La hijastra malcriada - Parte 3
Primero una disculpa por la demora en subir esta tercera parte, he tenido unos días complicados con el trabajo….
A la mañana siguiente, todo había cambiado. Sofía se movía con una nueva cadencia, un dejo de sumisión en cada gesto que delataba la posesión consumada la noche anterior. Su mirada, antes cargada de insolencia, ahora me buscaba para recibir órdenes.
«Arrodíllate», le ordené al verla titubear en la puerta de mi dormitorio. Ella obedeció al instante, sus rodillas golpeando el suelo de madera sin quejarse. Con manos temblorosas, me bajó el boxer y tomó mi miembro, ya semi-erecto, entre sus labios. La mamada era torpe, inexperta, pero llena de una devoción que me excitó más que cualquier técnica. «Aprenderás a hacerlo perfecto», le dije, enredando mis dedos en su cabello y guiando el ritmo. «Tu boca me pertenece, como todo lo demás.»
Después del desayuno, la llevé al jardín, al mismo lugar donde semanas atrás la había forzado a arrancar malezas. Ahora, de pie bajo el sol de la mañana, le ordené que se desvistiera. Un rubor le cubrió el rostro, pero no se negó. Dejó que el vestido de algodón cayera a sus pies, quedando expuesta completamente. Sus pechos jóvenes se erguían firmes, sus pezones duros por el aire fresco y la vergüenza mezclada con excitación. «Hoy la lección es sobre exhibición», expliqué, paseándome a su alrededor mientras mis ojos recorrían cada centímetro de su piel. «Eres un objeto de deseo, y tu belleza me pertenece. La muestro o escondo cuando yo quiera.»
La obligué a permanecer allí, desnuda e inmóvil, mientras yo me sentaba en un sillón de jardín a observarla. Al principio, sus músculos estaban tensos, sus brazos cruzados instintivamente sobre el pecho. «Manos a los lados», corregí con voz firme. Ella gimió, pero obedeció. Con el paso de los minutos, su cuerpo comenzó a aceptar la humillación, transformándola en un placer retorcido. Podía ver cómo su respiración se aceleraba, cómo un rubor más intenso le subía por el cuello y el pecho. «¿Te excita esto, Sofía?», pregunté. «¿Saber que cualquiera podría verte?». Ella asintió, sin poder articular palabra, y un hilo de excitación le corrió por el muslo interno. Era exactamente la reacción que esperaba.
Al atardecer, la llevé de vuelta a la casa, directamente a mi baño. La acosté en la bañera de hidromasaje y, sin previo aviso, oriné sobre su cuerpo. Ella gritó, más por sorpresa que por disgusto, mientras el líquido caliente la cubría del cuello a los muslos. «Es el sello final», le dije mientras su cuerpo temblaba bajo el chorro. «Mi olor en tu piel. Donde vayas, llevarás esto contigo, recordando que eres mía.» Sus ojos, llenos de lágrimas, me miraron con una devoción absoluta. Era la sumisión total que había anhelado.
Esa noche, la llevé a la cama de su madre. Mientras yacía sobre las sábanas que olían a Maiza, la penetré con una fuerza brutal. Cada embestida era una reafirmación de mi dominio, no solo sobre ella, sino sobre todo lo que representaba ese cuarto. «Grita», le ordené, y ella lo hizo, un grito largo y desgarrado que seguramente los vecinos oyeron. «Diles a todos quién manda aquí.» Su orgasmo fue violento, un espasmo que parecía no terminar nunca, y cuando me corrí dentro de ella, supe que la transformación estaba completa. Ya no era la niña malcriada. Era mi creación. Mi obra maestra.
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