El consolador de mi cuñada
Ese día era sábado. Mi novia, me había mandado a buscar una chaqueta suya que decía que estaba en el armario del cuarto de invitados, donde también guardaba cosas su hermana Lila. Yo, sin muchas ganas, me puse a revolver. Había montones de ropa, bolsos, cosas de gym. Saqué todo, un poco de mala leche, hasta que de pronto, en un cajón lleno de lencería y tangas de colores, sentí algo duro envuelto en un pantalón de jogging.
Curiosidad de hombre, ¿sabes? Lo desenrollé. Y ahí estaba. Un consolador. Negro, más largo y grueso de lo que me imaginé. Con venas marcadas y la punta bien definida. Me quedé helado un segundo, mirándolo. Luego, el calor empezó a subirme por el cuello. Era de Lila, la hermana de mi novia. La misma que viene a casa, se sienta a cenar con nosotros, nos cuenta de su trabajo. Esa imagen, la de ella, sola en su cuarto, usando esta cosa… se me puso dura al instante.
Lo olí. Tenía un aroma tenue, a lavanda, pero por debajo, como un olor más… íntimo. No podía ser. Mi mente empezó a volar. ¿Se lo metía por delante? ¿Por detrás? ¿Gemía fuerte? Lila es más callada que mi novia, más seria. Pensar que bajo esa fachada había una mujer que necesitaba algo así para satisfacerse me volvió loco.
Guardé todo como estaba y salí del cuarto con la chaqueta, pero la imagen de ese consolador no se me iba. Durante la cena, no podía dejar de mirar a Lila, que había venido de visita. Cada vez que se reía o se llevaba el tenedor a la boca, yo solo veía sus labios alrededor de esa cosa negra. Mi pierna no dejaba de moverse nerviosa bajo la mesa.
Esa noche, cuando nos acostamos, mi novia se dio cuenta de que estaba más caliente que de costumbre. “¿Qué te pasa?” me preguntó, mientras yo le acariciaba el cuello y le mordía la oreja. Le conté. Se lo dije todo. Que había encontrado el consolador de su hermana, que me había excitado, que no podía parar de pensar en eso.
Ella, en vez de enojarse, se rió. “Sí, ya sé que lo tiene. Una vez lo vi cuando estaba buscando una camiseta”. Me miró con una sonrisa pícara. “¿Y eso te prendió?”.
“Una banda”, le dije, y le agarré una teta por encima de la remera. “Me la pasé toda la cena imaginándomela usándolo”.
Mi novia se mordió el labio. La conocía, esa mirada era de complicidad, de morbo compartido. “¿Y… qué te gustaría hacer?”, susurró.
La idea salió de mi boca casi sin pensarla. “Quiero verte a vos usándolo”.
Ella abrió un poco los ojos, pero no dijo que no. Al contrario, se humedeció los labios. “¿En serio?”.
Asentí, ya no podía más. Me bajé de la cama y fui al cuarto de invitados. Saqué el consolador de donde estaba, ahora con una urgencia nueva. Cuando volví a nuestro cuarto, ella ya se había sacado la remera y el corpiño. Estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas, mirando el juguete en mi mano. Sus pechos se levantaban y bajaban con una respiración agitada.
“Es grande”, dijo, con un hilo de voz.
“Como a vos te gusta”, le respondí, y me acerqué. Le pasé el consolador por el pecho, luego por el vientre, hasta rozarle el pubis por encima de la bombacha. Ella gimió. “Pero quiero algo más”, agregué, y mi voz sonó ronca. “Quiero verte llena. Con esto… y conmigo”.
Ella entendió al instante. Sus ojos se abrieron aún más, pero brillaban con excitación. “¿Las dos… a la vez?”.
“Sí. Quiero darte por el culo mientras te metés eso en la concha”.
Un escalofrío la recorrió. “Nunca… nunca hicimos eso”.
“Hay una primera vez para todo”, dije, y la besé. Fue un beso sucio, con lengua, mientras yo ya me sacaba la ropa y ella se bajaba lo que le quedaba. Puse el consolador a un lado y me puse entre sus piernas. Primero quise prepararla. Le lamí la concha hasta que estuvo empapada, mis dedos jugando con su culo, abriéndolo suavemente, lubricándolo con su propio jugo y un poco de saliva. Ella gemía, retorciéndose, pidiéndome que no parara.
“Ahora”, le ordené, y le pasé el consolador. “Vos por delante. Yo te ayudo”.
Ella lo tomó con una mano temblorosa. Lo apoyó en su entrada, ya hinchada y brillante. Con mi ayuda, lo fue metiendo, lentamente. La expresión de su cara fue increíble. Una mezcla de dolor inicial y un placer que la iba invadiendo. Sus ojos se cerraron y dejó escapar un grito ahogado. “Dios… está tan lleno…”.
Yo ya estaba en posición detrás de ella, con mi verga en la mano, dura como una piedra y goteando. Apliqué más saliva en su agujerito, que ya estaba relajado por mis dedos, y apoyé la punta. “Lista?”, le pregunté.
Ella asintió, sin poder hablar. Empujé al mismo tiempo que ella se metía el consolador un poco más. El sonido que salió de su boca no fue humano. Fue un gemido largo, gutural, de una intensidad que nunca le había oído. Sentí su culo apretándose alrededor de mi verga, increíblemente caliente y estrecho, mientras al mismo tiempo, yo podía ver cómo el consolador negro desaparecía y reaparecía en su concha.
Empecé a moverme. Lento al principio, sintiendo cada milímetro. Ella se movía en contrapunto, empujando el consolador cuando yo entraba, y retirándolo cuando yo salía. Era una coreografía perversa y perfecta. El sonido de los dos cuerpos, el plástico y la carne, era lo único que se escuchaba en la habitación.
“¿Te gusta? ¿Te gusta tener dos vergas adentro?”, le gruñí al oído, agarrándola de las caderas para darle más fuerte.
“¡Sí! ¡Dios, sí! ¡No puedo creer lo que siento!”, gritó ella, y sus palabras se quebraron en otro gemido. Su cuerpo temblaba. Podía sentir cómo sus músculos internos se agarraban tanto a mi verga como al consolador, como si no quisieran soltar nada.
La visión era de otro mundo. Ver mi propia verga entrando y saliendo de su culo, morena y llena de venas, mientras a unos centímetros, el juguete negro hacía lo mismo en su concha, rosada y abierta. Era demasiado. Demasiado excitante, demasiado obsceno. Y lo mejor era la cara de mi novia. Estaba fuera de sí, los ojos en blanco, la boca abierta, babeando un poco, perdida en una sensación que claramente nunca había experimentado.
Cambiamos de ritmo. Yo aceleré, dándole duro, y ella empezó a mover el consolador más rápido, buscando su clítoris con la base del juguete. Los gemidos se convirtieron en alaridos. “¡Ahí, ahí, por ahí! ¡Las dos a la vez!”, jadeaba, y su cuerpo empezó a convulsionar. Sentí como su culo se apretaba de una manera brutal alrededor de mi verga, y al mismo tiempo, un chorro de sus jugos empapó el consolador y las sábanas. Se estaba viniendo, y de una manera épica.
Eso me terminó de llevar al borde. “Yo también… me voy…”, avisé, y con dos embestidas finales, exploté dentro de su culo, llenándola de mi leche mientras seguía temblando con su propio orgasmo.
Nos derrumbamos juntos, una masa sudada y jadeante. El consolador se salió de ella con un sonido húmedo. Yo me separé, y ambos quedamos mirando el techo, tratando de recuperar el aliento.
Después de un largo rato giró la cabeza y me miró. Tenía una sonrisa de satisfacción total. “Eso fue… increíble”.
“Lo sé”, dije, y le di un beso. “Gracias a tu hermana”.
Hablar de Lila en ese momento hizo que ambos nos riéramos, pero también encendió algo nuevo. Porque ahora, cuando pienso en mi cuñada, ya no veo solo a la hermana seria de mi novia. Veo a la mujer dueña de ese consolador. Veo la imagen de mi novia usándolo. Y una parte de mí, la más morbosa, no puede evitar fantasear con que algún día, quizás, no sea un juguete lo que esté en la concha de mi novia, sino la hermana de verdad. Esa idea, aunque sé que es una locura y probablemente nunca pase, me prende como nada. Cada vez que Lila viene a casa y nos saluda con ese aire inocente, yo tengo que hacer un esfuerzo para no sonreír como un idiota, recordando la noche que su juguete nos dio a los dos el mejor polvo de nuestra vida.


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