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octubre 14, 2025

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El pack de mi prima

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Mira, yo soy Albert, tengo 25 años, soy de Trinidad pero mi mamá es venezolana y voy pa’ Maracaibo seguido a visitar a mi familia. Allá está mi prima, Gabriela, que es dos años mayor que yo. Desde que tengo uso de razón, supe que esa mujer era diferente.

Es alta, piel blanca como la leche, con un pelo rojizo que cuando le da el sol parece fuego. Pero lo mejor, hermano, son sus nalgas. Dios mío, esa mujer es nalgona de verdad, con un culo redondo y firme que se marca con cualquier pantalón que se ponga. Las tetas no son muy grandes, pero son perfectas, puntiagudas y se le ven bien en cualquier blusa. Siempre me pareció atractiva, pero era mi prima, ¿sabes? Uno trata de no pensar en esas vainas.

Pero todo cambió cuando yo tenía como 16 o 17 años. Un día, mi tía, la mamá de ella, me trajo un celular. Era un BlackBerry de esos viejos, y me dijo: «Albert, tú que sabes de estas cosas, me lo puedes configurar? Gabriela me lo regaló». Claro que sí, le dije.

Ni lo pensé. Esa noche, en mi cuarto, con el celular en la mano, me entró un morbo terrible. Ese celular había sido de mi prima. Yo sabía que ella, como cualquier joven, debía tener cosas ahí. Cosas privadas.

Empecé a revisar. Fotos, mensajes, lo usual. Hasta que encontré una carpeta escondida, con un nombre cualquiera como «Descargas». La abrí, y ahí estaba. El tesoro. Fotos íntimas, hermano. Varias. Mi corazón empezó a latir a mil por hora. La primera era de ella de espalda, en el espejo de su baño, completamente desnuda.

Esas nalgas que yo siempre había visto con ropa, ahora estaban ahí, al aire, redondas, pálidas, con esa curva que te hace enloquecer. Otra foto era de frente, mostrando sus tetas pequeñas pero tan lindas, con unos pezones rosaditos y duros. Me puse tan caliente que se me paró la verga al instante.

Pero las que me volvieron loco de verdad fueron otras dos. Eran primeros planos de su vagina. No estaba completamente depilada, tenía un vello suave, castaño claro, bien arreglado, que le cubría solo un poco. Pero se le veía todo. Sus labios eran rosaditos, carnosos, y justo al lado, en el pliegue de la pierna, tenía un lunar pequeño, oscuro. Ese lunar se me quedó grabado a fuego. Era como su sello, su marca única. Jamás en mi vida había visto algo tan excitante. Era la vagina de mi prima, ahí, en mi mano, en una foto. No podía creerlo.

Y por si fuera poco, había un video. Era corto, de solo unos 15 segundos, y estaba grabado en la oscuridad, con solo un poco de luz de la calle entrando por la ventana. Pero se veía. Era ella, en su cama, con las piernas abiertas. Con una mano se acariciaba un seno y con la otra se tocaba ahí, en su vagina. Se le veían los dedos moviéndose entre sus labios, rápido, y se escuchaba su respiración agitada, un gemido bajito. Fue tan real, tan crudo, que casi me corro ahí mismo en los pantalones. Ver a mi prima, la que siempre fue tan correcta, tan «señorita», masturbándose en la oscuridad… eso me cambió la cabeza.

Desde ese día, no pude verla igual. La próxima vez que fui a Venezuela y la vi, en una reunión familiar, fue un tormento. Ella llegó con un jeans ajustado que le levantaba ese culo perfecto y una blusa blanca que se le transparentaban los pezones.

Me saludó con un beso en la mejilla, como siempre, pero yo sentí que me quemaba. Todo el tiempo que estuvimos ahí, no pude dejar de imaginármela desnuda. Cuando se agachaba para agarrar algo de la mesa, yo veía ese jeans estirándose sobre sus nalgas y recordaba la foto de ella mostrándomelas. Cuando se reía y se le marcaban las tetas contra la tela, yo recordaba esos pezones rosados. Y lo peor, cuando se sentó frente a mí y cruzó las piernas, no pude evitar fijarme en su entrepierna y pensar en ese lunar, en esa vagina rosada y húmeda que yo había visto en el video.

La comida fue una agonía. Cada vez que ella hablaba, yo escuchaba los gemidos del video. Cada vez que me miraba, yo sentía que me estaba retando, que sabía lo que yo había visto. Claro que no sabía, era solo mi conciencia y mi morbo jugándome una mala pasada.

Pero la calentura era más fuerte. Tuve que ir al baño a jalármela, no aguantaba. Me encerré, me saqué la verga, que estaba dura y palpitando, y con la otra mano me apreté los huevos. Me la jale rápido, mirándome al espejo, imaginando que era ella la que estaba arrodillada frente a mí, chupándomela, con esos labios de princesa que en las fotos se veían tan inocentes. «Gabriela, puta,» susurré, y me vine en el lavamanos, con un chorro grueso y caliente, jadeando como un animal.

Después, salí del baño tratando de actuar normal, pero ella me miró y sonrió, y yo supe que nada volvería a ser normal. Ahora, cada vez que la veo, es lo mismo. No importa si han pasado años. Si vamos a la playa y ella se pone un bikini, yo no veo el mar, veo su cuerpo, ese cuerpo que conozco mejor de lo que ella cree. Veo la forma de sus tetas bajo la tela, imagino cómo se vería sin nada.

Veo sus nalgas en el traje de baño y recuerdo la foto donde se las veía completas, redondas y listas para que alguien se las coma. Y su entrepierna… Dios, su entrepierna. Aunque esté cubierta, yo sé lo que hay debajo. Sé que tiene un lunar al lado de una vagina rosada y jugosa. Sé cómo se toca cuando está sola en la oscuridad.

He tenido novias, he estado con otras mujeres, pero ninguna me ha provocado este morbo tan enfermizo y delicioso como mi prima. Es un secreto que cargo conmigo, un fuego que me quema por dentro. A veces, en la noche, cuando estoy solo, busco en mi computadora fotos de mujeres pelirrojas con cuerpos similares, pero nunca es lo mismo. Ninguna tiene ese lunar. Ninguna es ella. Y me pajeo pensando en que un día, en una de esas visitas, pase algo. Que ella se dé cuenta de cómo la miro, que se acerque y me diga al oído: «Sé que viste mis fotos, primo. ¿Quieres verlo en vivo?». Sería un sueño, hermano. Un sueño perverso que probablemente nunca pase, pero que me mantiene despierto en las noches, con la verga en la mano y el nombre de Gabriela en los labios.

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