Una mañama cualquiera sobre la mesa de cristal.
Era una mañana cualquiera, una más, en la que como siempre se había despertado sola y desnuda en su cama. Una ducha rápida, un café con su leche de avena y su toque de canela que tanto le gustaban. Medias, vestido corto, tacón de aguja y labios rojos. Con esa extraña rutina y ese traje a medida, era como se sentía segura. Aquel disfraz de mujer con el que aparentaba ser capaz de mantener la mirada a quien se propusiera y tras el cual, realmente, se escondía una niña que simplemente ansiaba un abrazo que la hiciera sentirse segura.
Le esperaba una jornada de trabajo, reuniones con clientes, llamadas, cuentas y más cuentas. Una día como otro cualquiera que pasaría y que no dejaría huella en el recuerdo. Su secretaria como siempre a media mañana la interrumpe para intentar despejar su mente, tomar un café juntas y compartir cuatro confidencias que les alegren y les hagan más llevadera la jornada a ambas. Entre risas, ésta le comenta la visita inesperada del día anterior. Una visita que no fue otra que, la de aquel cliente de quien tan mal hablaba la gente del pueblo. Su secretaria le advierte nuevamente sobre él y sobre lo que ella cree son sus verdaderas intenciones, sin saber ésta que todas sus advertencias ya llegan demasiado tarde.
Decide apartarle la mirada, sonreir y disimular. Una vez más calla, rompiéndose por dentro al no poder defenderle, al no poder explicar cómo realmente le siente, le conoce y él es. Intenta cambiar de conversación para evitar ese dolor, pero su secretaria le dice:
-¡Ya puedes ir con cuidado! Si te despistas éste con la fama que tiene, aquí mismo, sobre la mesa de cristal de tu despacho te coge y te empotra. ¡Ganas seguro no le faltan tal y como te mira! -le advierte haciendo broma entre risas.
Intenta reírse sin ganas, pero al quedarse finalmente sola en su despacho, su mirada se pierde sobre aquella mesa de cristal a la que ésta le hacía referencia. Aquella mesa, que sin nadie saberlo, ya había sido testigo y confidente de una mañana de pasión con quien había pasado a ser su cliente preferido. Sus ojos se pierden, se pierde en aquel recuerdo, en aquella mañana aún de verano en la que había hecho y se había sentido demasiado calor.
Empezó a recordar como sentados ambos alrededor de aquella mesa de cristal, intentaban aparentar una seriedad y una concentración inexistente. Como en algún momento de aquella reunión, levantó sus ojos de los documentos y vio como él la estaba mirando fijamente. Como aquellos ojos alertaban su mirada hacia ella. Como la observaba con absoluto gusto y desfachatez tal si la desnudase. Como sus ojos dorados la taladraban con lentitud, tratando con ellos de obligarla a contarle todos y cada uno de sus pensamientos. Y en aquel instante se encontraron. Él le sonrió y entendió que ya no tenía que buscar nada más. Tragó saliva y supo que ya no estaba escuchándola. Tragó saliva y supo que estaba perdida y que la reunión en aquel preciso instante había terminado. Allí mismo, a quemarropa, en su mente se anteponía un «no lo hagas» entre su deseo de hacerlo y el deseo que se reflejaba sus ojos. Suicida e inconsciente a partes iguales se lanzó a besarle, a encontrar la suavidad de sus besos y la pasión de sus abrazos. Siendo aquellos besos la miel que endulzaba las heridas que ambos acumulaban. Siendo aquellos abrazos los que realmente les hacían prisioneros de su pasión. Dejando atrás la rutina de aquel día. Descubriéndose. Pasando a ser, el uno para el otro, un regalo que ambos deseaban y merecían. Y ya simplemente, sin remedio dejándose llevar.
Él se levantó, permaneciendo ella aún sentada y como quien no lo espera pero lo desea, empezó a desabrocharse el cinturón y sus pantalones, dejando al descubierto su masculinidad justamente a la altura de su boca. Sabedora ya de lo que él anhelaba, entreabrió sus labios para besar suavemente su tallo que aún no estaba totalmente duro. Empezó a acariciar la suavidad de su piel, jugando con su lengua y recorriendo cada rincón de lo que ya dentro de su boca le sabía tan dulce. Poco a poco, lamiéndole de una forma golosa, saciándose de aquella dulzura, jugueteando para sentir y disfrutar del placer que esto a él le provocaba. Contener sus ganas de morderle sin morder. Y poco a poco, sintiendo como todo ello provocaba que a cada entrada y salida de su boca, su miembro se volviera más y más duro. Al sentirle así y verle disfrutar, su propia excitación iba en aumento y la humedad se hacía presente en su cuerpo.
Su respiración se tornó irregular al sentir como él moría de gusto entre sus entrecortados gemidos. Su boca se entreabrió para dejarle salir, al mismo tiempo que él la levantaba bruscamente de la silla y con un solo movimiento, la obligaba a girarse, poniéndola mirando directamente hacia las estrellas. Sentía como entre suspiro y suspiro de excitación, la iba besando en el cuello. Sujetándola por la cintura, mientras que con sus fuertes manos acariciaba sus piernas subiendo hasta su trasero. Deseoso levantando la falda de su vestido, al mismo tiempo que le bajaba su ya humedecido tanga. Aproximó su cuerpo contra el de ella, situándola contra la mesa, dejando al descubierto su trasero ahora desnudo. Sintiendo el contacto de su cuerpo y entre suspiro a suspiro, segundo tras segundo, abriéndose ansiosa esperándole. Simplemente esperando para recibirle. Disfrutando ambos de aquel previo instante mientras que la realidad de la excitación de aquella imagen, les hacía sabedores que estaban rompiendo todas las reglas.
La penetró, deslizándose de golpe dentro de ella con la facilidad que le permitió la humedad de su entrepierna deseosa. Sus cuerpos empezaron a moverse como si fueran ya uno. Balanceándose, sumergiéndose en las profundidades de su sudor y sus ansias. Solo así, gota a gota cayendo de sus frentes por el calor de aquel día aún de verano. Adentrándose de forma más profunda libremente entre sus flujos. Sintiéndose libres, pero siendo ambos realmente prisioneros de su propia pasión y de sus orgasmos.
Y allí mismo, en su despacho, encima de aquella mesa se dejaron arrastrar por el propio reflejo de sus cuerpos en el cristal. El reflejo de su desnudez, de sus almas, de todos sus miedos … Alimentándose el uno del otro como si allí mismo, se hubiera declarado la tercera guerra mundial. Dejando que el tiempo se parara para ambos entre abrazo y abrazo. Dejando que sus miedos se congelaran entre sus besos. Y ya sin tregua posible, sin acuerdos o tratados que poder firmar, corriéndose ambos. Corriéndose despacio, juntos, así como les gustaba. Intensamente, sin un motivo aparente, con un motivo, pero siempre el uno con el otro. Cayendo rendidos después de todo aquel éxtasis, sus cuerpos sudorosos, sobre el cristal empañado de la mesa. Emborrachados ambos de su propio olor y sudor. De aquel olor que quedaba tatuado en su piel y que perduraba como el aliento cuando ya no estaban juntos. Recordándoles el uno al otro. Un olor que les arrastraba como un imán y les incitaba a pecar una y otra vez.
Y de golpe su secretaria llama a la puerta, anunciándole la llegada de su siguiente visita. Ella despierta bruscamente de su recuerdo y se encuentra, nuevamente, sentada frente a su ordenador. Regresa a su despacho, regresa a su presente, a su realidad y con nostalgia, mira hacia la mesa de cristal. Aquella que tanto sabía y que tanto callaba. Y busca desconcertada el bolígrafo que antes creía había dejado por allí encima, pensando que lo encontraría donde lo había dejado. Más el bolígrafo no estaba.
Reabriendo con su ausencia sus heridas. Y es que ya no te encuentro. Ya no me encuentro…
Una respuesta
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