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El australiano descalzo que me dio como cajón que no cierra
Soy Lau, tengo 36 años, soy colombiana pero llevo ya dos años viviendo en Melbourne después de mi divorcio. Soy gordita pero me mantengo, tengo un culo que aquí los australianos se vuelven locos y aunque tengo dos hijos, todavía me veo bien. Lo que pasa es que soy una cachonda sin remedio, desde que me divorcié no paso un día sin coger o por lo menos sin tocarme.
El asunto pasó hace como tres meses. Era un viernes por la noche y yo había salido con unas amigas latinas a un bar en el centro. Ya venía medio en curda cuando decidimos ir a comer algo a un food truck. Ahí fue donde lo vi: un tipo como de 50 años, alto, con una barba canosa y los pies descalzos, sucios, como si no usara zapatos nunca. Iba en shorts y una camiseta vieja, pero se le notaba un cuerpo duro, de esos que han trabajado toda la vida.
Mis amigas se fueron y yo me quedé ahí, comiendo mi hamburguesa y mirándolo de lejos. El tipo se me acercó y me dijo algo en ese acento australiano que a mí me vuelve loca: «That’s a fine ass you got there, love». Yo, en vez de ofenderme, me reí y le dije que si quería probarlo. El muy hijueputa no se hizo rogar.
Me agarró del brazo y me llevó a un callejón oscuro al lado del food truck. Ahí apestaba a basura y orín, pero a mí se me estaba poniendo la concha mojada. Me empotró contra un contenedor de basura y me levantó la falda. «No traigo calzones», le dije, y él solo gruñó. Se bajó los shorts y me mostró la verga. Parce, era enorme, blanca y llena de venas, con un olor a sudor que me mareó pero me excitó.
Sin decir nada, me la metió. Grité porque me dolió, pero él me tapó la boca con su mano sucia. «Shut up and take it, you fat slut», me dijo, y algo en esas palabras me puso más caliente. Empezó a darme duro, con mis nalgas chocando contra el contenedor, y yo solo podía gemir y agarrarme de sus hombros.
El olor era una mezcla de su cuerpo sudado, sus pies sucios y la basura del callejón, pero en vez de darme asco, me excitaba más. Me giraba y me la volvía a meter, a veces por la concha, a veces por el culo, sin avisar. En un momento me puso de rodillas en el piso mugroso y me vino en la cara. El semen era espeso y caliente, y me escurría por la barbilla mientras él se limpiaba con su propia camiseta.
Pero ahí no acabó. El hijueputa se puso duro otra vez y me llevó a su camioneta, que estaba estacionada cerca. Adentro olía a pescado y a cerveza, pero yo ya estaba tan caliente que me subí. En el asiento de atrás, me puso a cuatro patas y me dio otra vez, esta vez más lento pero más profundo. Me agarraba de las caderas y me decía cosas sucias en inglés que yo apenas entendía, pero que me hacían venirme una y otra vez.
Después de como media hora, los dos estábamos cubiertos de sudor y semen. Él prendió un cigarrillo y me ofreció uno. «You’re a good fuck, for a fat foreigner», me dijo, y aunque debería haberme ofendido, solo me reí. Me dejó en mi apartamento y se fue, todavía descalzo.
Desde entonces, nos vemos cada par de semanas. Siempre es lo mismo: él me encuentra en algún bar, me lleva a algún lugar sucio y me coge como si no hubiera un mañana. A veces es en baños públicos, otras en parques, una vez hasta en el maletero de su camioneta. Y aunque sé que es asqueroso y que debería buscar algo mejor, no puedo negar que es el mejor sexo que he tenido en mi vida.
Mi ex-marido nunca me cogió así, con esa mezcla de violencia y abandono. Los hombres colombianos que he conocido aquí son demasiado educados, demasiado limpios. Este australiano descalzo, con sus pies sucios y su olor a trabajo duro, me hace sentir como la puta que siempre quise ser.
Ahora mismo, mientras escribo esto, estoy esperando que me escriba. Sé que cuando lo haga, voy a salir corriendo a encontrarme con él, aunque sea para que me vuelva a coger contra otro contenedor de basura. Porque al final, parcerita, uno a veces extraña lo cochino, lo primitivo, y este hombre me lo da todo, sin compromisos ni promesas. Solo sexo duro y sucio, justo como a mí me gusta.


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