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Soy adicta al sexo mi esposo y yo aceptamos intercambiar parejas
Mi esposo, Carlos, es un santo por aguantarme, pero hasta él mismo dice que este culo que me cargado no es pa’ guardarlo en un museo. Él fue el que primero dijo:
«Eglis, mi amor, ese trasero es una obra de arte y el arte hay que compartirlo». Y yo, que soy adicta a la verga como otros al café, no pude decir que no. Así empezó esto del intercambio.
La primera vez fue con unos vecinos, un matrimonio joven. El tipo, Roberto, no me quitaba los ojos de encima desde que nos mudamos. En la cena, bajo la mesa, su pie ya me estaba acariciando la pantorrilla. Carlos me guiñó un ojo, dándome luz verde.
Después del postre, las cosas se pusieron interesantes. Su mujer, una flaquita linda llamada Patricia, se sentó en las piernas de mi Carlos y empezó a morderle el cuello. Yo, sin perder el tiempo, agarré a Roberto de la mano y lo llevé a nuestro cuarto. Apenas cerré la puerta, me empotró contra ella y me comió la boca como si se fuera a morir de hambre. Sus manos fueron directas a mis nalgas, apretándolas con una fuerza que me hizo gemar.
«Coño, Eglis, tenía razón Carlos, este culo es una locura», me susurró en el oído mientras me bajaba el short. Yo ya estaba mojada como la playa en marea alta. Me puso de cara a la pared, me bajó la tanga y sin ningún miramiento me la metió toda por detrás. ¡Ay, Dios mío! Era gruesa y él sabía usarla. Me daba duro, agarrándome de las caderas y jalandome el pelo. Los golpes se escuchaban en la habitación, mezclados con mis gritos y los gemidos de Patricia desde la sala.
Roberto no paraba: «Rica, con este culo no hay hombre que resista». Yo solo podía gemir y empujar hacia atrás, pidiendo más. Cuando los dos vinimos, casi me derrumbo. Salimos del cuarto, despeinados y sudados, y encontramos a Carlos en el sofá con Patricia cabalgándolo como si no hubiera un mañana. Nos miramos y nos reímos. Esa noche, después de que se fueron, Carlos me cogió otra vez en la sala, más excitado que nunca, diciéndome al oído lo caliente que lo puso verme con otro hombre.
Pero la cosa no quedó ahí. Hicimos un perfil en una página de intercambios y, ¡azúcar!, la cantidad de propuestas que llegaron. Hemos probado de todo: tríos con otro hombre, con otra mujer, y hasta con otra pareja completa. Hace dos fines de semana fue con un amigo del trabajo de Carlos, un tipo llamado Javier, más joven que nosotros. Carlos se fue al cine «solo», pero yo sabía que era para dejarme el campo libre. Javier llegó a casa y apenas entró, me tenía ya contra la pared del pasillo. Este muchacho tenía una energía… ¡Dios mío! Me besaba con una furia que me encendía.
Me arrodillé ahí mismo y me lo chupé hasta que le temblaban las piernas. Luego me llevó a la cocina, me subió sobre la mesa y me dio por delante mientras yo me agarraba del borde. Tenía una verga delgada pero larguísima que me llegaba a lugares que ni sabía que tenía. Gritaba como una posesa, sin importarme si los vecinos escuchaban. Después, en nuestra cama, me puso en cuatro y me dio hasta por debajo de las curvas. Me llenó el culo de moretones de lo fuerte que me agarraba, y a mí me encantó. Cuando Carlos llegó, Javier ya se había ido. Mi esposo solo vio el desastre en la cama y mi sonrisa de gata satisfecha. «¿Te lo comiste todo, mi amor?», me preguntó, y yo solo asentí, cansada pero feliz.
La experiencia más heavy fue la semana pasada. Contactamos con otra pareja, unos treintonones como nosotros. Él, un gordito simpático llamado Ricardo, y ella, una negra espectacular llamada Yusimi. Quedamos en un motel. La química fue instantánea. Carlos y Yusimi se enredaron en un sillón casi de inmediato, y yo, viendo a Ricardo, supe que quería probar ese cuerpo.
Nos metimos a la ducha juntos y bajo el agua, le lavé la espalda mientras él me masajeaba las nalgas con jabón. Fue tan íntimo y a la vez tan caliente. Salimos y en la cama grande, fue un descontrol. En un momento, estaba chupándole los senos a Yusimi mientras Ricardo me penetraba por detrás y Carlos miraba todo con una sonrisa de lobo.
Cambiamos, probamos, fue una noche de puro vicio y placer. A las 4 de la mañana, agotados y satisfechos, nos despedimos con un abrazo. En el carro de vuelta a casa, Carlos manejaba con una mano y con la otra me acariciaba el muslo. «Nunca te había visto tan prendida, Eglis», me dijo. Y era verdad. Esa mezcla de mi esposo, al que amo, con la adrenalina de lo nuevo y lo prohibido, me enciende como nada en este mundo.
¿Que si me arrepiento? Ni un carajo. Esta adicción mía al sexo, lejos de separarnos, ha hecho que Carlos y yo estemos más unidos que nunca. La confianza que tenemos para contarnos todo, para excitarnos con lo que hacemos con otros, es increíble. Y este culo, que es mi orgullo, sigue ahí, recibiendo toda la atención que se merece. La próxima cita es con un par de hermanos que conocimos en la playa. Pero eso, mi gente, ya es otra historia.
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