Por
Anónimo
Gran esposa
Pero con mi esposa, con esa diosa de 23 años que llena cada rincón de nuestra casa con su energía y cada centímetro de su cuerpo con una musculatura esculpida con dedicación casi religiosa, ese fetiche ha vuelto a la superficie con una fuerza que me domina por completo. No es solo una idea pasajera; es una necesidad visceral que colorea cada uno de mis pensamientos sobre ella.
Ella es, sencillamente, espectacular. Su disciplina en el gimnasio ha dado frutos que son pura poesía visual. Cada músculo de su espalda, cada curva definida de sus glúteos, cada línea de sus abdominales… es una obra de arte viviente. Y saber que esa fuerza, esa potencia física, está contenida en la mujer con la que comparto mi vida, me produce una fascinación que raya en lo obsesivo. Pero lo que realmente enciende mi imaginación no es solo su físico, sino la forma en que habla de las miradas que atrae. 💦
Diariamente, casi como un ritual, llega a casa y me cuenta, con una mezcla de inocencia y picardía que no sé si es deliberada, sobre los chicos que no pueden evitar voltear a verla. «Amor, hoy en el supermercado, el que empacaba los víveres se quedó mirándome fijo», me dice, o «En el gym, ese muchacho nuevo, el de los hombros anchos, no paraba de mirarme mientras hacía sentadillas». Insiste en que me lo cuenta por «respeto» hacia mí, para ser «transparente». Pero lejos de molestarme, cada anécdota es como gasolina para un fuego que ya ardía con intensidad. Mi corazón se acelera, la sangre me hierve y una excitación inmediata y poderosa se apodera de mí. La emoción que siento es tan intensa que casi me avergüenza.
Es entonces cuando mi mente, mi punto fuerte y a la vez mi perdición, comienza a trabajar. No me limito a escuchar la anécdota; la reconstruyo, la amplío, la convierto en una película en technicolor dentro de mi cabeza. Cierro los ojos y puedo verlo con una claridad perturbadora: la mirada lasciva del extraño recorriendo el amplio escote de su top de entrenamiento, deteniéndose en la tensión de sus muslos contra el leggins, imaginando la firmeza de sus nalgas bajo la tela. Me pregunto qué estaría pensando ese desconocido, qué fantasías cruzarían por su mente al ver a mi mujer, a mi esposa, tan imponente y deseable.
Pero la verdadera locura comienza cuando nos metemos en la cama. A su lado, en la oscuridad, con el ritmo tranquilo de su respiración, mi imaginación se desboca sin control. Ya no son solo miradas. Me vuelvo loco imaginándola haciendo cosas. Visualizo escenarios completos, vívidos y ricos en detalles morbosos. Me la imagino en el vestuario del gimnasio, sudorosa aún después de su rutina, y a ese mismo muchacho nuevo, el de los hombros anchos, acercándose a ella con una sonrisa confidente. ¿Y si él, aprovechando que están solos, le pusiera una mano en ese abdomen duro como roca? ¿Y si ella, en vez de rechazarlo, le sonriera y guiara esa mano hacia abajo?
La fantasía se vuelve más audaz. Me imagino que no se detiene ahí. Que él, envalentonado, la empuja suavemente contra los lockers, el metal frío contra su espalda caliente. La besa con una urgencia que ella corresponde, enredando sus manos en su pelo. Yo puedo casi oír el sonido metálico del casillero al golpear, los jadeos entrecortados. Me imagino sus manos, grandes y toscas, recorriendo los músculos de sus brazos, bajando hasta agarrarle las nalgas con fuerza, apretando esa carne firme que tanto trabajo le ha costado construir.
Y el colmo de mi excitación, el secreto que guardo con un mix de culpa y placer intenso, es que tengo acceso a su cuenta de Google Fotos. Ella siempre ha insistido en que «inmortalicemos el momento», refiriéndose a nuestros momentos juntos. Pero mi mente retorcida ha empezado a preguntarse… ¿y si hay más? ¿Y si, en el pasado antes de mí, hubo alguien más que también «inmortalizó el momento» con ella? La idea me electrocuta. He empezado a buscar, a revolver en carpetas antiguas con nombres inocentes, con el corazón latiendo desbocado. Busco fotos o videos que no debería buscar. ¿Encontraré algo? ¿Un video de ella con un ex, quizás uno más musculoso que yo, grabado en la intimidad de su antigua habitación? La sola posibilidad, el riesgo de encontrar una prueba tangible de que otros la han deseado y poseído, hace que esta fantasía de cornudo se sienta peligrosamente real. Ella insiste en que no debería ser solo yo el que guarde recuerdos. Y en mi mente, esa frase adquiere un significado completamente nuevo, uno que me hace desear, con una intensidad que me asusta, encontrar esa prueba de que los ojos que la siguen por la calle alguna vez consiguieron mucho más que solo mirar.


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