Por
Estrenar culos
A mis cuarenta años, después del divorcio y de haberme venido a España a empezar de cero con el tema de los cerramientos, una cosa he aprendido: todos tenemos nuestro vicio secreto. Algunos les gusta el juego, otros el trago, y a mi… a mi me vuelve loco ser el primero. No el primero en general, no. Eso cualquiera. A mi lo que me prende la mecha es ser el primero en metérsela por el culo.
No es algo de lo que hable con los colegas cuando salimos a pedalear, claro. Pero es la verdad. Esa sensación no se compara con nada. Es mi debilidad, mi pecadito, la cosa que me tiene buscando siempre esa oportunidad.
Hace un mes conocí a una mujer, Sofía. Una española de esas con clase, divorciada como yo, con un cuerpo que a sus cuarenta y pico todavía hacía que se me parara la verga con solo verla caminar. Trabaja en una inmobiliaria y fue justo alquilando un local para ampliar el negocio que nos cruzamos. Tenía una sonrisa que te desarmaba y una seguridad que, te juro, me hizo pensar que con ella no iba a ser fácil.
Empezamos a salir. Cenas, vinos, paseos por la playa. La conexión era buena, se reía de mis chistes, y en la cama era una fiera. Pero yo siempre con la misma idea en la cabeza, esperando el momento. Una noche, después de follarla bien duro por delante, con ella gimiendo y arañándome la espalda, me atreví. Le susurré al oído, con la verga todavía palpitando y llena de sus jugos: «Quiero darte por todos lados, nena.»
Ella se rió, un poco nerviosa. «Por delante soy toda tuya, Ezekiel. Pero por ahí… no sé, nunca lo he hecho.»
Esas palabras fueron como música para mis oídos. «Nunca». La palabra más bonita del mundo.
«No te preocupes,» le dije, besándole el cuello. «Yo te cuido. Si no quieres no pasa nada.» Pero ya sabía que iba a pasar. Solo era cuestión de tiempo y paciencia.
La siguiente vez que nos vimos, en mi departamento, me preparé. Tenía todo a mano: lubricante, paciencia, y las ganas más grandes que he tenido en mi vida. Empezó como siempre, con unos besos profundos en el sofá, yo ya con la mano en su blusa, desabrochándole los botones. Se la quité y después el sostén. Sus tetas eran una maravilla, grandes, con unos pezones morenos que se paraban al instante con mis caricias.
Bajé, le quité el pantalón y las bragas. Ya estaba mojada, como siempre. Me puse a chuparle el coño, metiéndole la lengua bien adentro, sintiendo como se retorcía y gemía. «Así, papi, no pares,» decía. Pero yo no me apuraba. Sabía que el viaje de hoy era otro.
Después de hacerla venir una vez con mi boca, me subí sobre ella y se la metí. La puse de espaldas y empecé a cogerla, mirándola a los ojos. Estaba preciosa, con el pelo pegado a la cara por el sudor, los labios entreabiertos. La sacaba y se la volvía a meter toda, sintiendo como su coño me apretaba. Pero yo no quería correrme. No todavía.
«Gírate,» le dije suavemente. Ella me miró, con los ojos un poco vidriosos por el placer, y asintió. Se dio la vuelta, poniéndose a cuatro patas, ofreciéndome ese culo que llevaba semanas deseando abrirle. Estaba temblando. Se notaba.
Agarre el lubricante de la mesita de noche, sin hacer aspavientos. Me puse un poco en la punta de mis dedos y se lo empecé a masajear suavemente alrededor del agujerito. Estaba tenso, cerradito. Ella gimió y enterró la cara en la almohada.
«Relájate, mi amor,» le susurré, mientras con la otra mano le acariciaba la espalda. «Confía en mi.» Seguí masajeando, con mucho cuidado, sintiendo como el músculo poco a poco empezaba a ceder. Me puse más lubricante en los dedos y presioné un poco más, metiéndole solo la yema del dedo. Ella jadeó.
«Duele un poco,» dijo, con la voz ahogada.
«Es normal, mi vida. Solo respira.» Seguí moviendo el dedo muy despacio, sintiendo el calor increíble que tenía por dentro. Era como meter el dedo en una hoguera. Cuando sentí que se relajaba un poco, metí el dedo un poco más. Ella gimió, pero esta vez no era de dolor. Era otra cosa.
Con la otra mano, me puse una buena cantidad de lubricante en la verga, que estaba dura como un poste y palpitando. Me acerqué a ella, posicionándome detrás. Le puse la punta en su agujerito, que ahora estaba más relajado pero todavía muy apretado.
«Voy a entrar muy despacio,» le avisé, con la voz ronca. «Si duele mucho me dices.»
Ella asintió, con la cara todavía escondida. Apoyé mis manos en sus caderas y empecé a empujar. La resistencia era brutal, un anillo de fuego que apretaba la cabeza de mi verga como un puño. Ella gritó bajito, y por un segundo pare de moverme.
«¿Seguimos?» pregunté.
«…Sí,» jadeó ella. «Sigue.»
Esa palabra fue mi permiso. Empujé un poco más, sintiendo como su cuerpo se abría para mi, milímetro a milímetro. El calor era insoportable, delicioso. La expresión en su cara, cuando se giró un momento, era una mezcla de dolor, sorpresa y un placer que empezaba a asomar. Tenía los ojos bien abiertos, la boca entreabierta, y respiraba entrecortado. Esa cara, esa cara de «está pasando»… ufff, no te miento, casi me corro al verla.
Cuando por fin estuve todo adentro, me detuve, dejando que se acostumbrara. Estaba temblando, y yo también. La sentía toda, cada centímetro de mi verga estaba envuelto en su calor intenso. Era más apretado que su coño, más caliente, más… íntimo.
«¿Estás bien?» le pregunté, bajándome para besarla en el hombro.
Asintió, sin poder hablar. Empecé a moverme. Muy, muy lento al principio. Cada embestida era un descubrimiento. Sus gemidos cambiaron, ya no eran de dolor, sino de un asombro profundo, de un placer que la estaba tomando por sorpresa.
«Ezekiel…» gimió, y era la primera vez que me decía el nombre en ese tono, como si estuviera suplicando.
Eso me volvió loco. Agarré sus caderas con más fuerza y empecé a cogerla más rápido. El sonido era obsceno, un chasquido húmedo cada vez que mis pelotas le golpeaban el coño. Ella empezó a empujar su culo contra mi, pidiendo más. Sus gemidos se hicieron más fuertes, más desesperados.
«¿Te gusta? ¿Te gusta que te folle el culo por primera vez?» le gruñí al oído.
«¡Sí! ¡Dios, sí!» gritó, enterrando las uñas en las sábanas.
Esa rendición total, ese saber que yo era el primero en hacerla sentir esto, en llevarla a este lugar… no hay nada que se compare. La velocidad aumentó, ya no podía controlarme. La habitación se llenó con el sonido de nuestros cuerpos chocando, nuestros jadeos y sus gritos. La tenía bien sujeta, metiéndosela a fondo, sintiendo como su cuerpo entero se estremecía con cada embestida.
«Me voy a correr,» avisé, con la voz quebrada. «Dime donde.»
«¡Adentro!» gritó ella, sin dudar. «¡Quiero sentirlo todo!»
Esas palabras fueron el final. Con un gruñido que salió de lo más profundo de mi estómago, me vine. Fue una corrida brutal, larga, llenándola por dentro con mi leche, mientras yo seguía moviéndome, bombeando hasta la última gota dentro de su culo. Ella gritó también, viniéndose al mismo tiempo, su cuerpo convulsionando alrededor de mi verga.
Nos derrumbamos juntos en la cama, jadeando, cubiertos de sudor. Yo todavía encima de ella, sin querer salir, sintiendo como los últimos espasmos de su cuerpo apretaban lo que quedaba de mi erección.
Cuando por fin me separé, ella se giró y me miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero estaba sonriendo. Una sonrisa de esas que te llegan al alma.
«Nunca… nadie me había hecho sentir eso,» susurró.
Yo solo pude sonreír, acariciándole la cara. Esa es la recompensa. No solo el placer físico, que es una bestialidad, sino eso. Esa conexión, esa verdad que sale cuando le abrís a una mujer una puerta que nunca había cruzado. Saber que fuiste el primero. Que siempre, siempre, te va a recordar cuando se toque ahí.
Sofía se quedó dormida en mis brazos poco después. Yo me quedé mirando el techo, con la sensación de haber ganado una batalla que solo yo sabía que estaba librando. Es mi cosa, lo sé. Pero mientras me sienta así, mientras pueda ver esa cara de sorpresa y placer en sus ojos… seguiré buscando ser el primero. Siempre el primero.


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