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septiembre 1, 2025

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Espejos y secretos en un hotel de paso

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La conocí en un bar de mala muerte, donde el humo se aferraba a las cortinas tan tercamente como ella se aferraría después a mis sábanas. Era rubia, del tipo que vuelve cabezas sin esfuerzo, con unos ojos azules que parecían guardar océanos de historias prohibidas. Me miró desde la barra, desafiante, como si ya supiera que esa noche terminaría desnuda frente a mí. No hubo preámbulos cursis—solo dos copas de whisky y un silencio cargado de intenciones. «¿Te gustan los hoteles con historia?», le pregunté, y su risa fue un eco seductor. «Me gustan los lugares donde no se hacen preguntas», respondió, deslizando su mano sobre mi muslo con una audacia que me dejó sin aliento.

Subimos a la habitación—una estancia pequeña, con paredes desteñidas y una cama que crujió al más mínimo movimiento. Pero allí, en el centro, estaba el espejo: enorme, antiguo, con el marco dorado desgastado por el tiempo. Era testigo mudo de incontables encuentros, y esa noche, sería cómplice del nuestro. La empujé contra la fría superficie, sintiendo cómo su espalda se arqueaba al contacto. «Quiero verte», murmuré contra su cuello, mientras mis dedos desabrochaban lentamente el primer botón de su blusa. Ella no dijo nada, pero su respiración se aceleró, y sus pupilas se dilataron en el reflejo del cristal.

Cada prenda que caía al suelo era un verso más en el poema ardiente que escribíamos juntos. Su blusa, su falda ajustada, el sujetador de encaje que apenas contenía unos pechos firmes y redondos—todo fue desapareciendo hasta que quedó completamente desnuda frente a mí, su piel pálida brillando bajo la tenue luz amarillenta del flexo. La observé, hipnotizado, mientras mis manos recorrían su cintura, sus caderas, el suave vientre que temblaba bajo mi tacto. «Eres una diosa», le dije, y ella sonrió—una curva maliciosa que prometía pecados.

Me arrodillé frente a ella, como un devoto ante su altar, y separó sus piernas sin pudor. Su aroma—una mezcla de sal y vainilla—me envolvió, y no pude resistirme a probar los jugos de su concha, ya hinchada y empapada de deseo. Mi lengua encontró su clítoris con precisión, saboreando cada gemido que escapaba de sus labios. «Sí, ahí… no pares», suplicó, mientras sus manos se enredaban en mi pelo, empujándome más contra su sexo. El espejo reflejaba su rostro contraído por el placer—los ojos cerrados, la boca abierta en un grito silencioso—y supe que estaba perdido en ella.

La levanté bruscamente y la giré hacia el espejo, apretando su cuerpo contra el mío. «Mírate», ordené, mientras mi verga, dura y palpitante, buscaba su entrada. «Mírate cómo me deseas». Ella obedeció, clavando la mirada en nuestro reflejo—dos extraños unidos por la lujuria—y cuando por fin la penetré, un gemido rasgó el aire. «¡Dios!».

Follamos con una furia contenida, como si el mundo fuera a acabarse al amanecer. Cada embestida era un latido, cada roce una promesa. Ella se movía conmigo, empujando sus caderas al mismo ritmo salvaje, mientras el espejo empañaba nuestros cuerpos sudorosos. «Hazme tuya», gritó, y eso fue suficiente para que perdiera el control. La tomé de las caderas y la llevé al borde de la cama, penetrándola desde atrás mientras mis manos agarraban sus nalgas con fuerza. «Eres mía esta noche», gruñí, y ella asintió, jadeando.

 

Cambiamos de posiciones—sobre la cama, contra la pared, en el suelo—hasta que el agotamiento nos venció. Y cuando por fin nos derrumbamos, envueltos en sábanas revueltas y el olor a sexo, supe que esa rubia despampanante me había esprimido como si llevara años esperando esa noche. Me miró con una sonrisa cansada y susurró: «Nunca me habían follado así». Y supe, entonces, que algunos espejos no solo reflejan la realidad—sino que también guardan secretos que jamás se olvidan.

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