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enero 28, 2017

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Delirio Sagrado: La llamada.

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La madrugada gris en que Amanda Palermo se presentó en el colegio católico Inés Corazón Sagrado se pronosticaba entre los pasillos una fuerte lluvia. Era inicio de año escolar, y por lo tanto, una excitación general alborotaba todo el patio a la espera de la locución de la directora del colegio.
Amanda se agarraba las manos, trataba de mirar a todos el tiempo suficiente para esquivar los contactos visuales. “Evite los roces” le habían dicho sus colegas. Su esponjoso rostro adolescente contrastaba con el semblante duro y frío de las demás maestras. Su ejercicio de observación se interrumpió sólo cuando la Madre Rebeca dijo su nombre en el micrófono: “…Su nueva profesora de Ciencias Sociales, Amanda Palermo.”
Sólo entonces se volvieron inútiles todas esas previsiones: no los mires a los ojos, no les demuestres temor, no agaches la cara, mira al frente, todo se desapareció por un momento. Entonces fue avanzando hacia la tarima, subió los escalones sintiendo cómo el estómago se le retorcía de miedo y cuando estuvo frente a la multitud de jóvenes se dejó llevar.

Lukas Howedes, ajeno al temor de aquella maestra, temía por sí mismo. Acababa de entrar al colegio, estaba en la escala más baja de la cadena alimenticia y aunque poco a poco iba comprendiendo que todo lo que le habían dicho de los colegios católicos exclusivos para varones era una reverenda mentira, no podía sentirse tranquilo, sentía que todo era una trampa y que en algún momento algún bravucón lo enfrentaría y le quitaría todo su dinero y lo llevarían al baño a darse un baño en el excusado. Por ello no se confiaba de las amistosas preguntas que escuchaba en las filas del patio (ordenadas por grados 1ro, 2do, 3ro, 4to, 5to) y respondía con una seriedad que delataba su nerviosismo. Fue entonces cuando Lukas escuchó la voz que habría de atormentarlo noches enteras. “Buenos días, mi nombre es Amanda Palermo, soy psicóloga, y estaré encargada de los años 3ro, 4to y 5to”. Ahí Lukas dejó de escuchar, porque sintió entrar en una desgracia repentina, quiso protestar airadamente, blasfemar. Y enseguida la lluvia los dispersó y vio desaparecer a la nueva maestra entre las demás maestras y corrió como todos a buscar a un rincón donde resguardarse de la lluvia.

Al terminar el día, ya en dormitorio, Lukas tenía un sentimiento de traición cuya raíz no lograba entenderla. ¿Dónde nacía y dónde terminaba aquel sentimiento? Y en la noche lo entendió. Pues un insomnio insoportable insistía en recordar la figura pálida, recta, esbelta, la voz dulce con un tono áspero fingido que le daba un aire de autoridad platónica, las manos siempre juntas e inquietas que no se atrevieron a acomodar el cabello que le danzaba frente a la cara. Era ella, Amanda, quien fundaba ese sentimiento de traición en su pecho. En su estómago. En su vientre.

Enseguida olvidó los mitos de la escuela acerca del colegio católico. Las madres no eran brujas. Y mucho menos amargadas. Eran estrictas, era cierto. Pero si se mantenía dentro de los márgenes no tendría problema alguno. Los compañeros no eran almas perdidas que llevaban ahí por castigo. En su mayoría eran hijos de gente de dinero que los llevaban allí para mantener un estatus social y presumir ante el vulgo. Y no es que hubiera llegado a esta conclusión después de un largo raciocinio. No. Es que los primeros cinco días de encierro sólo pensó en Amanda y su recuerdo suprimió cualquier otro tipo de preocupación y dedujo que nada más tenía importancia. Lo importante era llegar pronto a 3er año para decirle “Presente, Srta.”

A la semana siguiente sintió otro sentimiento de traición, habiendo ya superado el primero, sentía una traición doble. Es decir, tres traiciones: la primera, que Amanda diera clases a 3ro y el estuviese en 1ro; la segunda, que todos estuvieran hablando de Amanda; la tercera; que el destino lo traicionara dos veces.

Era un martirio escuchar a todos hablar de la profesora nueva. Tampoco él sabía por qué sentía que Amanda le pertenecía ni por qué envidiaba a todos los que veían clases con ella y evitaba tenerlos cerca porque siempre escuchaba cómo la describían y tenía la sensación de que la vulgarizaban. Entonces optó por guardarle un culto secreto. Se guardaba los comentarios en las conversaciones sobre ella y siempre forzaba un cambio de tema. La veía por los pasillos el tiempo suficiente para no delatar su admiración y su delirio. Los días de misa en el patio se ponía de último y la observaba unos segundos y la guardaba en su memoria. Era tal vez un sacrificio exagerado porque todos sus compañeros hacían todo lo contrario y era de conocimiento general que desde 1ro a 5to todos los muchachos la adoraban a voz en cuello. Pero Lukas no. Él quería de alguna forma demostrar que su delirio era más puro en ellos porque se basaba en el sufrimiento de ignorarla y el esfuerzo sobrehumano de conservarla en su memoria sólo con echarle un vistazo.

En poco tiempo Lukas se convirtió en un cretino para sus amigos. Repudiaba a los que hacían fila en el cubículo de Amanda para hacer consultas de las clases vistas mientras que sus compañeros de año envidiaban a aquellos “suertudos”. Los tildaba de sucios por estarse más tiempo del debido en el baño sabiendo qué hacían y pensando en quién. Entonces Lukas al cabo de tres meses se quedó sólo con su delirio.

Porque más que odiar a los demás se odiaba a él porque sabía que deseaba lo mismo que ellos. Él tenía duchas más cortas, pero sus noches eran más largas y madrugaba sólo para lavar la ropa que Amanda había hecho que manchara. Y paseaba por el cubículo de Amanda no sólo para criticar a quienes allí esperaban sino con la esperanza de que la puerta estuviera entreabierta y pudiera ver aunque sea un hilo de su imagen.

Cuando ya el delirio se volvía insoportable y tenía entre la garganta y el corazón un dolor que le destrozaba la vida, llegaron las vacaciones. Y, ya en casa, Lukas se sació con su recuerdo, recompensó las largas noches por largas duchas y la imaginación pareció volvérsele infinita, pura y perversa. Durante esos dos meses se entregó a las fotografías mentales que tenía de ellas y las utilizaba para un recreo de pasión solitaria que ocupaba casi todo su tiempo libre. Recobró el color, la risa, la simpatía y volvió a tener un cardumen de amigos.

Amanda, por su parte, había sobrevivido a sí misma durante todo el año escolar. Sus temores infundados habían sido disipados por completo. Sin embargo, ahora tenía temores nuevos y totalmente íntimos, inconfesables.

Había hecho votos, juramentos, rezos. Pero ¿qué rezo conjura el delirio juvenil que sentían aquellos jóvenes por ella? Era impresionante la devoción, sin embargo, ella se mantuvo firme atada a tierra pese a la efervescencia de sus pensamientos secretos. Se mantenía seria mientras un millón de hormigas le explotaban en el vientre y se iban hacia sus extremidades y se arremolinaban en el centro más prohibido de su ser. Hablaba claro y preciso mientras le vibraba todo el cuerpo como si un frío extremo la envolviera. Y sobre todo, era capaz de mantener su palidez intacta aunque sintiera un fuego abrasador en las mejillas cada vez que algún alumno le soltaba un halago subido de tono.

Curiosamente, el inicio de Amanda fue inocente. Aislada al murmullo que invadía los dormitorios en las noches, a las duchas largas, a las miradas que buscaban la suya. Amanda estaba en otra cosa, al comienzo. Se preocupaba por armar sus clases, por mantener la atención de sus alumnos, de elaborar evaluaciones productivas, de emprender proyectos educativos… y no es que luego no se preocupara por ello, no. Sino que la fue tocando una realidad subterránea que se cocinaba a sus espaldas. La fue envolviendo un aura de pasión contenida. Una duda excitante, similar a la que se tiene cuando vez a alguien sostener el gatillo de un arma. Una fascinación la fue abordando poco a poco.

Amanda en principio optó por esquivar esa onda expansiva que la alcanzaba. Canceló las citas al cubículo porque se enteró que todos iban allí sólo a verle cruzar las piernas y probar suerte de que se descuidara el escote. Luego se enteró por un alumno que insinuó que ahora todos se tardaban más en las duchas. Luego que los alumnos de sus clases esperaban pacientemente a que ella copiara la fecha en el pizarrón sólo para ver su figura y deseaban con la boca hecha agua arrastrar con sus dientes el cierre de su falda.

El delirio de aquellos jóvenes la conmovió al principio. Luego la inquietó. Por último la excitó.

Una mañana en que ya estaba lista para ir al colegio descubrió en el calendario que era 1 de Mayo, fecha patria que no debía ir a trabajar. Se desilusionó un poco pero un cosquilleo consistente la puso en un estado erótico. Se quitó los zapatos y se paró frente al espejo, se dio vuelta y se miró tratando de verse con aquellos ojos que deliraban al verla. Se encontró muy atractiva. Y se asustó. Entonces se tendió en la cama, tratando de olvidar lo que había visto… inconscientemente empezó a cruzar las piernas. Sí, como sabía que ellos iban a verla a su cubículo. Las cruzó una y otra vez, lentamente, sintiendo su propio roce, el silencio espectral, el delirio inminente. Se entregó, pues, a sí misma.

Entonces, con ánimos renovados, Lukas se alistaba para ir al primer día de su segundo año. No le emocionaba tanto ver a Amanda. Se había saciado con ella en fantasías, sueños, recuerdos. Aunque si guardaba cierta curiosidad por ver si seguía igual o si había cambiado en algo.

En efecto, mientras esperaban en la entrada del colegio, vieron a Amanda bajar de un auto y despedirse con un beso del hombre que lo manejaba.
Lukas sintió morir la esperanza y renacer una nueva traición. En general, todos se sintieron como Lukas pero ninguno como él. Lukas sentía muchos golpes en el estómago y una soga atada al cuello con un nudo firme.

Hubo un revuelo general, motines silenciosos en los que se escribía “Puta Amanda” en las literas de los dormitorios y ya nadie sentía gusto por verla sino que la tildaban con los más bajos insultos.

Ese año fue horrible para Lukas. Sumergido en una consternación interminable, sus notas fueron de mal en peor. Había asumido una posición igual que la anterior en la que parecía no importarle Amanda ni lo que se dijera de ella. Sin embargo, también escribió “Amanda puta” en una litera, pero que no era la suya para no delatarse. La odiaba en el mismo silencio en que la había amado. Usaba las mismas tácticas para observarla desde lejos y odiarla a muerte. Y desesperado pasaba frente a su cubículo como para encontrársela y decirle… nada. Sabía que no podía decirle nada. Que quedaría más idiota si le hablaba. Por ese año trató de odiarla todos los días hasta cansarse, para ver si así la olvidaba ya y podía concentrarse en sus estudios, pues era consciente de lo mal que le iba y ya había recibido amenazas de su padre si ese año no mejoraba las calificaciones.

Pero, ¿qué importaba? Ya no deseaba llegar a 3ro. Es más, temía llegar a 3ro porque probablemente allí la vería y el delirio y el odio lo volverían loco. ¡A su edad! Seguían fantaseando con ella, sí. Pero en otros lugares, grotescos, infames, bajo condiciones viles y en funciones sádicas. Fantaseaba azotarla, amarrarla, insultarla mientras la hacía suya con una acentuada violencia. Estos pensamientos lo mantenían en un estado de embriaguez constante. Era una batalla de él contra él. Él que la amaba y él que la odiaba.

En un esfuerzo final, consiguió aprobar el 2do año. No salvó el castigo, pero sí la penitencia y la deshonra de haber repetido un año escolar por despecho.

Amanda volvió de Italia con un doctorado y un novio para inicio de segundo año. Aseguró que Saccomani le había prometido matrimonio aunque era mentira, sólo lo dijo para quitarse de encima incómodas preguntas y persecuciones morales. Stefano Saccomani era un hombre bien mayor que ella y al cual había conocido el día de su fiesta de doctorado. Era padre de una italiana menudita que se había graduado al mismo tiempo que ella. Amanda no vio en Stefano un hombre portentoso ni mucho menos, sino que le agradó la astucia de su inocencia para conquistar. Era un hombre dócil, divorciado, hablaba el castellano a los golpes pero se le entendía, aunque igual si no se le entendiera, era agradable para Amanda escucharlo. Decía cada cosa que a Amanda le daba risa y en tono jocoso juraba estar loco para que Amanda lo atendiera. No se podría decir quién conquistó a quien pero al final de la noche se marcharon juntos a la residencia Saccomani y, después de acostar a la pequeña italianita, se acostaron ellos dos y se desquitaron de viejas urgencias amorosas. Lo que sí se puede decir es que Amanda sacó más provecho. Poco a poco fue tomando las riendas de la situación y lo seducía a tal punto que él se empezó a desvivir por ella más que por amor, por el erotismo fantástico y diabólico que se apoderaba de ella.

Todo empezó la noche que Amanda le ordenó mientras lo hacían que le cruzara las piernas. Él lo hizo sin dudar ni preguntar. Y entonces le ordenó que le mirara sólo las piernas y él de nuevo lo hizo sin objetar nada. Ahí supo Amanda que lo tenía sólo para ella.

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Atraído por ese magnetismo de pasión, Stefano Saccomani dejó Italia para irse a Venezuela una semana antes del inicio de clases. Y durante ese año escolar no cesaron las pasiones. Cuando Amanda se enteró que rayaron literas con “Amanda puta” le exigía a Stefano que se lo dijera al oído y empezaban el derroche. Lo hacía decir “presente, Srta. Amanda” cuando llegaba los fines de semana a la residencia. Lo hacía estudiarse temas de clase para hacerle “exámenes” en el comedor en los que debía contestarlos y permanecer sentado en la silla porque de lo contrario “no sacarás un 20, Stefano”.

Hubo un despilfarro de pasión en aquella casa que Stefano por suerte soportaba. Pisando ya los cincuenta, le aguantaba el trote a Amanda que recién cumpliría los treinta.

Entonces, un viernes de Julio, tuvo otra revelación. Se subió al auto de Stefano como cada viernes y este le acarició el muslo más cercano a su mano derecha y le dijo “Amanda puta” al oído. Amanda no reaccionó a aquello, también ella se preguntó por qué, entonces él se anticipó e intentó la otra jugada “presente Srta. Amanda Palermo” y ella siguió en una especie de consternación. “Llévame a casa, Stefano. Luego tú te irás a la tuya.”

En los dos meses de vacaciones, Amanda repasó su segundo año y resumía su estadía en el colegio a dos cosas: contención y derroche. Y es que luego del derroche está el vacío y se esconde la tecla que da inicio a todo nuevamente. Sintió eso cuando Stefano le habló al oído aquel viernes y se sintió asquerosa. Luego, se dio cuenta que no era ella, que se había dado un gusto, pero que había llegado a su fin. Recordó que una conversación con Stefano no duraba más de dos minutos antes de terminar revolcados en la cama, en la sala o frente a la nevera. Fríamente pensó en aquello como un regalo que se había dado y dejó de sentir vergüenza. Pero sintió vacío. En esos meses agarró el hábito de quedarse largo tiempo en la bañera, con velas aromáticas y sustancias con fragancias deliciosas. Como penitencia para limpiarse el cuerpo. Y peligrosamente se dormía en aquellas largas tardes en las que el vacío se llenaba con un poquito de recuerdo y la sazonaban de paz.

Faltando una semana para iniciar su 3er año, Amanda recibió una llamada. Cuando sonó el teléfono estaba entre dormida en la bañera y aunque no se apresuró de estrépito, sí fue con cierta prisa, desnuda, con pétalos de rosa pegados al cuerpo. Era Lukas Howedes padre. Se escuchaba preocupado y algo incómodo por llamar. Decía que había hablado con la directora porque su hijo no quería seguir estudiando y que la directora le había dicho que se comunicara con Amanda Palermo, que era psicóloga y tal vez pudiera ayudarlo a recapacitar, entonces que para eso la llamaba, qué vergüenza molestarla. Ella había escuchado atenta mientras se quitaba cada pétalo y lo examinaba con una curiosidad boba y cuando ya no tuvo ninguno encima, contestó: Pues deberíamos reunirnos antes de empezar clases. Lamento mucho lo del muchacho, debe ser la edad o el encierro. ¿Usted no sale? Y Lukas Howedes padre repuso con algo más de vergüenza: “Yo sí. De hecho debo viajar esta semana a Alemania por un asunto de negocios y familia. Pero Lukitas no. Es que 2do año sacó bajas notas y no lo dejé hacer mucho… ¿entiende? Y Amanda que se sorprendía de lo cómoda que se sentía desnuda y del reflejo de la luz en su cuerpo mojado, respondió: “Sí. Bueno, veamos qué se puede hacer.”

Y concretaron una cita para el jueves de esa semana.

Lukas, que no se enteró del trato que había hecho su padre hasta que Amanda tocó la puerta aquel jueves, permanecía en una batalla colosal en su interior. Por las noches la amaba hasta el delirio y en los días la odiaba hasta el paroxismo. Este vaivén de sentimientos lo tenía agotado mentalmente y compensaba los días de odio con ejercicio, para liberarlo. Y las noches de amor, se acariciaba con astuta precaución, como para retenerlo; había días en que lo lograba y días en que no y se derramaba sobre sí mismo la pasión acumulada.

Había comunicado a su padre que no quería estudiar y este le dio tal paliza que lo hizo pensar todos los días “¿de verdad no quiero estudiar?”. Entonces suprimió todo. Sus sentidos, sus aspiraciones, deseos, sueños. Se volvió una máquina, despertaba, desayunaba, se encerraba, se ejercitaba y así sucesivamente.

Se sorprendió un jueves que tocaran la puerta con una insistencia rara. Como si él identificara el patrón del sonido de la puerta con alguien en específico y ese toc, toc, toc, toc, toc, no le correspondía a nadie. Salió de su cuarto y al pasar frente a un espejo se devolvió porque vio que no llevaba camisa. Volvió más de prisa temiendo que la persona que tocaba la puerta se fuera. Y cuando la abrió, sintió otra traición.

Amanda, que tras cientos de baños purificadores había adquirido un aroma a un jardín de mariposas de colores. Se presentó a la casa de los Howedes con un chaleco corto y un vestido negro con estampado de rosas que parecían más negras y hacían resaltar lo blanco de su piel. Aunque no tenía escote que insinuaran sus senos, no podía evitar que se le notara su portentosa talla. Lukas apenas si pudo escuchar a Amanda decir “Buenas tardes, Lukitas. ¿Puedo?”. Solo vio que ella extendió su dedo, señalando el interior de la casa y él en un automatismo extendió el brazo como diciendo “pase”. Lukas no se sintió como el prodigio atlético que acababa de ver en el espejo sin camisa sino como un pichón en un nido de serpientes y tardó un tiempo prudente en cerrar la puerta. Tiempo que le dio a Amanda de quitarse el chaleco y colgarlo y sentarse en el sofá de la sala.

-Hola, Lukitas. ¿Cómo estás? Soy la profesora Amanda Palermo. Vengo porque me ha dicho, un pajarito por ahí, que no quieres volver a estudiar… ¿Por qué? ¿Cuéntame?

Lukas, en ese momento, quería correr gritando “¡Amanda Palermo está en mi casa!” pero se limitó a responder “hola” y conforme iba volviendo a la realidad, iba hablando, como si las palabras le cayeran de un gotero.

-No… quiero… por… mi papá. Él… quiere que… trabaje. ¿Él le dijo?

-Pues otro pajarito me dijo que tu papá sí quiere que estudies. Entonces, si tu papá quiere que estudies, ¿asunto resuelto?

-No. –dijo recobrando la naturalidad de su cuerpo. –es que no quiero volver, Srta.

-¿Y por qué no? –Dijo con una preocupación casi infantil, como si le hablara a un bebito. –Siéntate y cuéntame.

Aunque había recobrado cierto valor, Lukas seguía un poco aturdido y se acercó sin sentir del todo sus piernas y se sentó con un semblante de derrota. Y él tal vez nunca sepa de dónde sacó el valor para decir la palabra que habría de cambiarlo para siempre. Tal vez encontró el rencor y el amor juntos en una misma pelota  y escupió la palabra cual vómito que sale abruptamente.

-¡Usted! –Dijo y se tapó la boca.

-¿Yo? –Repuso Amanda. Pero antes de que el repitiera, en ese instante Amanda recobró las vibraciones, el millón de hormigas que la mantenían viva, la perversidad erótica que la consumía, sintió como si su piel se diera vuelta y quedara del lado más sensible al tacto y vio a aquel joven que deliraba en silencio por ella a ese niñito con porte de hombre y rasgos filosos dignos de la raza aria. Y repitió acercando su rostro al de Lukas: “¿Yo, Lukitas?”

Y entendió enseguida que Lukas tenía una pasión de encierro similar a la suya. Reconoció el perfil de su rostro pasando frente a su cubículo. Recordó verlo por los pasillos y siempre sorprendiéndolo con la mirada puesta en ella y entendió cuanto se esforzaba Lukas por disimular el temblor de su cuerpo.

Amanda le puso la mano en el mentón, para forzarlo a mirarla. No tuvo que hacer fuerza alguna, el cedió. Y repitió con una vocecita triste “¿Yo, Lukitas?”
Lukas no respondía a la insinuación, en principio porque estaba helado. Luego, cuando estaba casi seguro de su suposición, temió que ésta no fuera tal y que estuviera confundiendo las cosas. Se sintió bañado en un olor a rosas infernal, hervía por dentro, se le notaba sólo en sus ojos porque su cuerpo y su cara seguían mostrando el mismo gesto de indiferencia.

Sin saberlo, Lukas tenía en sí la tecla que daba inicio a todo. Lukas quería que Amanda dijera “¿Yo, Lukitas?” una vez más para estar seguro de la insinuación. Pero no hizo falta. Estremeció su cuerpo el cuerpo de Amanda al ponerse sobre él y ahora sujetándole la cara con las dos manos le daba un beso fulminante. Era como si se estuviera muriendo a gusto. Sentía que se desvanecía el pobre Lukas y que su sangre se le iba. Se le iba, sí. A un lugar que hasta ése día sólo él sabía. Bajo la bermuda empezó a brotar el volcán de su hombría y cuando quiso agarrar a Amanda de la cintura y destrozarla como un salvaje. Ésta, más práctica, lo tomó de las manos, previniendo aquello. Sostuvo sus manos contra el espaldar del sofá, como si fuera un asalto y en un acto de sensualidad y magia, abría las piernas y al mismo tiempo su vestido subía hasta su cintura. Alcanzó a sentir con su excitación, la excitación de él y le apretó con fuerza las muñecas. Pasando la lengua por sus labios, vio cómo el cerraba los ojos con furia, pensó “pobre niñito” y empezó a moverse sobre él rozando su sexo con el suyo y experimentando por primera vez un delirio simultaneo. Ante el roce, Lukas se esforzaba para no acabar con la magia antes de tiempo y respiraba forzado y arrítmico, como en medio de un ataque de asma. El esfuerzo de Lukas conmovía y excitaba en la misma medida a Amanda, que hacía pausas para besarlo en el cuello de la manera más intensa, casi con violencia o desesperación y volvía a moverse sobre él. Podían sentir en ese instante lo cálido de su calentura, la humedad de la locura y el morboso olor a rosas. Entonces, Amanda, muy cerca del Sol del éxtasis, empezó a moverse sin compasión,  el roce frenético bien pudo encender en llamas la tela de sus ropas de no haber sido porque sus humedades lo impedían. Y aunque Amanda se moría en ese instante por sentirlo dentro de sí, por sentir la explosión nuclear de un joven nórdico tal vez virgen, había aprendido, o mejor dicho, manejaba la tesis de que era mejor el deseo perpetuo que la entrega inmediata. Y se mordió los labios para no emitir ningún sonido que delatara su infinito placer al escuchar al joven Lukas emitir un chillido de jabalí que poco a poco se transformó en el suspiro de un náufrago mientras se estremecía duro como una roca. Ella se estremeció igual, él no lo sintió. Entonces ella se acercó a su oído y le susurró con picardía “¿Escribiste Amanda puta en tu litera, Lukitas?” en medio del éxtasis, él se delató: “¡Sí!”. Y volvió a la tierra, de una cachetada, y sintió que todo se derrumbaba, que Amanda se escapaba entre remolinos de rosas y estaba tan anonadado que no fue capaz de levantarse y dar un solo paso y vio marcharse a la Diosa de sus delirios y le dejó enterrada la duda si aquello era cierto o no.

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2 respuestas

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