La hijastra malcriada
La primera vez que clavé los ojos en Sofía, supe que iba a ser un proyecto particularmente delicioso. Diecinueve años de pura insolencia, vistiendo shorts que apenas le tapaban los muslos pálidos y una blusa que le enseñaba un ombligo con piercing. Su madre, Maiza, nos presentó con orgullo maternal ciego, completamente ajena a la corriente de desafío que su progenie irradiaba hacia mí.
«Este es Arturo, cariño. Mi nuevo marido», anunció Maiza, con esa sonrisa inocente que tanto me atrae en mujeres de cuarenta y pico años.
Sofía ni siquiera extendió la mano. Se limitó a un gesto condescendiente con la cabeza, sus ojos verdes recorriéndome de arriba abajo con un desdén que haría dudar a un hombre menos determinado de su propia autoridad.
«Gusto», murmuró, antes de volver a la pantalla del móvil, sus dedos deslizándose con una agresividad que delataba su vicio digital.
Seis meses pasaron desde aquella introducción gélida. Seis meses observándola devorar la nevera como un saltamontes hambriento, dejar rastros de pintalabios en todos los vasos de la casa y desafiar cada una de mis reglas con la petulancia típica de la juventud privilegiada. Maiza, ciega por culpa del divorcio, permitía cada transgresión. Pero yo… yo estaba planeando mi propia forma de disciplinarla.
La oportunidad surgió un viernes lluvioso. Maiza había viajado para visitar a su hermana enferma, dejándonos solos por primera vez. Encontré a Sofía en la cocina, sirviéndose vodka en un vaso de zumo de naranja a las tres de la tarde.
«¿Celebrando algo?», pregunté, apoyándome en el marco de la puerta.
Ella ni se volvió. «Sed. ¿Es asunto tuyo?»
Avancé en silencio, quitándole el vaso de las manos antes de que se diera cuenta. «En mi casa, bebemos como adultos. No como adolescentes que escapan de la realidad.»
Sus ojos me lanzaron dagas. «Devuélvemelo. Esto no te importa.»
En lugar de responder, llevé el vaso al fregadero y vertí el contenido por el desagüe. «A partir de hoy, todo lo que tenga que ver contigo es asunto mío.»
Ella rio, un sonido áspero y desdeñoso. «Tú no eres mi padre.»
«No», acepté, acercándome hasta sentir su aliento alcoholizado contra mi rostro. «Tu padre permitió que te convirtieras en esta… caricatura. Yo tengo otros planes para ti.»
Por primera vez, vi una chispa de inseguridad en sus ojos. «¿Qué clase de planes?»
«De transformación», dije sencillamente, cogiendo la botella de vodka y guardándola en el armario más alto. «Vas a aprender disciplina. Respeto. Y, con el tiempo… gratitud.»
En los días que siguieron, implementé un nuevo régimen. Toques de queda. Tareas domésticas. Límites con el móvil. Cada regla era recibida con rebeldía, cada imposición con insultos creativos. Pero yo persistí, inquebrantable.
El punto de inflexión llegó una noche en que la encontré llorando en el cuarto de invitados, un frasco de pastillas para la ansiedad abierto en la mesilla.
«¿Echas de menos a tu mamá?», pregunté desde la puerta.
«Vete», sollozó, escondiendo la cara.
Entré y me senté en la cama, apartándole el pelo de la cara mojada. «La debilidad no te sienta bien, Sofía.»
«Te odio», susurró, pero su voz carecía de convicción.
«El odio es un comienzo», admití, cogiendo las pastillas y guardándomelas en el bolsillo. «Mejor que la indiferencia. Al menos es una emoción honesta.»
A la mañana siguiente, ordené que me acompañara al jardín. Bajo el sol inclemente, la instruí para arrancar malas hierbas con sus propias manos.
«Esto es humillante», protestó, sus manos finas ya enrojecidas por la tierra.
«Humildad», corregí. «Algo que necesitas desesperadamente.»
La observé agacharse sobre la tierra, el escote de su vestido revelando la curva de sus pechos jóvenes, la rabia en sus ojos cediendo gradualmente a un cansancio resignado. Al final de la tarde, cuando sus piernas temblaban de fatiga, extendí la mano para ayudarla a levantarse.
Ella dudó, luego aceptó mi mano —la primera rendición.
«Vale», dijo, su voz ronca de agotamiento. «¿Qué quiere de mí?»
«Todo», respondí, atrayéndola hacia mí hasta que su cuerpo blando se apoyó contra el mío. «Pero empecemos con obediencia.»
La llevé dentro de la casa y la dirigí al cuarto de invitados. Sobre la cama, había colocado un vestido sencillo de algodón —sin etiquetas, sin diseños provocativos.
«Cámbiate de ropa. Esta noche cenaremos como personas civilizadas.»
Para mi sorpresa, no discutió. Cuando bajó a cenar, vestida con la modestia que yo elegí, casi no la reconocí. Durante la cena, le instruí en etiqueta básica —cómo sujetar los cubiertos, cómo masticar en silencio, cómo mantener contacto visual.
Después de cenar, mientras fregaba los platos, sentí su presencia detrás de mí.
«¿Por qué hace esto?», preguntó, su voz más suave de lo que jamás había oído.
«Porque alguien tiene que hacerlo», respondí, secándome las manos. «Y porque…»
Me di la vuelta, capturando su barbilla entre mis dedos.
«… reconozco diamantes en bruto cuando los veo. Aunque estén cubiertos de barro.»
Esa noche, dejé una taza de té de manzanilla en su puerta. No la oí beber, pero por la mañana, la taza estaba vacía.
Era un comienzo.
Continúa…
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.