septiembre 14, 2025

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Mi tiré al profesor de yoga

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El estudio de yoga en Bali era un santuario de calma, con sus paredes de bambú y el aroma a incienso que flotaba en el aire como una promesa de paz. Pero mi paz, he de admitir, nunca fue precisamente espiritual. Había llegado allí una semana antes, en una escala prolongada entre Singapur y Sídney, y decidí que mi cuerpo necesitaba estirarse después de tantas horas de vuelo. Él, Arjun, era el instructor. Un hombre de movimientos fluidos como seda, con manos que parecían saber exactamente cómo ajustar cada postura, cada curva de mi cuerpo. Sus ojos oscuros me observaban con una intensidad que trascendía lo profesional, y yo, como siempre, acepté el desafío silencioso.

Las clases eran una tortura deliciosa. Cada vez que sus dedos se posaban en mi espalda para corregir mi posición, sentía un escalofrío que nada tenía que ver con la flexibilidad. Era el roce deliberado, la forma en que su respiración se acercaba a mi nuca cuando me susurraba instrucciones. Sabía que lo quería, y él lo sabía también. Pero yo no iba a hacerlo fácil.

El último día de mi estancia, después de una sesión particularmente intensa, me invitó a un té de jengibre en la terraza trasera del estudio. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de naranja y púrpura. Hablamos de viajes, de filosofía, de la fugacidad de los encuentros. Y entonces, sin transición, me dijo: «Marissa, has sido la estudiante más distraída que he tenido. Y la más irresistible».

No hubo más preámbulos. Me llevó al interior del estudio, ya vacío, y me apoyó contra la pared de bambú. Sus manos encontraron la cintura de mis leggings y los bajó con determinación, mientras su boca sellaba la mía en un beso que sabía a jengibre y a deseo reprimido. No hubo ternura, solo urgencia. Me giró y me inclinó sobre una colchoneta, levantando mi top para dejar mi espalda al descubierto. «Esta flexibilidad que tanto practicas—dijo—hoy tendrá un uso mucho más placentero».

Su penetración fue tan precisa como sus ajustes de yoga. Cada empuje profundizaba en mí con una fuerza que me hacía arquear la espalda y agarrar la colchoneta con fuerza. Él movía mis caderas a su antojo, dictando el ritmo como si aún estuviéramos en clase. «Así, Marissa—murmuraba—, así es como se hace la postura del guerrero». El contraste entre sus palabras serenas y la crudeza de sus movimientos era embriagador.

Cuando el orgasmo me alcanzó, fue con la fuerza de un mantra repetido hasta el éxtasis. Gemí sin restricciones, sintiendo cómo él también culminaba, dejándome llena de su calor. Nos separamos jadeantes, y él me ofreció una toalla con la misma elegancia con la que había servido el té. «Hasta la próxima clase—dijo—, si es que vuelves por Bali».

 

Sonreí, sabiendo que no volvería. Pero eso era lo hermoso: cada encuentro, un momento perfecto y autónomo, como una postura de yoga que se mantiene solo un instante antes de fluir hacia la siguiente.

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