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Después de ver 50 sombras de Gray
Tendría yo como 18 o 19 años, una carajita todavía, toda inocente pero con unas ganas de comerme el mundo que ni te imaginas. En esa época andaba con mi ex, Carlos, un muchacho bueno, simpático, pero que en la cama era más predecible que una telenovela de las de la tarde.
Total que por ahí salió la película de «50 Sombras de Grey». Toda mi gente hablaba de eso, y yo, picá y curiosa, le dije a Carlos que teníamos que ir a verla. Él puso un poco el grito en el cielo, que si era muy cursi, que si qué vaina era esa, pero al final cedió, mi amor, que para eso yo tenía una labia que lo convencía hasta de que el cielo era verde.
Fuimos al cine un sábado en la noche. Yo, toda emocionada, con mi jeans apretado y una blusa que se me marcaban las tetas, lista para lo que fuera. Carlos, con su franela de futbol y su aire de «aquí estoy porque no me quedó de otra».
Y bueno, la película empezó. Marica, desde que salió ese Christian Grey todo trajeado y con ese aire de macho alfa que lo controla todo, yo sentí que se me salía el aire. Y las escenas, mi vida, las escenas… Cuando amarró a la Anastasia esa en esa habitación del hotel, con esas correas de cuero, a mí se me hizo un nudo en la garganta y otro, pero bien calientico, entre las piernas.
No podía evitar moverme en la butaca. Cada vez que ella gemía, yo sentía un calambre en el pepino. Cada vez que él le daba una nalgada, a mí se me erizaba la piel. Miré a Carlos de reojo y el muy gafo estaba revisando el celular, ¡en la parte más buena!
Le di un codazo. «¿Qué te parece?», le susurré. Él se encogió de hombros. «Está bien, un poco exagerada». ¡Exagerada! ¡Si yo quería que me exageraran a mí en ese momento!
Para cuando llegó la escena del cuarto rojo del dolor, con los latigos y las vendas, yo ya tenía la pepa mojadísima. Literal, sentía la humedad a través del jeans. No aguantaba más. Le agarré la mano a Carlos y se la puse en mi muslo, subiéndola poco a poco. Él me miró sorprendido, pero al final sonrió, pilló la indirecta y empezó a acariciarme.
Pero, mi amor, no era suficiente. Yo quería lo de la película. Quería que me dominaran. Que me hablaran fuerte. Que me dieran nalgadas hasta que me sonara el culo como una tambora.
Al salir del cine, el silencio en el carro era espeso. Yo no podo dejar de pensar en las ataduras, en la sensación de estar completamente a la merced de alguien. «¿Y si… probamos algo de lo de la película?», solté de pronto, sintiendo cómo me ardían las mejillas.
Carlos casi frena en seco. «¿Tú estás loca? ¿Amarres y esas vainas? Eso es para gente rara».
«¡No es ser raro, es experimentar!», le dije, ya un poco arrecha. «¿No quieres ver hasta dónde podemos llegar?».
Él se quedó callado un rato, y por fin respiró hondo. «Bueno, vale. Pero nada loco, ¿okay?».
Llegamos a su apartamento, que por cierto estaba solo porque los papás estaban de viaje. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Yo, toda nerviosa, me senté en la cama. Él se paró frente a mí, con las manos en los bolsillos.
«¿Y ahora qué?», preguntó, incómodo.
«En la película… él le dice lo que tiene que hacer», dije yo, bajando la mirada, sintiendo un cosquilleo en todo el cuerpo.
Carlos tosió, claramente fuera de su zona de confort. «Vale… pues… quítate la blusa».
La miré a los ojos, desafiante, y me la quité lentamente. Debajo solo tenía un brasier negro, de encaje, bien pequeñito. Se me marcaban los pezones, duros como piedritas.
«Ahora el brasier», ordenó él, con una voz un poco más firme.
Lo desabroché y lo dejé caer al suelo. Mis tetas, grandes y redondas, quedaron al aire. Sentí el frío de la habitación y sus ojos encima, devorándomelas.
«Acuéstate boca abajo», dijo.
Me di la vuelta sobre la cama, con el corazón a mil por hora. Sentí que se subía a la cama y se montaba encima de mí, a horcajadas. Sus manos, un poco torpes, me agarraron de las muñecas y las juntó en la espalda.
«No tengo correas de cuero», murmuró, «pero puedo usar mi cinturón».
Oy cómo se lo quitó y, con movimientos un poco bruscos, me amarró las muñecas. No estaba apretado, pero la sensación de estar atada, mi amor, fue brutal. Era como si me hubiera quitado un peso de encima. Ya no tenía que pensar. Solo sentir.
«Eres mía esta noche», dijo él, tratando de imitar ese tono dominante de Christian Grey. Aunque no le salía tan natural, a mí me llegó al alma.
Sus manos empezaron a recorrer mi espalda, bajando hasta mi culo. Llevaba el jeans todavía, y de pronto, ¡pum! Me dio una nalgada. No fue muy fuerte, pero el sonido seco en el cuarto me hizo saltar.
«¡Otra vez!», gemí, enterrando la cara en la almohada.
Y él obedeció. Esta vez más fuerte. Sentí el ardor a través de la tela, y un chorro de calor me subió directo a la chocha. Estaba goteando, marica, literal.
Desabrochó mi jeans y me lo bajó lentamente, junto con la tanga que llevaba puesta. Ahora estaba completamente desnuda, con las manos atadas, a su merced.
Sus manos me separaron las nalgas y sentí su aliento en mi espalda baja. «Qué culo tan perfecto tienes», murmuró. Y entonces, sentí su lengua. Mi vida, me empezó a lamer desde el coño hasta el culo, en una larga y húmeda pasada. Fue tan inesperado, tan sucio, que grité.
No paraba. Su boca se concentró en mi pepa, abriéndomela con los dedos y chupándome como si fuera el último mango del mundo. Yo, con las manos atadas, no podía hacer nada más que gemir y retorcerme. Las sábanas estaban empapadas debajo de mí.
«Por favor, Carlos… métemela», supliqué, ya sin vergüenza.
Él se levantó y oí cómo se bajaba el pantalón y los calzoncillos. Sentí la punta de su verga, dura y caliente, rozando mis labios. «Dime que eres mía», exigió.
«¡Soy tuya! Toda tuya, papi, por favor».
Y entonces, ¡zas! Me la metió de una vez. No fue suave, fue posesivo, salvaje. Me llenó completamente. El cinturón en mis muñecas me recordaba que no podía tocarlo, que solo podía recibir.
Empezó a cogerme así, desde atrás, agarrándome de las caderas y metiéndomela a fondo. Cada embestida me hacía gritar. El sonido de sus pelotas chocando contra mi clítoris era lo único que se oía, aparte de nuestros jadeos.
«¿Te gusta que te coja así? ¿Como una puta?», gruñó, y me dio otra nalgada, esta vez en la piel desnuda. El sonido fue espectacular.
«¡Sí! ¡Sí, cojeme como una puta!», le grité.
Cambió el ritmo, más rápido, más profundo. Yo sentía que me estaba volviendo loca. La fricción, la sumisión, el morbo… todo se juntó en una bola de fuego en mi vientre.
«Voy a venirme», avisó, jadeando.
«¡Adentro, papi, por favor! ¡Quiero sentir tu leche!».
Y fue como una explosión. Sentí cómo su verga palpitaba dentro de mí, cómo me llenaba de líquido caliente. Eso, sumado a la sensación de tener las manos atadas, me hizo correr como nunca. Grité y retorcí, un orgasmo tan intenso que vi estrellas.
Nos derrumbamos juntos, él encima de mí, sin sacarla todavía. Después de un rato, desató mis muñecas. Tenía marcas rojas, y a mí me encantaron.
Me di la vuelta y lo miré. Estaba sudado, despeinado, con una sonrisa de satisfacción en la cara. «Carajo, Cristina… eso fue…».
«Increíble», terminé por él, y le di un beso.
Al final, mi ex no era Christian Grey, ni cerca. Pero esa noche, por lo menos, le echó bolas y me hizo sentir como la Anastasia más viciosa de Caracas. Y eso, mi amor, es un recuerdo que guardo aquí, en mi pepita, cada vez que me acuerdo y se me moja el calzón.


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