
Por
Anónimo
Una fantasía universitaria que nunca pensé cumplir. Hasta esa noche.
No era mi novio. Pero era el único que sabía lo que me calentaba de verdad. Nos gustaba jugar. Provocarnos. Me preguntaba por mis fantasías y yo se las contaba sin filtro. Nos conocimos en una clase. Él era imposible de ignorar: alto, piel clara, sonrisa impecable, cuerpo firme. El tipo de presencia que se nota antes de que hable. Y cuando lo hacía, su voz te atrapaba.
Esa noche fuimos a una fiesta electrónica. Él con sus amigos, yo con una pareja amiga. La primavera apenas asomaba, pero adentro el calor era salvaje. Luces, sudor, cuerpos. Todo vibraba.
Yo sabía lo que estaba haciendo. Vestido negro ajustado, transparencias suaves, bucaneras al muslo. Pelo recogido en una cola tirante. Labios rojo encendido. Era imposible no mirarme. Y me encantaba.
En medio del caos, lo vi. El profesor. Señor C. El hombre que había sido mi docente el semestre anterior. Delgado, silencioso, más alto que yo por unos centímetros. No tenía nada llamativo a simple vista. Pero hablaba con una calma que agitaba. Era culto, preciso, atento. En los pasillos se decía que muchas lo deseaban. Yo era una más. Hasta esa noche.
Estaba solo. Bailando. Y en mi estado —entre luces, éxtasis y madrugada— lo abracé como si lo hubiera estado esperando. Lo sentí contra mí. Y supe que algo iba a pasar.
Mi “casi” lo saludó también. Lo miró. Me miró. Y entendió.
Más tarde, cuando salimos a tomar aire, me preguntó: —¿Te irías con él? No dije que sí. Solo lo miré con una media sonrisa. —Es una oportunidad única.
No planeaba nada. Hasta que lo vi salir solo. —Está solo. Y se va —me susurró.
Y fui.
Me acerqué al profesor. Le sonreí. Subimos a un taxi. Cinco minutos en silencio. Pero mi cuerpo ya había hablado.
Su departamento estaba en un noveno piso. Todo en su lugar. Cuadros, muebles elegantes, luces cálidas. La ciudad amanecía detrás de una ventana abierta. Eran casi las 6.
Pero adentro… el mundo estaba por cambiar.
Me ofreció un vino. Apenas lo probé. Lo miré. Me miró. Y sin decir nada, me besó.
No fue suave. Fue hambre contenida. Sus manos me buscaron con precisión. Me susurró al oído algo que no voy a repetir. Pero que me hizo obedecer sin pensarlo.
Me arrodillé. Lo miré desde abajo. Él entendió el juego. Y me llevó a su habitación.
La cama era grande. Blanca. Impecable. Frente a ella, un espejo. No decorativo. Funcional.
Se recostó. Me observó. Se tocaba con calma mientras yo me desvestía. Lenta. Despiadadamente lenta. Sabía lo que estaba haciendo. Y sabía que él también lo sabía.
Me acerqué. Le pedí que me tomara. Con palabras bajas. Claras.
Me apoyé en la cama, con el espejo delante. Me vi. Vi su cuerpo contra el mío. Vi mis manos aferradas a las sábanas. Y sus movimientos, lentos y exactos. Profundos. Como si disfrutara tanto de la vista como del acto.
Gemí. Y cuando mis ojos se cruzaron con los suyos en el espejo, nos dejamos ir. Juntos.
Después, en el silencio tibio de esa habitación, me ofreció quedarme. Le sonreí. Pero debía volver con mi “casi”.
Regresé en calma. Pero mi mente… Todavía estaba allá, frente a ese espejo, siendo otra.
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.