diciembre 9, 2025

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Demasiado real

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No fue por plata. El dinero, esa fría transacción, jamás habría bastado para que yo cruzara ese umbral. Si hubiera sido solo eso, el clic del pago confirmado, el número impersonal en el extracto, habría declinado con una sonrisa profesional. No. Fue la promesa de otra moneda, más antigua y volátil: la del deseo puro, despojado de toda contingencia física, reducido a su esencia más peligrosa: la pura imaginación alimentada por la voz y la palabra.

Él fue claro desde el principio, cristalino en sus límites. Yo también, trazando con firmeza las fronteras de aquel país nuevo que íbamos a habitar. Pusimos reglas. Distancia. Pantallas. Nada físico. Era un pacto entre fantasmas conscientes, un juego donde el tablero era la conexión inalámbrica y las fichas, los suspiros y las confesiones. Una celda de aislamiento sensorial donde solo podrían colarse los ecos.

Cuando empezó la llamada, un círculo vibrante en la pantalla, no prendí la cámara enseguida. Dejé que el vacío visual fuera nuestro primer cómplice. Quería escucharlo primero. Escuchar el universo que habitaba en los intersticios de su voz. Cómo respiraba, una inhalación corta, casi contenida, seguida de un exhalar más largo que delataba una nerviosismo contenido. Cómo dudaba entre palabras, buscando la exacta en la penumbra. Cómo la voz se le volvía más grave, más opaca y a la vez más resonante, cuando dejaba de pensar y empezaba a sentir, cuando el hombre cívico se desdibujaba y emergía el otro, el de los impulsos nocturnos.

Hablamos. Mucho más de lo estipulado, de lo esperado en un contrato de esta índole. La conversación derramó sus bordes y se convirtió en un torrente que arrastró consigo las formalidades. Hablamos de libros que nos habían marcado con la misma cicatriz, de películas donde la luz caía de una manera que nos helaba la sangre, de músicas que eran mapas de geografías interiores. Fue entonces, en ese territorio neutral y fértil, donde el tono cambió. No fue un viraje brusco, no lo forzó ninguna de las dos partes. Fue como la lenta inclinación del día hacia el crepúsculo: un deslizamiento imperceptible hasta que, de pronto, estás sumergido en la penumbra dorada. Las palabras empezaron a cargarse de un voltaje distinto. Los silencios se hicieron elocuentes, pesados con todo lo no dicho que, sin embargo, se entendía.

Y entonces, solo entonces, permití que la luz de mi cámara me revelara. No le mostré todo. La seducción, la verdadera, reside en la economía, en el arte de la sugerencia. Solo lo suficiente para que su cabeza esa cámara oscura más poderosa que cualquier lente hiciera el resto. Un hombro al descubierto, la curva incierta donde el cuello se encuentra con la clavícula, iluminada por la lámpara baja que tallaba sombras largas y doradas sobre mi piel. La línea de mi mandíbula, el movimiento lento de mis labios al formar las palabras. Fragmentos. Pistas. Un rompecabezas deliberadamente incompleto para que él, en su soledad, lo terminara con las piezas de su propio deseo.

Él me miraba a través de la pantalla como si de verdad estuviera ahí, como si el vidrio líquido que nos separaba fuera solo un velo de niebla que pudiera apartar con la mano. Su mirada intensa, fija, devoradora, recorría los centímetros cuadrados que yo le concedía, y en sus ojos podía leerse la frustración dulce de no poder acercarse, de no poder traspasar la barrera. Y esa imposibilidad, lejos de apaciguarlo, lo volvía loco. Alimentaba un fuego hecho de «casi» y de «quizás».

Nos dijimos cosas que no se dicen en una primera cita, ni en una segunda, ni a veces nunca. Porque la pantalla, esa intermediaria cruel y liberadora, nos daba un salvoconducto para la sinceridad más brutal. Le pedí que me describiera, con palabras, únicamente con palabras, qué me haría. No órdenes sórdidas, sino pinturas verbales. «Te pondría de rodillas frente a mí», comenzó, su voz un susurro ronco que era un tacto en sí mismo, «no para sometimiento, sino para devoción. Para observar la arquitectura de tu espalda mientras la luz juega en cada vértebra, como collares de sombra». Yo le dije qué sentía con solo escucharlo. «Siento el peso de tu mirada como una mano en la nuca», confesé, «y el ritmo de tu respiración se ha vuelto el metrónomo de mi propio corazón».

Llegó el momento en que el verbo tuvo que ceder ante la necesidad táctil, pero incluso eso lo hicimos lento, coordinado, un baile a distancia. Sin apuro. Como si el tiempo, ese tirano del mundo real, no existiera del otro lado de la pantalla. Nuestros movimientos fueron un espejismo sincronizado. Yo deslicé mi mano por mi costado, siguiendo la curva del torso que él no podía ver pero que había descrito con tanta precisión momentos antes. Él, a su vez, cerró los ojos, y en su rostro se dibujó la concentración absoluta de quien está siguiendo, al otro lado del espejo, el mismo camino. La distancia se convirtió en un puente de sensaciones compartidas. Cada caricia mía era un eco en su piel; cada roce suyo, un estremecimiento anticipado en la mía. No éramos dos, sino un circuito cerrado de electricidad pura, donde la pantalla era solo un transformador, cambiando el voltaje del deseo.

La culminación no fue explosiva. No hubo gritos desgarrados ni convulsiones teatrales. Fue profunda. Silenciosa y expansiva, como una ola subterránea que recorre toda la cuenca antes de romper con suavidad en la orilla. Un orgasmo que no estalló en la superficie, sino que se extendió desde un epicentro callado, inundando cada extremidad con una calma pesada, tibia. De esos que dejan el cuerpo blando, maleable, y la mente tranquila, en un silencio resonante y pleno.

Después, nos quedamos. No colgamos enseguida, atrapados en la inercia de aquel espacio compartido que ya empezaba a disolverse. Nos quedamos unos segundos que podrían haber sido minutos en silencio, mirándonos a través del vacío digital, con la respiración recuperando poco a poco su ritmo ordinario. La intimidad, tan tangible un instante antes, empezaba a evaporarse, dejando un rastro brillante y extraño.

Finalmente, corté la llamada. La pantalla volvió a ser solo eso, una superficie oscura y reflejante donde ahora aparecía mi propio rostro, bañado por la misma luz tenue. Y tenía una sonrisa rara, inconclusa, pegada a los labios. No era la sonrisa del deber cumplido, del pago que pronto llegaría. No.

Era la sonrisa perpleja de quien acaba de descubrir, en el lugar más artificial, el rincón más virtual, un fragmento de verdad desnuda y demasiado real. Porque hacía mucho, demasiado quizás, que algo virtual, un fantasma de píxeles y ondas de sonido, no me hacía sentir tan íntegramente deseada… ni tan inquietantemente presente.

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