Atrapara en el ascensor con un desconocido
Esa mañana olía a humedad. El aire espeso de verano prometía un día sofocante, y yo, ya caminaba hacia la oficina con mi falda midi y mi blusa más transparente. No por el calor, sino porque sabía que los obreros de la construcción en la esquina siempre me esperaban los miércoles para gritarme cosas sucias y ver si tenían suerte..
Pero el destino tenía otros planes.
El ascensor del edificio de oficinas era viejo, de esos que crujen como cama barata. Cuando entré, ya estaba ahí él: un desconocido de traje, tal vez unos 35 años, con las mangas arremangadas mostrando antebrazos que hablaban de gimnasio constante. Nos miramos. Yo sonreí. Él tragó saliva.
El ascensor subió dos pisos antes de que las luces parpadearan y murieran con un gemido eléctrico.
«Puta madre», maldijo él, apretando el botón de emergencia.
Al principio fue incómodo. Dos extraños respirando el mismo aire viciado. Pero cuando el calor se volvió insoportable, las reglas sociales empezaron a desmoronarse.
«Señorita, tal vez deberíamos…», comenzó a decir mientras se sacaba la corbata.
«Quitarnos algo de ropa», lo interrumpí, ya desabrochando los botones de mi blusa. El sudor me pegaba la tela a las tetas, y sus ojos no podían disimular hacia dónde miraban.
En minutos, estábamos en ropa interior. Él en boxers negros que no podían esconder el bulto que crecía. Yo en mi tanga roja, dejando que sus ojos recorrieran cada curva.
«¿Cuánto tiempo crees que estaremos aquí?», pregunté, pasando un dedo por mi clavícula.
«Horas, tal vez», respondió con la voz más gruesa.
Fue entonces cuando lo sentí: ese olor a testosterona y desesperación. El mismo que había olido en tantas otras aventuras. Sin pensarlo, me subí a él, envolviendo sus piernas con las mías.
«Entonces mejor nos divertimos», susurré antes de clavarle mis uñas en los hombros y morderle el cuello.
El muy cabrón respondió como bestia. Sus manos me arrancaron la tanga en un movimiento, sus dedos encontraron mi coño empapado antes de que yo pudiera guiarlos.
«Que rica estás, te he visto varias veces y esto es como cumplir una fantasía», gruñó mientras yo gemía, frotándome contra su verga dura a través de la tela.
No hubo preliminares. No había tiempo para eso. Después de buscar un condón en mi cartera, me impuse sobre él, guiando su miembro hacia mi entrada y dejando que me empalara contra la pared del ascensor. El dolor del impacto se mezcló con el placer de sentirme tan llena.
«¡Así, más duro, rómpeme!», le ordené, clavándole las uñas en la espalda mientras cabalgaba como si mi vida dependiera de ello.
Él respondió a cada movimiento. Sus manos en mis caderas me guiaban, sus labios devoraban mis tetas, sus dientes marcaban mi piel. El ascensor se convirtió en nuestra jaula de placer, cada gemido rebotando en las paredes metálicas.
Cuando me volteó para cogerme de perrito, supe que no duraría mucho. Sus embestidas eran brutales, cada una más profunda que la anterior. El sonido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con el metal que crujía bajo nuestro peso.
«Voy a venirme», advirtió, agarrandome del pelo.
«No pares maldita sea, no pares», le ordené, y sentí cómo su verga palpitaba dentro de mí, llenando de leche caliente el condón mientras yo misma explotaba en un orgasmo que me dejó viendo estrellas.
Nos derrumbamos en el piso del ascensor, jadeando, cubiertos de sudor y otros fluidos. Fue entonces, en nuestro agotamiento post-coital, cuando las luces volvieron.
El ascensor cobró vida con un zumbido, las puertas se abrieron revelando al recepcionista del piso con los ojos como platos.
«¿Todo bien?», preguntó el pobre hombre, mirando nuestra desnudez.
«Perfecto», respondí, recogiendo mi ropa con una sonrisa mientras mi compañero de ascensor se cubría como pudiera.
Esa noche, mientras caminaba hacia mi casa (ignorando el dolor entre mis piernas), no podía dejar de pensar que ni siquiera le pregunté su nombre..
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