Joven colágeno
El departamento olía a vino tinto y ambición. Yo, sentada frente al espejo del vestidor, ajusté el cierre de mi vestido negro—aquel que sabía resaltar cada curva, cada promesa de piel que apenas sugería. Las luces bajas de mi apartamento en Recoleta dibujaban sombras que conocían mis secretos mejor que nadie.
Había recibido el mensaje horas antes: «Te espero a las 10. No te arrepentirás». Firmado por un nombre que solo conocía por referencias: Tomás, veintidós años, estudiante de Derecho con reputación de dejar marcas.
El timbre sonó.
Al abrir la puerta, lo encontré más alto de lo que imaginaba, con esa mezcla de descaro e inocencia que solo los jóvenes pueden llevar sin parecer patéticos. Su sonrisa era amplia, segura, como si ya supiera que esta noche terminaría con mis uñas clavadas en su espalda.
—Pensé que te arrepentirías —dije, dejando que su mirada recorriera mi cuerpo antes de invitarlo a pasar.
—Con vos, no —respondió, pasando un dedo por el borde de mi copa de vino antes de llevárselo a los labios.
La charla fluyó entre sorbos y miradas calculadas. Él hablaba de sus estudios, de sus ambiciones; yo de mis viajes, de mi carrera. Pero las palabras eran solo cortinas de humo para lo que realmente queríamos.
Fue él quien rompió el juego.
—Dicen que el sexo con jóvenes es muy rico —murmuró, acercándose hasta que sus rodillas rozaron mis muslos—. ¿Vas a comprobarlo o solo te gusta fantasear?
Mi risa fue baja, cargada de desafío.
—Fantaseo poco.
Su mano encontró mi cuello, tirándome hacia él con una fuerza que no esperaba. Nuestros labios chocaron, y su boca sabía a menta y audacia. Noté cómo sus dedos recorrían mi espalda hasta encontrar el cierre del vestido, que bajó con un solo movimiento.
—¿Siempre tan directo? —pregunté, dejando que la tela cayera a mis pies.
—Solo con quienes lo valen.
Me llevó al sofá, empujándome contra los cojines sin ceremonia. Sus manos, grandes y algo torpes, exploraron cada centímetro de mi piel como si temieran perderse algo. Cuando sus labios encontraron mis pezones, el gemido que escapó de mi garganta fue involuntario.
—Callate —ordenó, mordiendo el sensitive flesh—. No quiero que tus vecinos sepan lo puta que sos todavía.
La orden me electrizó.
Lo guié hacia mi habitación, donde la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando la cama como un escenario. Él no esperó. Me empujó contra las sábanas, tirando de mis piernas hacia él con brusquedad.
—Vas a decirme qué querés —exigió, pasando un dedo por mi clítoris ya hinchado.
—Que me hagas olvidar mi nombre.
Su risa fue oscura antes de enterrar su boca en mí.
No hubo delicadeza, ni lentitud calculada. Tomás devoró como si llevara años esperando este momento, sus dedos y lengua trabajando en sincronía hasta que mis caderas perdieron el ritmo. Cuando finalmente me penetró, fue con una fuerza que me hizo arquearme contra él, mis uñas encontrando su piel como anclas.
—¿Así? —jadeó, clavándose más profundo.
—Más.
Y él obedeció.
El sonido de nuestros cuerpos chocando llenó la habitación, mezclado con sus groserías y mis gemidos ahogados. Era joven, sí, pero aprendía rápido—cada movimiento, cada cambio de ángulo, una respuesta a mis susurros.
Cuando el orgasmo me alcanzó, fue con una intensidad que borró todo pensamiento. Él siguió moviéndose dentro de mí, prolongando el espasmo hasta que su propio climax lo dejó temblando sobre mi cuerpo.
Después, mientras su respiración se calmaba contra mi cuello, supe que esta noche no sería la última.
—Te gusta correr riesgos —murmuró, dibujando círculos en mi cadera.
Sonreí, mirando el techo.
—Solo con quienes lo valen.
Final.
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