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noviembre 26, 2025

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El camino a casa

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El sol apenas comenzaba a pintar el cielo de naranja y púrpura, marcando el final de una de esas tardes que se graban a fuego en la memoria. Llevábamos horas en aquella cala secreta, un rincón escondido donde las normas del mundo parecían no existir. Laura y yo, completamente desnudos, habíamos pasado la mañana nadando, riendo y disfrutando de una libertad salvaje y primitiva. La arena aún estaba caliente bajo mis pies descalzos cuando, con un suspiro de pura felicidad, decidimos que era hora de emprender el regreso.

«Deberíamos volver antes de que anochezca del todo,» sugirió Laura, su voz mezclándose con el suave rumor de las olas. Su cuerpo, bronceado y luminoso bajo la luz del atardecer, era una escultura viviente. Con un movimiento grácil, se ató una pañoleta de colores vivos alrededor de sus caderas, un contraste vibrante contra su piel dorada. La tela, fina y ligera, apenas esbozaba la curva de sus caderas y el triángulo oscuro de su vello púbico, dejando mucho a la imaginación y, al mismo tiempo, despertando un deseo feroz en mí. Yo, en un acto de puro abandono, decidí permanecer tan desnudo como el día en que nací. El aire cálido de la tarde era una caricia constante sobre mi piel, una sensación de liberación total.

Comenzamos a caminar por el sendero que serpenteaba a través de los acantilados, un camino de tierra y piedras rodeado de pinos que olía a sal y a resina. Iba delante de ella, sintiendo su mirada en mi espalda, en mis glúteos, en cada músculo que se tensaba con el movimiento. No había vergüenza, solo una complicidad eléctrica que cargaba el aire entre nosotros. A los pocos minutos, una sensación extraña y profundamente placentera comenzó a brotar desde lo más hondo de mi abdomen. No era una erección; mi pene colgaba flácido y tranquilo entre mis piernas. Era algo diferente, una ola de calor que se acumulaba y luego estallaba en un torrente silencioso de puro éxtasis. Un orgasmo seco, intenso, que me hizo detener el paso por un instante y cerrar los ojos, dejando que las contracciones involuntarias recorrieran todo mi cuerpo.

Laura se rió, una carcajada clara y despreocupada que se perdió entre los árboles. «¡Tranquilo, torpe! ¿Te pasa a menudo?» preguntó, sus ojos brillando con diversión y algo más, una curiosidad llena de picardía.

«Jamás me había pasado,» confesé, recuperando el aliento y sintiendo una sonrisa tonta dibujarse en mi rostro. «Debe ser el aire, la libertad… o tu compañía.» Le guiñé un ojo y reanudamos la marcha, pero la semilla de algo intenso y desconocido había sido plantada.

Seguimos caminando, y la sensación no solo no desapareció, sino que se intensificó. Diez minutos después, otra ola, más potente que la anterior, me sacudió. Esta vez fue tan fuerte que mis piernas flaquearon literalmente. Un gemido escapó de mis labios y di un traspié, tambaleándome hacia un lado. Fue entonces cuando Laura, alertada, se abalanzó hacia mí. Sus manos, frescas y firmes, me agarraron de la cintura para sostenerme.

«¡Cuidado!» gritó, pero su advertencia llegó demasiado tarde.

En ese preciso instante de contacto, en el momento en que sus dedos se cerraron sobre mi piel desnuda, el tercer y más violento orgasmo estalló dentro de mí. No fue seco. No pudo contenerse. Con un quejido profundo y gutural, una poderosa eyección de semen brotó de mi pene, que seguía sorprendentemente flácido. Un chorro grueso, blanco y caliente salió disparado y, en un acto de cruel y deliciosa casualidad, fue a parar directamente al muslo desnudo de Laura, justo por encima de la pañoleta. La sensación del líquido caliente sobre su piel fue un shock eléctrico para los dos.

Ella soltó un pequeño grito ahogado y retiró las manos como si me hubiera quemado. Sus ojos se abrieron como platos, mirando primero la densa gota blanca que resbalaba lentamente por su piel dorada, y luego mi rostro, que debía ser un poema de éxtasis, vergüenza y sorpresa. Un rubor intenso tiñó sus mejillas, un rosa encendido que se extendió hasta su cuello y pecho. El silencio se hizo pesado, solo roto por nuestra respiración entrecortada y el canto de los grillos que empezaban a anunciar la noche.

Pasaron unos segundos eternos. Yo, paralizado, no sabía si disculparme, reír o huir. Entonces, la tensión se rompió. La sonrisa regresó a los labios de Laura, pero esta vez no era una sonrisa de diversión, sino una sonrisa lenta, cargada de una intensidad sensual que me dejó sin aliento. Bajó la mirada hacia su muslo manchado y, con una lentitud deliberada, pasó la yema de su dedo índice por el semen, recogiéndolo.

«Vaya,» murmuró, su voz un hilo de seda ronca. Llevó el dedo a su boca y, sin romper el contacto visual, se lo lamió con la punta de la lengua. Sus ojos se cerraron un instante, saboreándolo. «Hmmm… Parece que se te salieron todas las ganas que me tenías, ¿no es así?»

Sus palabras, dichas con esa mezcla de inocencia y provocación, fueron la chispa que detonó la bomba. Cualquier resto de vergüenza se evaporó, reemplazado por un deseo animal, urgente y palpable. Ya no estábamos en un sendero; éramos dos animales en celo bajo el cielo crepuscular.

Cerrando la distancia entre nosotros en dos zancadas, la empujé contra el tronco rugoso de un pino cercano. Un gruñido escapó de su garganta, una mezcla de sorpresa y anuencia. Mi boca encontró la suya en un beso feroz, hambriento, nada que ver con los besos juguetones que nos habíamos dado en el agua. Era un beso que prometía posesión, que hablaba de una necesidad visceral. Ella respondió con la misma ferocidad, sus manos enredándose en mi cabello, sus uñas clavándose ligeramente en mi cuero cabelludo.

Mis manos, por su parte, no perdieron el tiempo. Agarré la pañoleta atada a sus caderas y la deslicé, dejándola caer a la tierra. Ahora ella estaba tan desnuda como yo. Una de mis manos se cerró en su pecho, apretando su seno firme, sintiendo cómo su pezón se endurecía instantáneamente contra mi palma. La otra mano bajó directamente a su sexo, encontrándolo increíblemente caliente y empapado. Un gemido profundo vibró en su pecho contra el mío.

«¿Ves lo que me haces?» jadeó, separando sus labios de los míos solo para decir esas palabras. «Llevo todo el día mojada pensando en ti, en tu cuerpo desnudo… en lo que podría pasar.»

Sus palabras me enloquecieron. La giré bruscamente, poniéndola de cara al árbol. «Pues ya está pasando,» gruñí en su oído, mientras con una mano le abría las nalgas y con la otra guiaba mi pene, que por fin estaba erecto, duro como una roca y palpitando, hacia su entrada.

No hubo preámbulos, ni caricias lentas. La necesidad era demasiado grande. Con un empuje firme, me enterré en ella hasta el fondo. Ella gritó, un sonido agudo que se perdió entre los pinos, un grito de placer puro y liberación. Estaba tan estrecha y tan húmeda que era como sumergirse en el fuego. Empecé a moverme con un ritmo frenético, salvaje, cada embestida una afirmación del deseo que había estado hirviendo entre nosotros todo el día. El sonido de nuestros cuerpos sudorosos chocando se mezclaba con nuestros jadeos y gemidos.

Mis manos recorrían su cuerpo: agarraba sus caderas para clavar más profundamente, luego se deslizaban hasta sus pechos para pellizcar y tironear de sus pezones, y luego una bajaba a su clítoris, frotándolo en círculos rápidos al compás de mis embestidas. Ella estaba fuera de sí, gimiendo sin control, empujando su culo contra mí con cada movimiento, suplicando entre jadeos.

«Sí, así… ¡Más duro! ¡No pares! ¡Dios, que buena verga!»

Cambié el ángulo ligeramente, buscando ese punto que la haría estallar. Cuando lo encontré, su cuerpo se tensó como un arco. Un grito, largo y desgarrador, salió de lo más hondo de su ser. Su interior se convulsionó alrededor de mi miembro, una serie de espasmos irresistibles que anunciaban su orgasmo. Verla, sentirla perder el control de esa manera, fue mi perdición.

«Laura… me voy a correr,» avisé, con la voz ronca y quebrada por el placer.

«¡Sí! ¡Dentro! ¡Quiero sentirlo todo!» gritó ella, volviendo la cabeza para buscarme con la boca en otro beso desesperado.

Esa fue la orden final. Con un rugido que salió de las entrañas, exploté dentro de ella. Fue una corrida cataclísmica, interminable, bombeando mi semen caliente en su interior una y otra vez, mientras yo seguía moviéndome, prolongando el éxtasis hasta que mis piernas no pudieron más y nos derrumbamos juntos, jadeantes y sudorosos, al suelo cubierto de agujas de pino.

Nos quedamos allí, enredados, durante varios minutos, mientras la noche se cerraba a nuestro alrededor y las primeras estrellas aparecían en el cielo. Su respiración, poco a poco, volvió a la normalidad. Giró la cabeza y me miró, con una sonrisa tan cansada como satisfecha.

«Bueno,» dijo, con un hilo de voz, «supongo que ahora sí se te salieron todas las ganas que me tenías.»

Me reí, una risa baja y ronca, y la atraje hacia mí para un beso mucho más dulce y tranquilo. «No te confíes,» susurré contra sus labios. «Esto es solo el principio.» Y en la oscuridad creciente, supe que era verdad. La playa había sido solo el prólogo. La noche, y todo lo que trajera, nos pertenecía a nosotros.

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