agosto 20, 2025

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Mis anécdotas en público 🥵

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si les cuento esto es porque ya tengo 35 años y me vale un carajo lo que piensen, pero esta adicción que tengo por que me miren empezó desde que estaba en el liceo. Tendría ya estaba casi en edad legal de ser cogida, recién estrenando esas caderas que de repente se me habían puesto curves y un culo que ya no pasaba desapercibido ni entre las monjas. El uniforme era una maldita tentación: falda plisada que me llegaba tres dedos arriba de la rodilla (pero que si me agachaba «accidentalmente», ¡pum! show gratuito).

Recuerdo claramente esa tarde calurosa en Caracas, caminando por esa callejuela detrás del colegio donde siempre se paraban los muchachos mayores a fumar. Yo, la muy hijueputa, en vez de tomar la ruta normal, me iba por ahí deliberadamente, balanceando las caderas como si llevara un metrónomo en las nalgas. La falda, que mamá planchaba con tanto esmero, yo me la subía discretamente con la yema de los dedos hasta que el dobladillo quedaba a nivel de mis nalgas. No enseñaba todo, no soy tan zorra… pero dejaba suficiente para que la imaginación volara.

«¡Eh, nena! ¿Cuánto cobras por ese culito?», me gritó un tipo desde una camioneta una vez, y aunque me temblaron las piernas, sentí un calambre en la pepita que casi me hace caer. Otra vez, un viejo verde que vendía empanadas me palpó las nalgas cuando pasé cerca de su puesto «por error». El susto me duró tres segundos, luego el calor en la entrepierna me duró tres horas.

Pero el verdadero vicio empezó con el Omegle. ¡Dios mío, el Omegle! Esa página era mi paraíso secreto. Esperaba que mamá se durmiera, cerraba la puerta de mi cuarto con llave y me conectaba con esos extraños que me pedían mostrarles «algo lindo». Al principio era solo enseñar las tetas (que ya para los 16 eran un par de mangos maduros que no pasaban desapercibidas). Pero pronto la cosa escaló.

Recuerdo a un tipo de España que me hizo hablarle mientras me tocaba. «Descríbeme lo mojada que estás, princesa», me decía con ese acento que me volvía loca, y yo ahí, con los dedos encharcados, diciéndole cómo mi pepita palpitaba. Otro me hizo ponerme el cepillo del pelo en el clítoris hasta venirme, y el muy hijueputa grabó todo (espero que todavía lo disfrute por ahí, jajaja).

La adrenalina de saber que un desconocido en Dios sabe qué país se estaba corriendo viéndome era más adictiva que la arepa con queso. A veces eran mujeres, que me pedían que les mostrara cómo me gustaba que me lamieran. ¡Y yo ahí, toda una profesional explicando que para arriba, no para abajo, que el clítoris no es un botón de elevator!

 

Ahora de adulta, he tenido que calmarme un poco. Ya no me expongo así en público (bueno, casi nunca). Pero el morbo sigue ahí, latente como un animal dormido.

Como esa vez en el metro de Madrid, que un hombre elegantísimo de traje no me quitaba los ojos de encima. Yo con ese vestido ajustado que parece pintado sobre mi cuerpo, sintiendo cómo su mirada me recorría como manos invisibles. Cuando el tren frenó bruscamente, «accidentalmente» se me cayó el bolso y al agacharme para recogerlo, el escote se abrió lo justo para que viera estas tetas que tanto esfuerzo me cuesta mantener firmes. Su respiración se cortó, y yo, la muy cabrona, me sonreí mientras arreglaba mi sostén con dedos lentos.

O con mi profesor de yoga, ese gallego con ojos de cielo que siempre me corrige las posturas con manos que parecen de terciopelo. La semana pasada, en la clase de «perro boca abajo», se le quedó mirando mi cola al aire (y yo sin braga porque el tanga se me mete en el rabito). Sus dedos temblaron cuando me ajustó las caderas, y juré que su polla se endureció contra mi muslo. «Cristina, concéntrate en la respiración», me dijo con voz ronca, pero ambos sabíamos que la que no podía respirar era yo, con la pepita empapada y ese hijueputa calor que me subía por la espalda.

Lo mío ya es enfermedad, lo sé. Mi psicóloga dice que busco validación masculina por temas de papá (blablablá), pero yo sé que simplemente me excita ser el juguete visual de alguien. Que me digan «esa mujer está buena» en la calle, que un cliente en la estética me mire el escote cuando le aplico la mascarilla, que el repartidor de Amazon se quede mudo cuando abro la puerta en shorts pequeños… Esa mirada de «te daría hasta que se te olvide tu nombre» es mi droga favorita.

Y aunque ahora solo me limito a subir fotos sugerentes en Instagram (ese ángulo que muestra solo las nalgas contra el espejo, el escote que promete pero no muestra todo), o mandar audios jadeantes a algún match de Tinder que pide «pruebas reales», la esencia es la misma: necesito que me deseen, que me imaginen desnuda, que se masturben pensando en cómo debe ser montarme.

El colmo fue hace dos semanas, cuando en la boda de mi prima, el novio (¡el propio novio, marica!) no me quitaba los ojos de encima durante todo el vals. Yo con ese vestido verde esmeralda que se me pegaba como segunda piel, bailando lentamente con el padrino, sintiendo cómo las miradas me quemaban la espalda. Cuando pasé cerca de la mesa nupcial, deliberatemente dejé que mi mano rozara su entrepierna… y ¡bingo! estaba duro como mármol. Su mujer, la muy inocente, brindando por el amor eterno mientras su recién estrenado marido tenía la polla tiesa por otra.

¿Me arrepiento? Para nada. Esta pepita fue hecha para ser admirada, aunque sea por segundos robados. Y mientras algún hombre en algún lugar del mundo se esté corriendo viendo mis fotos o recordando cómo se me marca el pezón bajo la blusa, mi misión en esta vida está cumplida.

Así que sí, quizás sea una exhibicionista, una calienta-pitos profesional, la pesadilla de las esposas celosas… pero coño, ¡al menos lo hago con estilo y orgullo venezolano! Ahora si me disculpan, tengo que contestarle los mensajes a un ingeniero de Bilbao que promete ser mi próxima dosis de morbo…

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