
Por
Anónimo
Le pagué a mi cuñada para lamerle las axilas… y terminó mucho más intenso de lo que imaginé
Mi esposa sabe de mis gustos. Confiamos mucho y hablamos de todo, pero ese fetiche en específico no le interesa, así que nunca lo hemos practicado. Lo tenía guardado, hasta que un día, en una conversación medio atrevida con su hermana (mi cuñada), salió el tema. Entre risas le confesé mi gusto por las axilas sudadas. Ella me miró, se rió un poco y me dijo: “¿Y pagarías por eso?”
La conversación fue subiendo de tono hasta que se dio. Le ofrecí dinero para que me dejara lamerle las axilas, sin sexo ni nada más, solo eso. Sonaba enfermo, pero me calentaba como no tienes idea.
Cuando llegó el día, vino sin desodorante, con una blusa sin mangas, como quedamos. Se sentó frente a mí, levantó los brazos y me dijo: “Dale, aquí están.” El olor me dio de golpe. Sudoroso, fuerte, tibio… y delicioso. Acerqué la boca y empecé a pasarle la lengua despacio. Sentía el vello rozándome los labios, la piel caliente, el sabor salado. Yo estaba temblando del deseo.
Al principio, ella se reía bajito, como si le diera risa o nervios. Pero mientras más lamía, su cara cambió. Se mordía el labio, cerraba los ojos, respiraba más hondo. Sentí que se estaba excitando de verdad.
De repente, me apartó. Pensé que había cambiado de idea. Pero no… se quitó la blusa, se sacó las tetas sin decir una palabra, las dejó al aire y volvió a levantar los dos brazos, como ofreciéndome todo su cuerpo. “Sigue,” me dijo.
Y yo seguí. Como un animal. Le lamí cada rincón de las axilas, con más hambre que nunca. Ella jadeaba bajito, tenía los pezones duros y me agarraba del pelo. Fue uno de los momentos más intensos y enfermos que he vivido… y no hubo sexo. Solo eso. Pero fue más que suficiente.
Desde ese día no hemos vuelto a hablar del tema, pero a veces cuando me la cruzo, nos miramos diferente. Como si ese secreto siguiera ahí, entre los dos
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