Relato de una pasión.
El rubor en sus mejillas me indicaba que había algo más en sus intenciones. Yo ignoraba si era mi imaginación o realmente el ambiente entre ambos era tan electrizante como parecía.
Sus ropas eran ceñidas; su cabello, brillante y liso; sus labios, jugosos; y su mirada…
De improviso se abrazó sobre mi regazo, y mi excitación aumentó de tal manera que fue imposible esconder la consecuencia bajo mi pantalón.
Sorprendido, me aparté, más ella se aferró con mayor presión. ¿Quién era yo para negarme a semejante declaración? Al fin y al cabo ése había sido el objetivo detrás de mis palabras de seducción.
La abrace, y ella contoneó su cadera sobre la mía. Un reflujo bajo mi sexo inició una inspiración: ambos necesitábamos bebernos sin deternernos.
La cogí del brazo y anduvimos hacia nuestro hogar. En un callejón oscuro me detuvo y me aprisionó contra la pared. Sus besos me detuvieron el aliento y mostraron su naturaleza. No podíamos contenernos hasta llegar a mi casa. Una irrefrenable pasión nos dominaba y jugaba con nosotros como títeres de placer.
Los fluidos mojaban ya nuestros sexos como si nuestras bocas se tratasen. Reuní la poca voluntad que me quedaba y la separé de mí. Semejante pulsión no debía malograrse en un maldito rincón.
Esa intensidad iba a durar toda la noche, y lo íbamos a lograr.
El camino fue un suplicio de besos, caricias y excitación. La erección no era disimulable, ni ganas que tenía, por lo que al abrir la puerta de mi entrada, agarré a mi acompañante y la elevé entre mis brazos. Ella sonrió ante lo que se avecinaba, y me desnudó con violencia. No pude ser menos, y la despoje de sus vestimentas.
Me detuve. Semejante belleza era digna de admiración, de alabanza, y de «ver y no tocar». Sus senos eran el equilibro perfecto, cincelado con la misma simetría que su cadera definida y marcada de sensualidad.
¿Qué maldición? Nuestros cuerpos desnudos eran las piezas de un puzzle que exigían la unión.
Pero aún no. La tentación no podía acabar en un mero instante de fricción. Mi físico pretendía ser atractivo para ella, pero más importante era mi actuación. Debía ser fuego en ebullición.
Nos susurramos al oído aquello que queríamos decir, y que no volveríamos a pronunciar jamás.
Ella estaba húmeda. Sus labios en la pelvis eran más luminosos que el carmín en su boca. Ambos ansiaban besar lo que estaban destinados a succionar.
Nos enzarzamos en un baile de contoneos, persecución y magreos. Nuestros sexos no fueron tocados hasta que una gota de néctar asomó por mi glande. Era el inicio que indicaba el «no-retorno».
Ella agarro mi virilidad y yo masajeé su feminidad. Aquella era una carrera por ver quién profería mayor placer… y amor.
Quince minutos, veinte minutos, media hora… No penetré hasta que no estar seguro de que ella no estuviese al borde del abismo, ante la locura de su explosión. Varias veces pude haberla tirado, varias veces lo impedí en el último segundo.
Su desesperación aumento, saltó sobre mí, y se insertó dentro de mi ser. Me sentí henchido, repleto. Crecí en su interior, y mi placer quiso estallar. Más yo lo impedí. Mi pene ansiaba el abrazo apasionado de su vagina, y yo me quedé parado dentro de ella, observando su mirada de dulzura y placer. Éramos uno, y uno seriamos durante un rato largo.
Cuando el tren indicó la salida, el motor comenzó a mover las válvulas, y el vapor que salía lentamente, pronto se convirtió en un vaivén rítmico y fluido.
Abrazados, las punzadas en mi glande comenzaron a ser incontrolables. La inmensidad de una lluvia de estrellas indicaba que había algo en mi interior que bramaba por salir.
Mis glúteos se contraían al punto que se desató la locura. Ella contrajo su vagina con un gemido que me hundió en las maravillas de la existencia. Si no iba a haber marcha atrás, yo sería el dueño de la situación. Salí al exterior, contraje todos los músculos en mi pelvis y aspire con fuerza mientras el orgasmo se apoderaba de todo mi ser. No era la primera vez que lo intentaba, y sabía que lo iba a lograr.
Pronto la sensación terminó, y tome aire. Mi sexo estaba más sensible, pero mi erección no se acabó. En aquel momento era el amo de la sexualidad, pues el orgasmo tardaría en regresar, pero el placer continuaría sin parar.
Una gota blanca asomó por mi glande. El fruto de mi amor asomaba con gratitud mientras el rostro de la mujer comprendía lo que acababa de suceder.
Abalanzándose cual felina sobre su presa, secó todo mi semen y meneó curiosa su jugo. Sonrío, y me abrazo. Pronto nos unimos de nuevo, y esta vez durante un tiempo que nunca se acabo.
Su vagina se contrajo tantas veces como sus gritos de pasión anunciaban los orgasmos que nunca querían acabar.
¿Quién sabe cómo terminamos aquella noche? Solo sé que ese éxito no fue el final. Nuestra unión fue tan profunda, que la necesidad del uno al otro se volvió imperiosa. Jamás volvimos a separarnos. Ni en sexo, ni en alma.
2 respuestas
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