
Por
Ser una milf
tengo 36 años y una confesión que les va a hacer levantar las cejas: ser una MILF casada pero «felizmente infiel» es el mejor trabajo no remunerado que existe.
Todo empezó en Caracas, cuando ese chamo de 21 años (piel de ébano, sonrisa de tiburón) se me acercó en el centro comercial. Pensé que me iba a preguntar la hora, pero no, mi amor:
«Señora, ese vestido azul le queda tan bien que me tiene el guebo como un semáforo en rojo».
¡Ay, por Dios! Casi escupo el café. Pero esa combinación de descaro y respeto me derritió la panty. Dos horas después, estaba en su apartamento descubriendo que las BBC no son mito. Ese muchacho tenía un pipe que parecía salido de documental de National Geographic: grueso como mi muñeca, con una cabeza morada sabrosa.
«Relájese, señora… esto entra mejor cuando respira», me dijo mientras yo, con las piernas temblando, intentaba cabalgar algo que claramente necesitaba pasaporte para entrar en mi cuca. Cuando por fin lo logré, el muy cabrón sacó su celular: «Mire cómo se ve mi negrito dentro de su blanquita». ¡Y ahí estaba yo, con falda de oficina todavía puesta, viendo en pantalla gigante cómo mi pepita se transformaba en dona!
Ahora, la cereza del pastel: mi marido. Pobre pendejo, cree que mis «clases de yoga nocturnas» son para adelgazar. Si supiera que en vez de downward dog practico «reverse cowgirl on a black stallion». Pero qué va a saber él, que piensa que el poliamor es un tipo de plástico.
La semana pasada, el hijo de mi vecina (sí, el que veía crecer) me preguntó si necesitaba ayuda para «instalar acomodar el router». Le dije que sí, claro… pero solo si traía sus «herramientas grandes». Mañana tengo cita con él. Prometo contarles cómo le quedó la red después de mi revisión técnica.
A las mujeres que se leen: la juventud se va, pero un buen guebote… ese sí es para siempre.
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.