
Por
Anónimo
La Desconocida.
Se volvía a oír en las calles la alegría de la gente, de las tiendas nuevamente abiertas, del metal de las sillas de los bares y de la vida en general. Aquella mañana me apetecía un café bien cargado. Uno de aquellos cafés humeantes con su leche de avena, su esponjosa espuma, su toque de canela y su aroma a recién molido que tanto me gustaban. Uno de aquellos cafés que únicamente me servían, así como debía ser, en el café de la plaza.
Fue cruzar el umbral de la cafetería y notar el bullicio y la vibración de las conversaciones de la gente que tanto había echado de menos. Busqué con la mirada una mesa en la que sentarme para poder tomarme con tranquilidad y apartada del jaleo, aquel café tan ansiado. Sin quererlo, en aquella búsqueda mis ojos se cruzaron con los de otra mujer. Ella me estaba mirando descaradamente. En realidad, fui consciente al momento que me estaba escaneando de arriba a abajo. Noté como sus ojos recorrían mi cuerpo, examinándolo de una forma rozando lo insolente. Analizándolo como quien se cree con la potestad de hacerlo y de juzgarte por ello, ya fuere por tu físico, por tu vestimenta o por tu apariencia. La verdad es que su mirada me incomodó y al momento decidí apartar la mía. Pensando que si yo no la miraba, ella dejaría de hacerlo.
Por un momento, me llegué a preguntar si es que nos conocíamos de algo, pues por mi trabajo diariamente había de relacionarme con mucha gente. Pero la verdad es que, si bien no era muy buena para los nombres, una cara nunca se me olvidaba y la de aquella mujer no me sonaba absolutamente de nada. Por su forma de mirarme, finalmente llegué a la conclusión que únicamente me estaba juzgando. Algo había visto en mi que le había agradado o disgustado, o quizás me conocía o le habían hablado de mi. ¡Quién sabe! Nunca llegaré a tener la certeza de ello.
Decidí sentarme en una pequeña mesa de una de las esquinas del café que en aquel preciso momento quedaba vacía. Una pequeña mesa apartada del alboroto de la entrada y en donde pensé, que quedaría protegida de la mirada inquisitiva de mi desconocida. Pues estaba situada justamente a su espalda. Saqué mi libro de lectura de aquel momento «Al sur de la frontera, al oeste del Sol» de Haruki Murakami y así, como me gustaba hacer cada mañana, me dispuse a disfrutar de mi café con leche. Mas por una extraña razón, no podía concentrarme en la lectura ni quitarme de la cabeza aquellos ojos. Extraño en mi, levanté la vista de mi libro, comprobando que ella seguía allí sentada, con la mirada perdida hacia la puerta. Sin quererlo, fui yo entonces quien empecé a observarla.
Debía ser, más o menos, de mi misma edad, quizás algún año más. Pelo castaño claro, rizado y largo, sobrepasándole la medida de sus hombros. Alta, de constitución fuerte y con curvas acentuadas. Era una mujer atractiva, con unas facciones dulces y no excesivamente marcadas. Destacaban en su rostro unos grandes ojos entre verdes y color miel que llevaba perfectamente delineados de negro, resaltándolos así. Unos labios carnosos y jugosos curosamente pintados de rojo adornaban su cara, dándole un toque sofisticado al tiempo que morboso. Poseía una belleza llamativa que la hacía ser consciente de saberse observada. Creando a su alrededor un extraño halo de atracción que en el fondo se advertía que le molestaba. Se notaba que era coqueta y que le gustaba arreglarse, pues no obstante vestir de forma informal con unos simples pantalones tejanos, una camisa blanca escotada, una cazadora de cuero negro y unas botas negras de tacón, todas esas prendas eran de marcas reputadas y se podría decir que caras. Por su apariencia deduje que trabajaba de cara al público, seguramente en alguno de los despachos de economistas, gestores o abogados cercanos a plaza.
No podía dejar de observarla, de preguntarme cómo sería realmente su vida y cuáles los motivos que la llevaban cada día a escoger un camino u otro. En un primer momento, supuse que quizás por su edad estaría casada, pues tenía en su apariencia la calma de quién ha seguido los convencionalismos de la sociedad. Pero, después por su forma de mirar, de sentarse y aquella extraña energía que desprendía, tuve la certeza que si bien lo había estado, ya no lo estaba. Conjeturé que seguramente sería madre de dos niños aún pequeños, o quizás, tendría la perfecta parejita. Pero si en algo no tuve duda alguna, fue que en el fondo, no era feliz.
Su mirada perdida escondía tristeza, miedo o desasosiego, no terminé de adivinarlo. Algo mucho más profundo que ella sabía que no podía confiar ni contar a nadie. Como un día me explicó mi psicólogo, llegados los cuarenta, tanto a los hombres como a las mujeres, nos atrapa una crisis existencial, mal llamada a mi entender, la crisis de los cuarenta. En ese momento de nuestras vidas, nos replanteamos nuestra existencia, nuestro propósito final y surgen, en muchos casos, las dudas sobre nuestra vida amorosa. Es entonces, cuando se abren dos caminos posibles. Para algunos, como me pasó a mí, empezamos a sentirnos ahogados en nuestra relación. Nos rebelamos y rompemos con todo, buscando una supuesta felicidad que quizás nunca encontraremos. Otros por contra, se conforman y resignan con sus vidas por el miedo al cambio y en algunos casos, si la ocasión se tercia, les son infieles a sus respectivas parejas. No tenía claro en qué grupo clasificar a mi desconocida, quizás tendría un pie en cada uno de ellos, dejándose querer por lo mejor de ambas situaciones.
Continué disfrutando de mi café, sorbo a sorbo saboreando su esencia, saboreándolo como si de mi propia vida se tratara. Sin querer que se terminara, pero dejando para el final lo mejor, su dulce espuma, Pues se podría decir que aquel era para mí, un pequeño vicio inconfesable. Alejándome de todo, viajando en el espacio y en el tiempo de mi imaginación. Dándole forma en mi mente a lo que pensé serían los miedos, las aspiraciones, la vida de mi desconocida.
Conjeturé que su existencia habría cambiado el día en que decidió separarse y tras ello, quizás sin quererlo conoció a alguien que no era su marido. Él probablemente, sería un hombre ya curtido por el tiempo a quien no le asustaba nada ni nadie. Un viejo lobo solitario que viviría su vida orgulloso de su independencia y de su libertad. Un hombre tierno y dulce que mantendría su coraza siempre puesta para no verse sorprendido por aquel sentimiento que tanto miedo le causaba. Por saberse vulnerable ante el amor, o por simplemente sentirse querido. Lo más probable era que su reputación de galán y mujeriego le precediera. Por ello, en un principio, ella se habría hecho la dura, intentando evitarle, para así, tampoco tener que cambiar sus anhelos de libertad. Pero la atracción entre ellos debió ser tal que, día tras días, como más hablaban, intercambiaban whasps o se veían, iban cayendo ambos en el abismo de su propio deseo.
Posiblemente, con el tiempo sus citas se fueran sucediendo, siempre clandestinas, escondidos de las miradas y comentarios ajenos. Del qué dirán, por ser él quien era y su edad, y ella por haberse separado solo unos meses atrás. Escondiéndose de sí mismos y de lo que sentían. Limitando su pasión y sus ganas a las cuatro paredes de aquella habitación que se habría convertido en todo su mundo, en el refugio donde podían ser realmente ellos mismos. Dejando volar el vacío de sus miedos, de sus cicatrices y de su existencia muy lejos.
En aquella habitación, donde el tiempo parecería pararse, dejarían que sus cuerpos excitados se reconocieran a cada uno de sus encuentros. Siendo siempre suficiente una simple caricia o un beso para que la magia entre ambos se iniciara. Perdiéndose uno en el cuerpo del otro. Fundiéndose a cada gemido de placer cuando él la tocara. Como si las yemas de sus dedos desprendieran pequeñas descargas eléctricas. Como si fueran imanes que se adhirieran a su piel. Con cada una de sus tiernas caricias, su entrepierna humedeciéndose más y más. Y él lo sabría. Lo sabría y jugaría con ello. Besándola suavemente, mientras que con su mano experta buscaría los confines de aquella humedad y de su excitación. Acariciando su clítoris delicadamente. Haciéndola vibrar a cada movimiento acompasado de su dedo. De aquel dedo diestro que nunca se cansaría de hacerla gozar.
A ella por su parte, le encantaría subirse sobre él para poder mirarle directamente a los ojos. Viendo reflejada su propia pasión en su cara, al rozarse contra su miembro y juguetear con él. Mientras notaría como éste iba aumentando al mismo tiempo que su excitación y sus ganas. Simplemente con el movimiento acompasado de su cuerpo, le sería suficiente para llegar al orgasmo. Frotándose cual gatita en celo contra él. Viniéndose arriba como una gaseosa que si la agitas al momento rebosa, tal y como él la habría comparado en alguna ocasión.
Y tras todo aquel primer calentamiento, él la penetraría de aquella forma que tan loca la volvería. Primero despacio, sintiéndolo poco a poco en su interior, mientras se iría adentrando hondamente en sus temores y sus dudas. Hasta llegar a lo más profundo y allí, perderse ambos ya en uno. Después, con fuerza a cada embiste de su cuerpo, sintiendo como su miembro se clavaría en ella, en toda su pasión y en sus ganas. Fundiéndose entre sus brazos, en su aroma, en su mirada. Llevándola lejos muy lejos. Iniciando los dos un viaje sin retorno a la cúspide de su éxtasis. Ayudándose ambos como buenos compañeros de viaje, para alcanzar la cima al mismo tiempo. Sin que existieran vencedores ni vencidos. Solo ellos. Solo sus cuerpos galopantes, llegando al clímax de su orgasmo los dos juntos.
-¿Tomará algo más? -Me pregunta educadamente el camarero.
-¿Perdona? – Le respondo, volviendo sorprendida en mi.
-¿Que si tomará algo más? -Me repite, esta vez con una sonrisa, al darse cuenta que con su pregunta me ha hecho regresar de mi ensoñación.
– No gracias. Ya debo marcharme -Le contesto ahora sí, haciendo ademán de levantarme.
Es entonces cuando miro hacia donde estaba sentada mi desconocida y me doy cuenta que ya no está. Que se ha marchado. Desconozco si hace mucho rato o no, si miró hacía donde yo estaba, o si tomó el camino de salida sin mirar atrás. Observo la mesa donde creía que minutos antes ella estaba sentada y simplemente veo mi propio reflejo en el aparador de la cafetería. Me veo reflejada en el cristal. Yo con mis cuarenta y dos años ya cumplidos. Mi pelo rizado castaño claro. Mis ojos verde miel siempre perfectamente delineados y mis labios rojos cual escudo de mis días grises. Yo con mis pantalones tejanos, mi camisa blanca escotada, mi cazadora de cuero negro y mis botas negras de tacón con las que tan cómoda me siento. Yo con mis anhelos, mis miedos y mis ganas de vivir. Yo a contracorriente de todos y todo, del que dirán o de lo que puede estar bien o mal. Simplemente yo y el reflejo de quien en el fondo era ahora … una desconocida.
Una respuesta
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