Encuentro en el motel
El camino hasta el motel fue una mezcla de silencio y deseo contenido.
Tus manos en el volante, mi mirada en ti. La tensión flotaba en el aire como una corriente eléctrica imposible de ignorar.
Al llegar, pediste una habitación con jacuzzi. Solo escuchar esa palabra hizo que mi mente volara.
Entramos con el carro al garaje, y antes de abrir la puerta, me tomaste del rostro y me besaste. Fue un beso profundo, impaciente, lleno de todo lo que habíamos imaginado durante el día.
Sentí tu efusividad y me encantó; era como si ambos hubiéramos estado esperando ese momento desde siempre.
La habitación tenía una luz tenue, perfecta.
Nos sentamos frente a frente, respirando el mismo aire, observando cada gesto, cada detalle.
No hubo palabras; solo miradas que decían más que cualquier frase.
Poco a poco, nuestras manos comenzaron a explorar, a reconocerse, a jugar sin prisa, como si cada caricia fuera un lenguaje que solo nosotros entendíamos.
Tomé la iniciativa y te pedí que te sentaras. Quería tener el control por un instante.
Tu sonrisa fue suficiente para encenderme aún más.
Entre risas y suspiros, dejamos que el tiempo se disolviera.
Cada roce, cada aliento, cada susurro era una confesión de deseo.
Cuando la pasión se calmó un poco, me quitaste la ropa con la misma suavidad con la que se descorre un secreto.
El jacuzzi ya estaba lleno. El vapor formaba una niebla ligera que envolvía la habitación en una atmósfera de complicidad.
Me di una ducha rápida, tú también, y nos encontramos bajo el agua tibia.
Tu cuerpo se pegó al mío, tus manos comenzaron a recorrer mi piel, y el calor volvió a encenderse.
Cerré los ojos y me dejé guiar por tus caricias; sentía cada movimiento, cada respiración, cada estremecimiento.
Entramos al jacuzzi. El agua estaba cálida, perfecta.
Me senté sobre ti, y por un instante el mundo se redujo a esa conexión silenciosa, a ese vaivén donde todo encajaba.
Tus manos recorrían mi espalda, mis caderas, mis pechos; tus labios buscaban los míos con urgencia, con hambre.
El agua se movía al ritmo de nuestros cuerpos y el vapor hacía que todo pareciera un sueño húmedo y lento.
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Después, cambiaste el ritmo. Me giraste y me tomaste entre tus brazos.
No hicieron falta palabras: solo la certeza de que estábamos entregándonos sin reservas, hasta perdernos el uno en el otro.
El placer llegó en oleadas, y en medio de la respiración entrecortada, lo único que escuchaba era mi nombre en tus labios.
Cuando todo terminó, nos dejamos caer sobre la cama, aún envueltos en la tibieza del vapor y del deseo.
Pusiste una alarma para dormir una hora. Nos quedamos abrazados, exhaustos, satisfechos, con el cuerpo rendido y la mente flotando.
Al despertar, nos miramos y sonreímos como cómplices de un secreto que nadie más conocería.
Nos duchamos, nos vestimos, y antes de salir, me diste un beso lento, profundo, de esos que dejan promesas sin decir.
En el camino a casa, el silencio ya no era incómodo. Era solo la pausa necesaria antes del próximo encuentro.
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