Por

Anónimo

abril 24, 2020

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Mi dulce ex, mi hermosa ex.

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Amaba su cuerpo, sus curvas, su olor, sus besos, su voz tierna y su dulzura. Amaba lo que era cuando estábamos juntos a solas las veces que nos veíamos.

Ese día había decidido demostrarle que, a pesar de mi forma de ser en la intimidad, un poco femenina, me encantaba ella, y que no era necesario que yo usara ropa de chica para que me encendiera ella, como mujer, con todo su esplendor, sensualidad y carisma.

Habíamos llegado al apartamento esa última tarde. Estuvimos casi todo el día en su universidad ya que tenía un examen que debía presentar, y como en todo, yo era devoto de hacerla sentir bien en todo aspecto, por eso fui y la acompañé. Bueno, claramente la verdad deseaba estar con ella a cada instante.

Viajamos en transporte público desde (algún lugar en donde estaba ubicada la suntuosa universidad) hasta el centro de la ciudad, allá por cierta calle. Estábamos cansados, pero también ansioso por estar juntos. Sabíamos que no nos volveríamos a ver en mucho, muchísimo tiempo. Más del que yo quise alguna vez (nunca más).

Ella llevaba su delicioso perfume de limón, que ese día usó solo para mí. Se había vestido con ropa formal para presentar su tribunal: blusa de botones ejecutiva de color blanco, unos pantalones oscuros y, para el frío, su suavecita bomber que amaba abrazar. Era como abrazar una osita tierna y frágil.

La recuerdo así: 1,56 metros de puro amor, delgada y con una cintura delicada, anchas caderas, lo que le permitía tener una cola pronunciada, bien formada y redondita. Sus piernas, gruesas, más gruesas que su cinturita de muñeca. Sus tetas, pequeñas pero perfectas para exprimir, besar, chupar y morder. Su cara, angelical, qué les puedo decir, angelical y delicada, coronada por un cabello lacio y largo color castaño claro, hasta la cintura. Toda una princesa, con unos ojos tiernos, traviesos y dulces. Era la mujer perfecta para mí, tal y como me gustaron siempre. Bueno, y me siguen gustando. Y un acento que, ay Dios… riquísimo.

Nos tumbamos en el sillón de la estancia a penas entramos. Ella, incontrolada, se me subió sobre las piernas aún vestida y me besó con pasión. Nos comíamos a besos con tanto deseo. Siempre nuestras lenguas jugaban todo tipo de juegos en nuestras bocas. Se la atrapaba con mis labios y la sostenía hasta que explotábamos de la risa. Ella hacía lo propio con la mía. Me atrapaba mi labio inferior entre sus labios y succionaba. Nos comíamos la boca. Yo la tocaba, acariciaba sus curvas y la abrazaba.

Al cabo de un rato, decidimos que era tiempo de ir a la habitación. Nos pusimos de pie y nos besamos una vez más, yo con mis manos sobre su culo firme. Lo pellizcaba y ella comenzaba a mover sus caderas de atrás hacia adelante. Se comenzaba a mojar, yo lo sabía. Se quitó su chaqueta y la lanzó al sillón, y decidimos hacer un juego de rol en el que ella era mi jefa.

“Mmmm, jefecita, qué deliciosa está usted hoy, me encanta”, le decía mientras manoseaba toda su cola y sus caderas. “Quiero quitarle toda su ropa lentamente”. Y acto seguido le fui desabrochando su blusa camino al cuarto.

Ya en el cuarto, ella me quitó mi camiseta, y ambos quedamos con nuestros torsos descubiertos. Su piel estaba caliente. Se le escuchaba jadear. Me encantaba verla con brasieres negros, ya que es blanquita y eso realza mucho su belleza. Me bajó los pantalones y quedé en boxer, y yo hice lo propio con los suyos. Olí por primera vez esa tarde su exquisito olor a mujer. Vi gustoso que llevaba tanga negra, igual que su brasier.

Salimos del cuarto juguetones, corriendo nuevamente hacia el sillón, ya que queríamos hacerlo allí, un poco más expuestos. El apartamento, ubicado en un tercer piso,  tenía un gran ventanal que daba a un parque frontal. Me tomó de la mano y me dirigió, sentándome en el sillón, y nuevamente se me subió encima, con lo que aproveché para contornear su figura con mis manos y acariciarle el clítoris por encima de su tanda. Un gemido suave se le escapó, mientras ponía su mano en mi crecido y duro pene, jugueteando con él sobre la tela del boxer. Pero, nos acordamos que en la puerta del apartamento habían vidrios en vez de madera, nos asustamos y decidimos volver al cuarto. No quería que el casero de (cierta aplicación de alojamientos) nos echara.

En el camino yo la tomé entre mis brazos con gran ternura y le dije: “jefecita, te quiero hacer mía esta tarde, vamos a jugar”. Y la levanté con mis brazos, llevándola a la cama. Se reía y me tomaba fuertemente de mis hombros.

La deposité sobre la cama y la llené de besos mientras reía. Se sentó, un poco confundida por lo que acababa yo de hacer. Se puso de pie y me empujó hacia la cama con lo que caí de bruces y ella tras de mí. Me quité a tiempo para asir su brasier y soltarlo. Me puse de pie y de mi equipaje saqué un traje de policía que quería que luciera para mí. Era de cuerina, negro y con manga larga. Se lo puso y le quedaba ajustado al cuerpo. Se veía muy sexy, pero la verdad en esta tarde la quería al desnudo para mí. Lo quitamos rápidamente y fue ahí donde caí en cuenta que… había semáforo rojo.

Mi cosita vergonzosa no iba a permitir una penetración. No se iba a quitar la tanga. Es más, no sé cómo había llegado a este punto. Salió de la habitación y se cambió la toalla en el baño. Pero cuando regresó, la tomé entre mis brazos, la abracé y le dije al oído que todo estaría bien, que la amaba. Y que íbamos a pasar un buen rato, como hasta el momento. Así que de la mano la tomé y la dirigí a la cama, sin antes haberle manoseado ese rico culo suyo. Estábamos calientes, muy calientes.

Frotación…

Y allí estaba yo, tumbado encima suyo, con mi verga dura acariciando su clítoris por sobre su tanga de licra suave, besando su cuello, dándole besos en la boca de forma apasionada, me la quería comer completa. Bajaba con mis labios por su pecho hasta encontrar esos ricos pezones duros. Lo succionaba y mordía, los chupaba y escuchaba cómo gemía de placer. Con mis manos acariciaba de cuando en cuando su cintura y las metía bajo sus nalgas para apretarlas. Le decía, excitado, que ella era el amor de mi vida, y que nada importaba… que ella me encantaba y que era por siempre el amor de mi vida. Ella solo respondía con sensuales “ujum”, “yo también te amo bebé”, “soy solo tuya, solo tuya”, “dame más”, y también con una lagrimilla que liberó por ahí, emocionada por tanta pasión derivada del amor puro que nos teníamos.

Sus gemidos se intensificaban al decir estas cosas. Me tomaba de las nalgas y me acariciaba de forma tierna. Estábamos sudando nuestra excitación, dejando aquella cama empapada. Yo me movía de atrás hacia adelante, pasando mi pene duro por su cuca deliciosa. Yo por mi me la hubiera comido toda. Me levanté y realicé movimientos más rápidos y fuertes. La sentí estremecerse y gemir más duro, cuando de repente me enterró sus uñas en mis brazos y se corrió, contorsionándose, moviéndose violentamente y ahogando un grito de placer.

Nos quedamos quietos unos instantes, yo sobre ella, besándonos, hasta que me acosté a su lado y la abracé, acariciando su cabello, su abdomen y sus tetas. Hicimos una rica cucharita por unos minutos, hasta que ella se volvió con determinación y me besó.

La sentí nuevamente encima de mí, con su mata de pelo sobre mi rostro, con sus labios húmedos besando mi cara y bajando por mi pecho. Me chupó y succionó las tetillas, y esto me hizo empalmarme nuevamente. Su delicioso cuerpecito estaba ahora sobre mí, bajando más y más, pasándome sus tetas por mi abdomen, hasta que encontró mi verga, dura y grande, esperando ser consentida. Verla ahí, con su boquita de princesa tan cerquita de mi verga, con aquella mirada traviesa y llena de deseo, con su cabello alborotado y su lengua afuera, era el mejor aliciente.

Comenzó dándole besitos a mi glande, acariciándolo con su lengüita, con la dulzura de una niña que se come una paleta. Se la metió toda en la boca y lamió cada milímetro de piel, desde la base hasta la punta. Hacía movimientos oscilatorios de arriba hacia abajo con su cabeza, sosteniendo la piel de mi verga con sus suaves labios. Yo gemía de placer. Me permitía cerrar los ojos para relajarme todavía más, pero los abría a los segundos porque no quería perderme esa divina visión. De repente, hizo algo que había descubierto días antes que me encantó. Se acomodó de tal forma que con sus tetas me acariciaba mis bolas mientras me la chupaba. Sentir esa piel suavecita sobre mis bolas me encendía aún más. Hasta que al cabo de unos minutos, comencé a sentir espasmos desde la base de mi culo. Le avisé: “amor, ya casi, prepárate”. Entonces, con sus labios se aseguró de sostener más duro mi verga y aumentó la velocidad. La escuchaba gemir. Estaba disfrutando la verga de su novio, realmente. Se movía como una profesional chupando esa verga. Finalmente, luego de varios segundos, un shot, dos shots, tres shots, cuatro shots, y ni una sola gota de leche se derramó. Tragó una parte, pero de inmediato se vino sobre mi y me dio un beso en la boca, compartiéndome mi propia leche de una forma muy sucia y salvaje. Eso me encantó. Nos lamimos juntos la leche y rendidos nos tumbamos de nuevo sobre las almohadas.

Me acerqué a su cuquita, la olí y tiernamente le di un beso sobre la tela de su tanga negro. “Cuando te vuelva a ver te haré el mejor sexo oral de toda tu vida”, pensaba yo.

Amaba su cuerpo, sus curvas, su olor…

Después, acostados en la cama, en estado de total relajación, nos decíamos palabras de amor, reíamos y planeábamos nuestra vida juntos. Abrazados, nos besábamos y soñábamos no tener que estar lejos por quién sabe cuánto tiempo más.

Al día siguiente, en El Dorado, las lágrimas no eran de amor precisamente… Las despedidas hieren más que 7000 inyecciones de veneno directo al corazón.

Como dijo aquel famoso cuervo negro que visitó al hombre creación fantástica de Edgar Allan Poe, “Never more”.

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2 respuestas

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