Por
El alemán y mi culo
Ay no, parce, les tengo que contar esta vaina que me pasó anoche que me dejó con la boca abierta y con las ganas ahí, prendidas como moto en rojo. Resulta que me contactó un tipo por Instagram, un alemán que está de negocios por Bogotá. Se llama Klaus, o algo así, un hombre alto, ojo azul, de esos que se ven serios pero con una mirada que te dice que por dentro es un cachondo. Hablamos un rato, me dijo que le encantaban las colombianas, que yo era justo lo que él buscaba para una cena y… ya saben, lo que sigue. Acordamos el precio, todo fino, y quedamos en un restaurante caro por la Zona T.
Llegué yo, Valeria Sofía, con un vestidito rojo que me dejaba media espalda al aire y se me pegaba a las curvas como segunda piel. Unos tacones que hacían que mi culo se moviera como palo de mango en huracán. Y sin bra, obvio, para que se me marcaran estos pezones que ya de solo pensar en la noche se me paraban duros. El tipo ya estaba en la mesa, con un traje que se le veía carísimo. Me saludó con un beso en la mejilla, muy educado, pero sus ojos se me comieron enterita. «Valeria, eres aún más hermosa en persona», me dijo con ese acento alemán que a una le pone la piel de gallina.
La cena fue toda una seducción. El man no paraba de tirarme piropos, pero finos, no como esos grasas de por ahí. Me decía que mis ojos eran como esmeraldas colombianas, que mi sonrisa lo había hechizado, que nunca había visto una mujer con tanta… energía. Yo, pues, dándole cuerda, rozándole la pierna con el pie bajo la mesa, dejando que mi vestido se abriera un poco cuando me movía para que viera un cachito de mi muslo. Se notaba que el tipo estaba nervioso, emocionado. Pedimos vino caro, comimos cosas raras que ni nombre tenían, y la conversación fluía. Me contó de su vida en Berlín, de su trabajo aburrido, y yo le conté mentiras dulces de la mía, porque para eso me pagan, ¿o no?
Después de la cena, fuimos a un bar de moda. Más tragos, más bailes pegados, con su mano en mi cintura, apretándome, y yo sintiendo que ahí abajo, contra mi cadera, tenía un bulto que prometía. Y no era cualquier bulto, parce. Se notaba que el alemán venía bien equipado. Largo y grueso, como me gustan a mí. En el taxi a su hotel, de cinco estrellas por el norte, ya no aguantábamos. Nos besamos como si no hubiera un mañana, con lengua, con dientes, con hambre. Su mano me subió el vestido y me agarró un cachete, apretando fuerte, y yo gimiendo en su boca. «I want you so much, Valeria», me susurró, y yo, «yo también, papi, ya quiero sentirte adentro».
Llegamos al hotel, todo lujoso, con alfombras que se hundían. En el ascensor, me empotró contra la pared y me mordió el cuello mientras su mano me buscaba entre las piernas. Yo ya estaba mojada, mi tanga, una negra de encaje, estaba empapada. Se notaba que él también estaba al borde, jadeaba, me decía cosas en alemán que no entendía pero que sonaban a pura lujuria.
Entramos a la suite, una locura con vista a toda la ciudad. Sin prender ni las luces, seguimos besándonos, quitándonos la ropa a los tirones. Él se sacó el traje y la camisa, y ahí lo vi. Parce, les juro. La tenía enorme. Larga, gruesa, con las venas marcadas, una verga que parecía de those juguetes que venden por internet. Blanca, perfecta, palpitando. A mí se me hizo agua la boca. «Qué monstruo tienes, papi», le dije, y él sonrió, orgulloso.
Me tumbó en la cama, enorme, con sábanas que olían a limpio. Empezó a besarme por todo el cuerpo, el cuello, los pechos. Se puso a chuparme las tetas como un bebé hambriento, y yo me arqueaba, gimiendo, con las manos en su pelo. Bajó, pasando por mi panza, hasta llegar a mi tanga. La apartó con los dientes y enterró su cara en mi concha. ¡Ay, Dios mío! El tipo sabía chupar. La lengua le daba vueltas a mi clítoris como si estuviera tocando un instrumento, después se metía adentro, profundo, bebiéndome toda. Yo gritaba, no podía evitarlo, agarrándome de las sábanas. «Sí, ahí, así, no pares», le rogaba, y él no paraba. Me hizo venirme una vez, un temblor que me recorrió de los pies a la cabeza, dejándome sin aire.
Cuando terminé, jadeando, él se subió encima de mí, con esa vergota en la mano, frotándola en mi entrada, que seguía palpitando. «I’m going to fuck you so hard», me dijo, con los ojos vidriosos de deseo. Yo, lista, con las piernas abiertas, esperando ese momento, esa penetración que ya me estaba imaginando… Pero entonces, él se quedó quieto. Mirándome. Específicamente, mirándome el culo.
Resulta que yo, en el calor del momento, me había dado la vuelta un poco, quedando casi de lado, y mis nalgas, redondas, grandes, esas que a más de uno han vuelto loco, estaban ahí, en todo su esplendor, bajo la luz tenue de la ciudad que entraba por la ventana. Y él… se quedó embobado. «Mein Gott», murmuró. «Your ass… it’s… perfect.»
Yo, confundida, «¿papi? ¿Qué pasa?». Él no respondió. Soltó su verga, que seguía dura e imponente, y se puso de rodillas detrás de mí. «I need to see it more», dijo, y me puso a cuatro patas. Ahí estaba yo, en posición, con mi culo al aire, mi concha todavía goteando, y él… solo mirando. Sus manos acariciaron mis nalgas, suavemente, como si fueran de porcelana. «So round, so big…», seguía murmurando, en alemán y en un inglés cortado.
Yo empecé a impacientarme. «Klaus, cógeme, por favor, te lo ruego», le dije, moviendo las caderas para invitarlo. Pero él, en vez de metérmela, se inclinó y empezó a… olerlo. Sí, parce, a olerme el culo. Enterró su nariz entre mis nalgas e inhaló profundamente. «You smell… incredible», jadeó. Luego, pasó la lengua. Una lamida larga, desde el coño hasta el hueso de la espalda. Yo gimí, no solo por placer, sino por la rareza de la situación.
Después de unos minutos de esto, de pura admiración y lamidas, él se recostó y empezó a jalársela. Mirándome el culo. Nada más. «I’m close», dijo, con la voz ronca. Y yo, ahí, en cuatro, con la concha vacía, viendo cómo este alemán con una verga de película se masturbaba viéndome las nalgas. No podía creerlo. «Pero métemela, papi, por favor, que te la quiero sentir», le supliqué, casi llorando de la frustración.
Él sacudió la cabeza, con los ojos cerrados. «No, I can’t… It’s too much. You’re too perfect.» Y con eso, con un gemido largo y gutural, se vino. Un chorro blanco y caliente que le salió a chorros, manchándole la mano, el estómago, y cayendo sobre las sábanas inmaculadas. Jadeó, se desplomó en la cama, y se quedó quieto.
Yo me di la vuelta, todavía en shock. «¿Ya?», pregunté, con un nudo en la garganta. Él asintió, con una sonrisa tonta y satisfecha. «That was… amazing. Your ass is a work of art.»
Parce, yo quería gritar. Toda una noche de seducción, de comidas caras, de besos calientes, de preliminares increíbles, para terminar con el man corriéndose solo con mirarme el culo. Ni siquiera intentó metérmela. Su verga, esa bestia magnífica, nunca llegó a sentir mi calor por dentro.
Él se durmió al rato, feliz, roncando suavemente. Yo me quedé despierta, mirando el techo, con mi concha todavía palpitando, mojada, pidiendo a gritos que alguien la llenara. Al final, no pude más. Me metí al baño, me senté en el inodoro y me di mi propia mano, rápido, frustrada, imaginando que era esa verga grande la que por fin me penetraba. Me vine en segundos, con un gemido ahogado, sintiéndome la mujer más insatisfecha del mundo.
A la mañana siguiente, él se despertó fresco como una lechuga, me pagó el dinero completo (y hasta me dio una propina extra por «la experiencia única»), y se fue a sus reuniones, feliz. Yo, con las bolsas bajo los ojos y un vacío en el alma (y en la concha), tomé mi taxi de vuelta a casa.
Así que ahí lo tienen, mis amores. Un alemán con la verga más perfecta que he visto en mi vida, y se vino solo con mirarme el culo. La vida es injusta, a veces. Pero bueno, al menos la cena estuvo buena. Y la propina, también. Pero, ¡ay!, qué desperdicio de buena carne, ¿no?


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