas del jovencísimo rostro. Algo le decía que aquel mozo no iba a ser uno más.

 

A Cortés le pareció ver a la prostituta entre las gentes que se adocenaban en el malecón del puerto observando la partida de la flota. Los vientos de levante eran favorables, y pronto las playas de Cádiz, dibujadas como línea que separaba los azules del mar y del cielo, fue sólo un recuerdo. Tuvieron navegación prospera hasta avistar la isla de la Gomera y más de tres horas fueron las empleadas por los esclavos en cargar las bebidas y víveres con los que aprovisionar el viaje a tan lejanas costas.

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2 respuestas

  1. nindery

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