Por
Mi Primera Vez en el Carro de Roberto
Ay, Dios mío, pensar en eso me da como una cosa rara, pero a la vez me calienta… ¡qué locura! Era con mi ex, obvio, el que después se volvió mi marido, pero eso fue mucho después, claro. Yo tenía diecisiete años recién cumplidos y él veintidós, un hombre ya, para mí en ese entonces. Él se llamaba Roberto, y era bien guapo, con unos ojos que a una la perforaban el alma, ¡ja!
La cosa pasó en su carro, un sedan viejo pero que él cuidaba como si fuera un tesoro. Habíamos salido del cine, creo que vimos una de terror, y yo me agarré de su brazo todo el tiempo, escondiendo la cara en su hombro, sintiendo su olor a colonia barata y cigarro, que a mí me parecía lo más rico del mundo. Él manejó hasta un mirador que había en las afueras de Lima, un sitio bien conocido para eso, para eso que todos saben. Apagó el motor y se hizo un silencio que a mí se me hizo eterno, solo se escuchaba mi corazón a punto de salírseme por la boca.
«¿Tienes frío, Mari?» me dijo, y su voz se le quebró un poquito. Yo negué con la cabeza, pero en realidad estaba temblando. No de frío, ¡qué va! Sino de los nervios, porque yo sabía lo que iba a pasar, o por lo menos lo que yo esperaba que pasara. Nos habíamos besado antes, muchas veces, y sus manos habían llegado hasta por encima de mi blusa, pero nunca más allá. Esa noche se sentía diferente, el aire estaba cargado, pesado, como antes de una tormenta.
Él se acercó y me besó, pero no fue un besito suave como los de antes. Este fue con hambre, con esa lengua que a mí se me metía y me revolvía todo por dentro. Yo sentía sus manos en mi cintura, grandes y calientes, bajando poco a poco hasta agarrarme las nalgas y apretar. ¡Ay, por Dios! A mí se me escapó un gemido ahí mismo, no pude evitarlo. «María», me susurró en el oído, y su aliento caliente me erizó la piel. «¿Quieres que…?», no terminó la pregunta, pero yo entendí todo.
Asentí, no podía hablar, me sentía ahogada. Él desabrochó mi blusa con una mano que le temblaba un poco, yo veía sus dedos torpes y me daba como ternura y más excitación. Cuando me sacó el sostén, el aire frío del carro me dio en los pechos y se me pararon los pezones al instante, duros como piedritas. Él se quedó mirándome un ratito, como si no pudiera creerlo, y después bajó la cabeza y se puso a chupar uno. ¡Qué sensación! Era como una corriente eléctrica que me iba directo entre las piernas, yo me arquee sin querer y le enterré las uñas en el pelo, gimiendo como una tonta.
Su boca era caliente, húmeda, y la lengua me daba vueltas y vueltas en el pezón mientras su otra mano masajeaba el otro. Yo no sabía ni qué hacer con mis manos, recorría su espalda ancha, sentía los músculos duros bajo su camisa. Después, su mano empezó a bajar, lenta, tan lenta que yo sentía que me iba a volver loca. Pasó por mi estómago, hizo un círculo en mi ombligo y finalmente llegó a la cintura de mi jean.
«¿Puedo, mi amor?», preguntó, con la voz ronca, casi irreconocible. Yo solo atiné a asentir otra vez, porque las palabras se me habían olvidado todas. El cierre del pantalón sonó fuerte en el silencio del carro, como un disparo. Él me bajó el jean y la tanga, que era una que me había comprado nueva, roja, para la ocasión, por si acaso. Yo cerré los ojos, muerta de la vergüenza, pero cuando sus dedos me tocaron ahí, en mi centro, se me abrieron de par en par.
Nunca, nadie me había tocado ahí. Fue un shock, un calor, una humedad que yo no sabía que podía tener. Sus dedos eran callosos, ásperos, pero el contraste con mi piel tan sensible me hizo enloquecer. Empezó a acariciarme suavecito, alrededor, sin meterse, y yo me movía contra su mano, sin control, pidiendo más sin decir una palabra. «Estás mojadísima», murmuró él, y se le notaba la sorpresa en la voz. Para mí era un alivio oír eso, porque yo pensaba que tal vez estaba haciendo algo mal.
Después, un dedo, solo uno, se empezó a meter. Fue despacio, pero duele, ¡caray que duele! Yo puse una cara y agarré su brazo. «Duele, Rober», le dije, casi llorando. Él se detuvo y me besó en la boca. «Tranquila, mi vida, ya va a pasar», me susurró. Y siguió, con más cuidado, hasta que el dedo entró completo. Era una sensación extrañísima, llena, como si algo que debía estar ahí hubiera llegado. Empezó a moverlo, entrando y saliendo, y el dolor poco a poco se fue yendo, cambiándose por un cosquilleo que se me iba extendiendo por todo el cuerpo. Yo gemía sin parar, agarrada de sus hombros, perdida en una niebla de sensaciones nuevas.
Cuando metió el segundo dedo, el estirón fue más fuerte, un dolor agudo que me hizo gritar. «Shhh, ya, ya, mi amor», me decía él, pero no paraba. Movía los dedos dentro de mí, frotando en algún sitio que hizo que mi cuerpo diera un salto. ¡Coño! ¿Qué fue eso? Pensé. Era como un botón de placer que yo no sabía que tenía. Empecé a mover las caderas al ritmo de su mano, ya sin importarme el dolor, solo quería más de eso, más de esa sensación que me estaba volviendo loca.
Él, viendo que yo ya estaba perdida, se separó y yo escuché el ruido de su cinturón y la cremallera de su pantalón. Abrí los ojos y lo vi ahí, con su verga en la mano. A mí se me fue el aire. En las fotos que había visto, en revistas que escondía bajo mi colchón, nunca se veía algo así. Era más grande de lo que me imaginaba, gruesa, con las venas marcadas y la punta morada, brillante. Me dio miedo, un miedo real. «Eso no me va a caber», le dije, con el pánico en la voz.
Él sonrió, una sonrisa nerviosa. «Sí te va a caber, Mari, confía en mí». Se puso un condón, eso sí lo recuerdo, y se acercó a mí. Me abrió las piernas, que me temblaban sin parar, y se puso entre ellas. Sentí la punta de su verga, caliente y dura, presionando mi entrada. «Relájate, por favor», me pidió, y yo intenté, pero todo mi cuerpo estaba tenso como una cuerda.
Empezó a empujar. Y el dolor, Dios mío, el dolor. Fue como si me partieran en dos. Yo grité, de verdad, un grito que seguro se escuchó en todo el mirador. «¡Para, por favor, que duele mucho!». Las lágrimas se me salieron sin poder evitarlo. Él se detuvo, sudaba, se le veía la frustración en la cara. «Solo un poquito más, María, ya pasó lo peor», insistió. Y volvió a empujar.
Era una presión insoportable, una quemazón, una sensación de desgarro. Yo apretaba los dientes y las lágrimas me corrían por las sienes. Él, con un empujón final, se metió completo. Yo sentí cómo mi cuerpo se adaptaba a lo que no había espacio, un llenado total, brutal. Él dejó escapar un gemido largo, gutural. «Coño, María, estás tan apretada…».
Se quedó quieto un momento, dejándome acostumbrar. Yo respiraba entrecortado, todavía con el dolor, pero ya no tan agudo. Era un dolor sordo, mezclado con la sensación extraña de tenerlo ahí dentro, de sentir sus pelos contra mi piel, su respiración en mi cuello. Empezó a moverse. Lento al principio, cada movimiento era un recordatorio de lo que estaba pasando. Pero luego, poco a poco, algo cambió.
El dolor no se fue del todo, pero empezó a mezclarse otra vez con ese cosquilleo que sus dedos habían despertado antes. Con cada embestida, su verga rozaba ese sitio otra vez, y un placer eléctrico empezó a crecer, a pesar de todo. Yo empecé a gemir de otra manera, no de dolor, sino de algo que no entendía. Mis brazos se enredaron en su cuello y mis piernas, casi por instinto, se le engancharon en la cintura, atrayéndolo más profundo.
Él, al sentir mi respuesta, se animó. Empezó a moverse más rápido, más fuerte. Los golpes de sus caderas contra mis muslos sonaban en el carro. Su respiración era un jadeo ronco en mi oído. «Así, así, mi virgencita», me decía, y esas palabras, en vez de ofenderme, me excitaban más. Yo estaba mareada, sudada, perdida en una montaña rusa de sensaciones. El dolor estaba ahí, en el fondo, pero el placer le estaba ganando la batalla, un placer que se acumulaba en mi vientre, cada vez más intenso, más urgente.
Yo empecé a moverme con él, a encontrarlo, a buscar ese roce que me encendía por dentro. Ya no pensaba, solo sentía. Era puro instinto, puro animal. Él me agarró de las nalgas con fuerza, hundiendo los dedos en mi carne, y me penetró más hondo, si eso era posible. Yo grité, un grito que no era de dolor, sino de un éxtasis que no conocía. «No pares, por favor, no pares», le rogué, y él aceleró el ritmo, salvaje, descontrolado.
Sentía que algo grande se acercaba, una explosión que estaba a punto de reventar dentro de mí. Apreté todo mi cuerpo alrededor de él, mis uñas se le clavaron en la espalda. «Roberto, yo… yo…», no pude terminarlo. Él gritó mi nombre, un sonido desgarrado, y sentí cómo su cuerpo se ponía rígido sobre el mío, cómo su verga palpitaba dentro de mí, una y otra vez, largos y calientes. Ese fue el empujón final para mí. Un orgasmo me estalló, un tsunami de luz blanca y cosquilleos que me recorrió de la cabeza a los pies, haciéndome temblar y convulsionar bajo él, gimiendo como una loca, sin importarme nada.
Nos quedamos ahí, enredados, los dos sin aliento, empapados en sudor. El carro estaba lleno del olor a nosotros, a sexo, a juventud. Yo sentía su corazón golpeando contra el mío. Cuando él se salió, un pequeño dolor me recordó lo que había pasado. Encendió la luz interior un momento y vimos la mancha de sangre en el asiento. A él se le ensanchó la sonrisa, como con orgullo. A mí me dio vergüenza otra vez, pero también una cosa rara, como de propiedad. Yo era suya ahora, y él era mío.
En el silencio, mientras él se vestía, lo miré y pensé: «Carajo, ya no soy virgen». Y no supe si reír o llorar. Fue un desastre, fue doloroso, fue incómodo… pero también fue mío, y fue real, y hasta el día de hoy, cuando me acuerdo, se me calienta todo. ¡Qué contradicción, no! La vida es así de loca.
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