diciembre 2, 2024

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Un Encuentro Bajo la Lluvia

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Cristina había salido de su apartamento apurada, con apenas un paraguas pequeño para cubrirla de las nubes que prometían un aguacero. Había algo en Barcelona que siempre parecía transformarla, la mezcla de lo nuevo con lo familiar. Esa tarde, sin embargo, la ciudad parecía conspirar contra ella.

A mitad de camino, la lluvia llegó sin avisar, pesada y densa, empapándola antes de que pudiera reaccionar. Su blusa blanca, delgada y ajustada, se pegó a su piel como una segunda capa, y su falda dejó de ser un escudo contra las miradas indiscretas. Cristina notó cómo los pocos transeúntes la observaban, aunque no le molestaba del todo; siempre había tenido esa mezcla de pudor y orgullo por su cuerpo, por sus caderas anchas y las curvas que tanto admiraban.

—Parece que la lluvia te ha tomado por sorpresa —dijo una voz grave detrás de ella.

Cristina giró y lo vio. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, con el cabello oscuro ligeramente desordenado por el agua. Vestía una camisa remangada y unos pantalones oscuros que ahora también estaban empapados. Pero lo que más llamó su atención fueron sus ojos, oscuros y directos, que la miraban con una mezcla de curiosidad y algo más que no podía definir.

—Barcelona siempre tiene sus maneras —respondió, intentando sonar casual, aunque la intensidad de su mirada la hacía sentir expuesta de una manera distinta a la lluvia.

Él sonrió y extendió su paraguas grande hacia ella.

—Te mojas más cada segundo. Comparte el mío.

Cristina aceptó, aunque la proximidad entre ellos parecía cargar el aire con una electricidad que nada tenía que ver con el clima. Caminaban juntos, hombro con hombro, con sus cuerpos inevitablemente rozándose en cada paso. El roce de su brazo contra el de él, la forma en que su perfume amaderado se mezclaba con el aroma de la lluvia, todo contribuía a un crescendo de sensaciones.

—Vives cerca, ¿verdad? —preguntó él, su tono más bajo ahora, casi íntimo.

Cristina asintió y lo guio hacia su edificio, un lugar pequeño y acogedor. Apenas entraron al portal, la tensión se hizo evidente. Sus ojos no se apartaban, y el goteo del agua de sus ropas parecía ser el único sonido en el espacio cerrado.

Él alzó una mano y retiró un mechón de cabello mojado que se pegaba al rostro de Cristina. Su toque fue lento, deliberado, como si esperara algún tipo de permiso que ella ya había concedido con la forma en que lo miraba.

—Estás temblando —murmuró él, aunque ambos sabían que no era por el frío.

Cristina, por primera vez, decidió no pensar. Tomó su mano y lo guio escaleras arriba hasta su apartamento. La puerta se cerró detrás de ellos, y el mundo exterior dejó de existir. Sus manos, firmes pero cuidadosas, encontraron las curvas de su cintura mientras ella lo acercaba más. No hubo palabras, porque ninguna era necesaria.

La noche se convirtió en un juego de susurros y caricias, de exploraciones lentas y apasionadas que desafiaban el tiempo. Cada movimiento era una confesión muda, una respuesta al deseo que había comenzado en las calles bajo la lluvia.

Cuando la madrugada llegó, con la luz colándose tímidamente por las ventanas, Cristina supo que algo había cambiado. Barcelona tenía una forma de transformar las cosas, pero esa noche, había sido ella quien se había transformado.

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