noviembre 8, 2025

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El sobrino y yo

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El calor de esa tarde en la quinta de mi prima era espeso, pegajoso. El aire olía a pasto recién cortado y a carne asándose en la parrilla. Yo estaba ahí, con mi vestido floreado más liviano, bebiendo un vino blanco que ya no refrescaba nada. La familia pululaba alrededor, voces conocidas, risas que eran como un ruido de fondo.

Y entonces lo vi a él. Lucas. No era el niño que recordaba de las navidades pasadas. En un año, se le habían borrado los últimos rastros de la adolescencia. Ahora medía fácilmente un ochenta y cinco, con unos hombros que llenaban la camiseta blanca y unos brazos que prometían una fuerza que a mi marido, Paco, hace tiempo que se le había dormido en la panza cervecera.

Él estaba junto al aljibe, hablando con unos primos más jóvenes, pero su mirada, pesada y directa, ya me había encontrado a mí. No era la mirada tímida de un chico. Era la de un hombre que sabe lo que quiere ver. Y en ese momento, lo que quería ver era cómo el sudor me pegaba el vestido a los pezones, que estaban duros, rozándose con la tela con cada respiración que se me hacía cada vez más corta.

Paco, mi marido, estaba embobado discutiendo de política con mi primo, completamente ajeno a la corriente eléctrica que empezaba a cruzar el patio entre su esposa y ese pibe que, técnicamente, era su sobrino.

Lucas se separó del grupo y se acercó a la mesa de las bebidas, justo a mi lado. Su brazo rozó el mío. Fue un contacto deliberado. Un fogonazo.

“Hola, tía Mari”, dijo. Su voz ya no era la de un chico. Era grave, ronca. Me recorrió por dentro como un licor fuerte.

“Hola, Lucas. Creciste”, solté, y mi voz sonó ridículamente débil.

Él esbozó una media sonrisa, un gesto de complicidad que me hizo arder la entrepierna. “Sí, en varias cosas.”

No pude evitar reírme, una risa nerviosa que se me escapó. Mis ojos bajaron, traicioneros, hasta su entrepierna. No pude distinguir mucho, el jean era ajustado, pero se adivinaba un bulto, un peso que prometía. Veinte centímetros, tal vez más. La idea se me clavó en la cabeza como un cuchillo caliente.

La tarde siguió, pero yo ya no estaba en la fiesta familiar. Estaba en un torbellino interno. Cada vez que Lucas pasaba cerca, sentía su calor. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, era un acuerdo tácito, un pacto sucio que firmábamos en silencio.

En un momento, me levanté para ir al baño. La casa estaba silenciosa, todos afuera. Al pasar por el pasillo que llevaba a las habitaciones, una mano me agarró del brazo con suavidad pero con firmeza. Fue él.

Sin decir una palabra, me guió hasta una habitación de invitados, la más alejada. La cerró con llave. El ruido del pestillo sonó como un disparo en el silencio.

Nos quedamos mirándonos. El aire era viejo, olía a naftalina y a nosotros, a deseo puro y crudo.

“Sé que lo querés”, murmuró él, y no era una pregunta. Era una afirmación.

Asentí. No podía hablar. Mi boca estaba seca, pero entre mis piernas ya estaba un charco.

Se acercó y sus manos, grandes y callosas, me agarraron de la cintura. No fueron las manos blandas de Paco. Eran manos que habían trabajado, que sabían de fuerza. Me atrajo hacia él y su boca encontró la mía en un beso que no tuvo nada de tierno. Fue una toma de posesión. Su lengua era gruesa, sabía a cerveza y a juventud, y me exploró con una hambre que me dejó sin aire.

Mis manos treparon por su espalda, sintiendo los músculos contraerse bajo la camiseta. Lo jalo hacia mí, queriendo fundirme con ese cuerpo duro, nuevo.

Él rompió el beso y sus labios bajaron por mi cuello, mordisquearon mi clavícula. Una de sus manos se cerró sobre mi pecho, apretando sin delicadeza. Un gemido se me escapó, ronco, animal.

“Callate, tía”, susurró contra mi piel, y el morbo de esa palabra, de la situación prohibida, me electrizó. “Que nos escuchan.”

Me dio vuelta y me apoyó contra la puerta. Su cuerpo me inmovilizó. Oí el ruido de su cinturón y luego la cremallera de su jean. Sentí algo caliente y duro, terriblemente duro, que me rozaba las nalgas a través de la tela de mi ropa interior. Era enorme. Más de lo que había imaginado. El miedo y la excitación me atravesaron como una lanza.

“¿Estás segura?” preguntó, su aliento caliente en mi oído.

“Sí, dámelo todo, Lucas”, jadeé, y era la voz de una mujer que ya no reconocía.

Agarró mi vestido por el dobladillo y se lo subió hasta la cintura. Sus dedos se engancharon en la cintura de mi tanga y se la bajó hasta los muslos. El aire frío de la habitación me golpeó la piel desnuda, pero fue su mirada, fija en mis nalgas, la que me quemó.

Escupió en su mano. Oí el ruido húmedo. Luego sentí la presión de su punta, grande y palpitante, buscando mi entrada. Yo estaba húmeda, chorreando, pero él era tan grande que el primer intento fue solo un golpe doloroso contra mis labios.

“Relajate, puta”, gruñó, y la palabra, en su boca, me encendió por completo.

Agarró mis caderas con fuerza, con una fuerza que me iba a dejar moretones, y empujó.

Esta vez, entró. Solo la punta, pero fue como si me partiera en dos. Un grito ahogado se me escapó, sofocado contra la madera de la puerta. Era una mezcla de dolor agudo y de un placer tan intenso que me nubló la vista.

Lo que empezó aquí puede continuar en privado. Ver ahora

“Así… así está bien”, gemí, y él, entendiendo, empezó a moverse.

Era lento al principio, cada embestida una conquista de un territorio nuevo, más profundo. Sentía cada centímetro de esa verga adulta en un cuerpo joven abriéndome, llenándome de una manera en la que Paco, con su pija blandengue, ni soñaba. Llegaba a lugares que creía olvidados.

Pronto, la lentitud se volvió imposible. Su respiración se convirtió en jadeos roncos contra mi nuca. Sus manos, que me agarraban de las caderas, me guiaban con rudeza, marcando el ritmo de sus embestidas. El ruido de nuestros cuerpos chocando, de su piel contra la mía, de su verga entrando y saliendo de mi concho empapado, llenó la habitación. Era un sonido obsceno, vulgar, y me excitaba hasta la locura.

Yo ya no gemía, gritaba. Gritos bajos, ahogados en el brazo que me mordía para silenciarme. Mis uñas se clavaban en la puerta, buscando algo a qué aferrarme mientras ese pibe, mi sobrino, me destrozaba el coño con una furia que no conocía.

“¿Te gusta, tía? ¿Te gusta esta pija de pibe?” gruñó, y cada palabra era una bofetada de realidad que multiplicaba el placer.

“Sí, sí, dame más, rompeme, Lucas”, supliqué, ya sin vergüenza, convertida en solo un animal necesitado.

Su ritmo se volvió frenético, descontrolado. Sentía sus muslos golpeándome las nalgas, sus pelotas aplastándose contra mí. Sabía que estaba cerca. Yo también. El calor se me acumulaba en el vientre, una ola gigante que estaba a punto de reventar.

“Voy a venir… me voy a venir adentro, puta”, anunció, y esa fue la gota que colmó el vaso.

Un espasmo violento me recorrió de la cabeza a los pies. Mi cuerpo se tensó como un arco y luego exploté en un climax cegador, un grito mudo que me desgarró por dentro. Mi concho se apretó alrededor de su verga como un puño, y eso fue lo que lo empujó a él al borde.

Con un gruñido gutural, profundo, me llenó. Sentí el chorro caliente de su leche en mis entrañas, una y otra vez, inundándome, marcándome por dentro.

Quedamos ahí, jadeando, pegados el uno al otro, nuestros cuerros sudorosos y agotados. Su pija, todavía palpitando dentro de mí, empezaba a ablandarse.

El sonido de una risa en el jardín nos devolvió al mundo. A la realidad.

Él se separó de mí con un movimiento brusco. El ruido de su verga saliendo de mi concho abierto y lleno de su semen fue obsceno. Me dio vuelta. Sus ojos eran oscuros, satisfechos. No dijo nada. Se limpió con un pañuelo, se subió el jean y salió de la habitación sin mirar atrás.

Yo me quedé allí, apoyada en la puerta, con las piernas temblorosas, mi vestido aún arremangado, mi tanga en los tobillos y su semen caliente escurriéndome por los muslos adentro. Me miré en el espejo del armario. Tenía los labios hinchados, el pelo revuelto y los ojos de una mujer que acaba de ser poseída.

Acomodé mi ropa lo mejor que pude, con manos que no dejaban de temblar. Cuando salí al pasillo, el ruido de la fiesta seguía igual. Nadie sabía. Nadie sospechaba.

Al cruzar el patio, vi a Lucas junto a la parrilla, riéndose con sus amigos. Me miró. Fue solo un instante, una chispa rápida en sus ojos, un guiño de complicidad sucia que me hizo estremecer de nuevo.

Paco se acercó, con una cerveza en la mano. “¿Dónde estabas, amor? Te fuiste un montón.”

“En el baño, no me sentía bien”, mentí, y sonreí. Era la sonrisa de una mujer que tiene un secreto ardiente entre las piernas, un secreto de dieciocho años y veinte centímetros de pura juventud que acababan de recordarle lo que era estar viva.

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