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De vacaciones con mis papis
Mis papás (bueno mi padrasto de turno y mi mamá, pero digamos papi para fines de esta historia), los muy sapaperras, planearon unas vacaciones familiares a la playa, todo tierno y familiar, pero terminó siendo el escenario de la cogedera más incómoda y excitante de mi vida.
Llegamos al hotel, un cuarto con dos camas gigantes que estaban prácticamente pegadas. Separadas por un mesita de noche de mierda que no tapaba nada. Yo ya me estaba riendo por dentro, porque conozco a mis viejos. Son de esos que se creen discretos, pero tienen el libido por las nubes. Mi mamá, con sus 45 años bien llevados y un culo que todavía hace que los hombres se vuelvan a ver, y mi papá, que aunque ya tiene sus canas, en el gym se parte el lomo y se le nota en los brazos y en esa mirada de depredador que le sale cuando mira a mi mamá.
Esa noche, después de un día en la playa, nos pusimos la pijama. Yo con un shortcito y una camiseta sin sostén, porque total, con ellos no hay pena. Vimos una película los tres acostados en la cama de ellos, como cuando era chibola. Pero la vibra era diferente. Mi papá tenía la mano en la pierna de mi mamá, y ella se le arrimaba cada vez más. Yo hacía como que no veía, pero la pepa ya me estaba dando señales. Esa tensión sexual en el aire, huevón, era más espesa que la sopa de mi abuela.
Cuando la peli terminó, yo me fui a mi cama, que estaba literal a un brazo de distancia de la de ellos. Apagaron las luces y todo quedó en silencio. Yo cerré los ojos, tratando de dormir, pero el cuerpo me ardía. Y entonces, empezó el espectáculo.
Primero fueron los vecinos. La habitación de al lado tenía una pareja que no se cortaba un pelo. La tipa gemía, no a gritos, sino con unos sonidos guturales, bajitos pero cargados de tanto morbo que se me pararon los pelos de la nuca. Cada «ay, sí» que se colaba por la pared me daba directo en el clítoris. Yo me apreté las piernas, tratando de calmar el tembleque, pero era inútil. Mi tanga ya estaba hecha un charco.
Y justo cuando creía que no podía estar más caliente, escuché el movimiento en la cama de al lado. Mi cama de al lado. Un roce de sábanas, un suspiro. Mi mamá susurró algo que no entendí, y mi papá respondió con un gruñido bajo. El sonido era tan claro que podía casi verlo: ella girándose hacia él, su mano buscándolo en la oscuridad.
Después vino el silencio. Ese silencio pesado, cargado, que solo se rompe con… sí. Con el sonido. Un sonido húmedo, lento, el shhlip inconfundible de una verga entrando en un coño bien mojado. Mi mamá se había montado en él. La cama crujió suavemente, un ritmo pausado, casi perezoso. Pero el sonido de sus cuerpos juntándose era obsceno. Chap… chap… chap… Un sonido a jugo, a carnes abiertas, a intimidad cruda. Cada vez que ella bajaba su peso, se oía un golpe sordo y ese chasquido húmedo que me estaba volviendo loca.
Yo me quedé paralizada, pero no de incomodidad. De pura excitación enferma. Mi propia pepa palpitaba al ritmo de ellos. Podía olerlo. El aire se llenó de ese aroma dulzón y salado a sexo, a sudor, a coño excitado. Es el mismo olor que queda en mis sábanas después de una buena masturbada, pero esto era real, era mi mamá, y el olor venía directo de su chocha, que en ese momento estaba engullendo la verga de mi papá.
No pude más. La calentura me nubló el juicio. Con movimientos de cámara lenta, me quité la sábana. El aire fresco de la habitación me rozó los pezones, que estaban duros como piedritas. Me bajé el short y la tanga de un tirón, quedando totalmente desnuda en mi cama, a un metro de donde mis papás estaban cogiendo. Abrí las piernas. La humedad de mi coño era tan intensa que sentí un hilo de mi propio jugo correr por mi muslo.
Metí la mano. Mis dedos encontraron mi pepita, hinchada y ardiente. Me toqué, despacio al principio, siguiendo el ritmo lento de ellos. Chap… (yo froto)… chap… (yo froto). Escuchaba cada jadeo contenido de mi mamá, cada respiración entrecortada de mi papá. Él dijo algo, un «así, mi amor» tan bajito que casi no lo oí, y a ella se le escapó un gemido, un «ay, Dios» ahogado en la almohada.
Eso me rompió. Empecé a follarme con los dedos en serio. Dos, luego tres dedos, metiéndolos y sacándolos, imitando lo que imaginaba que estaba pasando al otro lado. Mi coño hacía unos ruidos aún más húmedos que los de ellos, un squish-squash descarado que me dio vergüenza por un segundo, pero la lujuria era más fuerte. Me imaginé que era yo en esa cama. Que era a mí a la que mi papá le agarraba las caderas para clavársela más hondo. Que eran mis tetas las que se aplastaban contra su pecho. La idea, tan retorcida, me llevó al borde del orgasmo en segundos.
Cambiaron de posición. El ruido lo delató. Mi papá ahora estaba encima. El ritmo se aceleró. La cama crujió con más fuerza, y los golpes se hicieron más sólidos, más urgentes. Pum-pum-pum-pum. Él la estaba follando de verdad ahora, y ella ya no podía contener los gemidos. Eran quejidos bajos, desgarrados, de una mujer que está a punto de venirse. «Ahí… ahí mismo… no pares…», le suplicó, y su voz temblaba.
Yo seguía el compás. Me follaba los dedos a la misma velocidad frenética. Mi otra mano se apretaba una teta, pellizcando el pezón con fuerza. El olor a sexo era abrumador, envolvente. Me pertenecía a mí, me pertenecía a ellos, era una niebla caliente que nos unía en la oscuridad. Ya no pensaba. Solo sentía y escuchaba.
Y entonces, llegó. El gemido de mi mamá se convirtió en un grito ahogado, un sonido que salió de lo más profundo de su garganta, seguido de unos jadeos convulsivos. Se había venido. Mi papá gruñó, un sonido animal, bestial, y el ritmo se hizo caótico, unos últimos embates brutales antes de que todo se detuviera con un último suspiro profundo.
Esa fue mi señal. Con los ojos cerrados, mordiéndome el puño para no gritar, me vine. Fue una explosión silenciosa pero violenta. Mi cuerpo se arqueó, mis dedos se hundieron hasta los nudillos, y una ola de placer tan intenso que casi duele me recorrió de la cabeza a los pies. Chorré, maricón. Chorré como nunca, empapando las sábanas bajo mí, temblando sin control.
Quedé ahí, hecha un desastre, jadeando, con el olor de mi corrida mezclándose con el de la de ellos en el aire viciado de la habitación. El silencio volvió, pero ahora era un silencio diferente, cargado, pesado, como si los tres supiéramos que habíamos compartido algo enorme y prohibido.
Al día siguiente, al desayuno, nadie dijo nada. Mi mamá me sirvió jugo con una sonrisa normal. Mi papá comentó el plan del día. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron, por una fracción de segundo, sentí que algo pasaba. Una complicidad sucia, un secreto que ahora los tres guardábamos, aunque solo uno lo había vivido a plenitud. Y yo, la muy zorra, me pasé todo el día de playa con la tanga mojada, recordando cada sonido, cada gemido, cada olor. Porque esa noche, en ese cuarto de hotel, no fui la hija. Fui una mujer más, prendida por el sonido del sexo, y por el sonido del sexo de mis propios papás. Qué gonorrea, ¿no? Pero ufff, qué rico.


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