Desvirgué al hermano menor de mi mejor amiga
El aire en mi departamento olía a velas de jazmín y a esa electricidad que precede a lo inevitable. Había esperado este momento con una mezcla de culpa y anticipación, como quien saborea un pecado antes de cometerlo. Patricio—dieciocho años recién cumplidos, con ese rostro aún marcado por la adolescencia pero con manos que prometían madurez—me miraba desde el otro lado del sofá, jugando nervioso con el vaso de whisky que le había servido.
—Tu hermana no tiene idea de que estás aquí, ¿verdad?—pregunté, cruzando las piernas lentamente, dejando que la seda del vestido se deslizara sobre mis muslos.
Él tragó saliva, los nudillos blancos alrededor del cristal.
—No. Y vos no se lo vas a decir.
Sonreí, disfrutando de cómo su voz se quebraba entre el desafío y la súplica. Era delicioso, ese contraste: su cuerpo ya de hombre, su inexperiencia aún palpable. Me levanté, caminé hacia él con la cadencia calculada de quien sabe el efecto que produce, y le quité el vaso de las manos.
—¿Sabés por qué te invité?—musité, pasando un dedo por el borde húmedo del vaso antes de llevármelo a los labios.
—Por lástima—respondió, con una amargura que delataba cuánto había pensado en esto.
—Por curiosidad—corregí, apoyando una rodilla a su lado en el sofá, inclinándome hasta que mi aliento le acarició la oreja—. Quería ver si sos tan tímido como parecés… o si solo estás esperando que alguien te enseñe a dejar de serlo.
Su respiración se aceleró cuando mi mano descendió por su pecho, deteniéndose justo sobre el cinturón.
—Lucía, yo nunca…—
—Shh—corté, sellando su confesión con un dedo sobre sus labios—. No digas nada. Solo dejate llevar.
Fue como presionar un botón. Sus manos, antes paralizadas, se aferraron a mis caderas con una urgencia que me hizo soltar un suspiro satisfecho. Su boca encontró la mía con torpeza al principio, pero cuando gemí contra sus labios, algo hizo click. Patricio dejó de pensar.
Me empujó contra el respaldo del sofá, sus dedos enredándose en mi pelo mientras la otra mano exploraba mi cuerpo como si temiera que fuera a desaparecer. Noté el temblor en sus dedos al encontrar el cierre de mi vestido, pero no lo ayudé. Quería que luchara por cada centímetro de piel.
—Dios, sos tan…—murmuró al descubrir mis pechos, su boca cayendo sobre ellos con una mezcla de devoción y hambre.
—Tan qué?—jadeé, arqueándome hacia él.
—Perfecta—gruñó, mordiendo el sensitive flesh con una intensidad que me hizo gemir.
Lo guié hacia mi habitación, donde las sábanas frescas esperaban. Allí, bajo la luz dorada de la lámpara, le mostré cada ritmo, cada susurro, cada mordisco que lo haría adicto. Cuando finalmente entró en mí, fue con un gemido ahogado, sus ojos cerrados como si quisiera memorizar cada sensación.
—Abrí los ojos—ordené, clavando mis uñas en sus hombros—. Quiero que recuerdes exactamente quién te hizo hombre.
Y así fue.
Patricio aprendió rápido—demasiado rápido. Sus caderas encontraron el ángulo perfecto, sus manos descubrieron cómo hacerme gritar. Cuando el orgasmo me arrasó, fue con su nombre en mis labios, sus dedos entrelazados con los míos como un pacto.
Al terminar, mientras su cuerpo sudoroso se desplomaba sobre el mío, supe que había creado un monstruo.
—Esto no puede volver a pasar—murmuró, aunque sus labios recorriendo mi clavícula decían lo contrario.
—Claro que no—mentí, sonriendo al sentir cómo ya se endurecía de nuevo contra mi muslo.
Las llamadas empezaron al día siguiente. Y al otro. Y al otro.



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