septiembre 18, 2025

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Fin de semana fuera de casa

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Necesitaba huir de aquella casa de perversiones. La escena de Viviane recibiendo la leche de mi padre mientras yo me escondía bajo la cama aún me perseguía como un fantasma susurrando obscenidades en mi oído. Decidí que un fin de semana lejos sería mi salvación o al menos una tregua.

La oportunidad surgió con una invitación a una reunión de antiguos amigos del colegio. Acepté al instante, metí algo de ropa en una mochila y escapé de aquella prisión dorada sin despedirme de nadie.

El bar era exactamente como lo recordaba olía a cerveza derramada y nostalgia barata. Y allí la vi: Vera, mi ex, sentada sola en una esquina, jugando con la etiqueta de una botella de Heineken. Cuatro años no habían pasado en vano estaba más mujer, con esa mirada de quien ya ha visto cosas que no le cuenta a nadie.

“¿Vera? Carajo, no te reconozco”, mentí, porque estaba exactamente como soñaba en mis pajas más solitarias.

Ella me miró con una sonrisa torcida. “Amorcito. Me contaron que vives con la joven madrastra de tu padre. Qué tierno.”

La noche transcurrió entre cervezas y historias exageradas. Cuanto más bebíamos, más se tocaban nuestras piernas bajo la mesa. Ella habló de su novio un cornudo manso que trabajaba demasiado y yo inventé una vida que no era mía.

“¿Vamos a otro lugar?”, sugirió, pasando su mano por mi muslo. “Recuerdo que siempre fuiste bueno para… conversar.”

Fuimos a un hotel de mala muerte cerca de allí. Apenas cerré la puerta y ya estaba de rodillas, abriendo mi cinturón con los dientes. “Siempre supe que eras una puta”, dije, tirando de su cabello.

“Puta es tu madrastra, amor. Dicen que se la da a todo el condominio”, se rió, tragándome la polla hasta los huevos.

La noche fue un massacre de lujuria. Vera había aprendido nuevos trucos amarraba, mordía, gritaba obscenidades que harían sonrojar a un marinero. Cogimos en cada rincón de la habitación, y cada vez que me corría, ella me volvía excitarme con su boca o con ese coño hinchado de tanto uso.

“¿Te gusta saber que otro tipo se comió este coño hoy?”, susurró, mientras cabalgaba mi rostro. “Mi novio me dejó aquí antes de viajar. Se corrió dentro y ni siquiera me lavé.”

La perversión de esas palabras me hizo correr como un adolescente.

Por la mañana, volví a casa con el cuerpo lleno de marcas de uñas y el alma manchada de nuevo. Pero la realidad me esperaba con un espectáculo peor: Viviane estaba a cuatro patas en el sofá de la sala, siendo cogida por nuestro vecino un viejo jubilado que apenas podía caminar.

“¡Hijiiiiiito! ¿Ya volviste?”, gritó, sin dejar de moverse. “Tu padre viajó de nuevo. ¡Pensé en darte una sorpresa!”

El viejo me miró con pánico, pero Viviane aceleró el ritmo, haciéndolo gemir y olvidar mi presencia. Sentí una rabia tan profunda que casi arranco la puerta de sus goznes.

Cuando el viejo se fue tambaleándose y arreglándose la ropa agarré a Viviane del brazo y la lancé a mi habitación.

“¿Crees que esto es un juego, zorra?”, grité, arrancándole los pantalones.

Me dio una bofetada en la cara, fuerte, que me hizo sangrar la boca. “Dos pueden jugar, hijo de puta. ¡Me tiro a quien me da la gana!”

La puse boca abajo en el suelo y le metí mi polla seca en el culo. Gritó, pero no de dolor sino de victoria. La cogí con rabia, golpeando su trasero hasta dejar marcas rojas de mis manos.

“¿Vas a contárselo a mi padre? ¿Vas a grabarlo ahora, mierda?”, se corrió, mientras yo la rompía.

Me corrí dentro de su culo con un rugido, luego caí a su lado en el suelo. Ella se dio la vuelta, con lágrimas en los ojos pero una sonrisa en la boca.

“A partir de ahora, es guerra. Y yo juego sucio.”

Y así entendí: no había escapatoria. Esta casa era mi infierno, mi prisión, mi placer enfermizo. ¿Y yo? Solo otro pecador en una guerra sin límites.

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